… “y vi por undécima vez, Vértigo”.
Lo bello no es más
que el inicio de lo terrible.
Rainer María Rilke
La noche del 31 de diciembre fue solitaria. Sin cena familiar, sin ningún hecho relevante.
Tomé media botella de vino tinto y vi por undécima vez, Vértigo.
El primer día de enero de 2025 salí a dar una vuelta. Me pareció una buena idea constatar si había ocurrido algún cambio, una especie de milagro sorpresivo.
Heráclito decía: “Lo único constante es el cambio”.
Y Thomas Paine: “Es deber de todo hombre, en la medida de que su capacidad se lo permita, detectar y exponer la ilusión y el error. Pero la naturaleza no ha dado a todos talento para ese fin”.
Al buen entendedor, estos conceptos bastarían para hacer un retrato.
El paisaje continuaba siendo el mismo. La calle despejada, sin apenas tráfico. En muchas casas había música bailable. No sé qué celebran.
Fui caminando hasta El Vedado. Quería tener noticias de Eric.
Hace tiempo que le escribo y le llamo y nunca responde. Al llegar al Hormiguero, un solar de pasillos laberínticos y cuartuchos miserables, un vecino me informa.
La noticia me sorprende.
“Se fue. Aún no sabemos si pudo llegar a la frontera”.
Eric es un músico, guitarrista de rock, prodigioso con las manos. No llega a los cuarenta años. Varias veces me invitó a su cuarto. Me servía cerveza. Primero ponía unos videos de trash metal espantosos. Luego, Bach.
Yo buscaba Cattleya. ¡Ah, Marcel Proust y sus orquídeas…!
Con sus modos, me envolvía para subir hasta la ramita más alta, al bosque iluminado, donde los árboles entrelazan las ramas olorosas y sibilantes.
“La única verdad es adherirse al mundo vegetal, a la María que nos une”, decía.
De forma paralela, conocí a Jesús. Platicábamos día y noche. Eran largos diálogos. Nos hicimos amigos desgranando secretos.
Compartimos la escritura. Sabemos que la caverna es para los animales acostumbrados al encierro, que no es tal, sino un pañuelo al viento.
Ambos percibimos un mundo de extrañeza. El mismo círculo, con sus tiernas fugacidades, se ensancha.
Queríamos acaso ser como Vermeer. Plasmar la escena, ese latir. La pintura de la muchacha que lee la carta. Cerca de la ventana, con esa luz amable. En contraste con los colores de su vestido y del plato de frutas que descansa sobre la tela de arabescos rojos y azules.
Para los escritores, la memoria es la gran mentirosa. Pule, renueva los detalles y los vuelve tangibles.
Un día me confesó que lloraba leyendo a Rilke. En una biblioteca, sin más amparo que la luz insuficiente de las bombillas eléctricas.
En la biblioteca se exige silencio como regla general y él gritaba con el corazón que “todo ángel es terrible y así me contengo y ahogo la llamada de mis sombríos sollozos”.
A mí también me marcó el escritor austriaco. Su religiosidad con la tierra y los elementos. La rosa que lo mató.
En sus Elegías del Duino, Rilke representa su concepto de vivir para aprender a morir, el consuelo y residencia junto a los ángeles.
Igual que Jesús de Nazaret, lleva una carga. De su voz emana tristeza, como si se quebrara en cada sílaba. Padece de arraigo, una enfermedad incurable.
La huida de la isla flotante no ha logrado calmar su ansiedad. Ha dejado atrás sus muertos, sus libros. Aquí los cuerpos y los libros no significan nada. Un miedo real se impone y araña el rostro. La marca es permanente.
La vetusta mansión se derrumba. El viejito de más de cien años se tapa la cara con el sombrero para no mirar.
Entre sus muchas virtudes, está la de ser prolijo en sus descripciones. A través de sus ojos, alcanzo a ver el interior de las librerías. Cómo sus dedos acarician los volúmenes nuevos. Y los más antiguos y polvorientos, que huelen a lignina por la humedad y el amarilleo de sus hojas.
El aroma se impregna en sus manos y queda flotando en el aire. Para él es fácil construir retablos. Los libros, en las noches, antes de dormir, le sirven de tálamo. Y se adormece entre sopores e historias ajenas.
Como si fuera una novela, habla de la feria Tristán de Narvaja, en la calle 18 de Julio, un sitio lleno de tiendas y librerías. En la feria se vende desde comida hasta libros, a precios muy baratos. Es una plaza de colores y sabores en vasta comunión.
De pronto, hago que se calle. No quiero que me explique sobre las variedades de quesos. Tampoco del arazá rojo y el amarillo, la pitanga y el guayabo. Que no me hable de los guisantes y las habas. Es mejor no oír siquiera de una simple mandarina. No quiero imaginar los arándanos azules, su sabor y textura, que son como el sexo de una mujer, abierto y a la espera.
No saber. Corazón que no ve…
El hambre crónica duele demasiado. Prefiero los libros, comer de sus páginas. Atragantarme de palabras.
Lo que más me interesa saber es la parte histórica de la ciudad. Las estatuas y los monumentos a los mártires. El por qué las iglesias son tan sencillas, diferentes a la magnificencia de nuestras iglesias católicas.
Mi amigo no soporta el invierno de allá, con ese aire gélido y despiadado que traspasa la piel. Casi quisiera sustraer un poco de ese aire para limpiar las calles de La Habana. Los olores nauseabundos de los latones de basura. Los jinetes sin cabeza de la ciudad.
Una noche entera hablamos de los libros de nuestra niñez. Yo era Tom Sawyer, cuando engaña a su tía Polly.
Esa mañana el castigo consistía en pintar la cerca. Una tarea que me llevaría un día o dos de trabajo. Pero, en vez de hacerlo, utilicé a los chicos que pasaron por allí y me quedé con sus tesoros. No clasificaban como objetos, cada uno era la mitad de algo.
He pensado en lo agradable que sería ir en verano al parque Enrique Rodó. Pasear por el lago, montados en las chalupas, bajo la sombra vigilante de los árboles.
Sentirnos libres y dejar a las manos trazar líneas en el agua. Después de girar y temblar en la calesita, reímos como locos.
Entonces me toca a mí elegir un tema y le hablo de Jalisco Park. De ese parque moribundo, sin aparatos mecánicos, ahora reino absoluto de los inflables.
De la pena que siento por los niños, cuando saltan y tropiezan entre sí. Las criaturas no conocen lo que es un verdadero parque de diversiones. Ya no hay botecitos ni caballitos. La montaña rusa, estática por años, debe estar suspendida en el cielo.
La única manera de evocar el parque es olvidar el presente, excluyéndonos.
El 1 de enero sólo existe una cura para nosotros. A todas las mariposas no se les puede clavar en la pared, aunque la Isla se tambalee como esos aparatos desaparecidos.
“Queríamos acaso ser como Vermeer”.
Comprender los riesgos: De los virus a las dietas pasando por las erupciones solares
Por Vaclav Smil
Pedir una existencia libre de riesgos es pedir algo completamente imposible, mientras que la búsqueda por minimizarlos sigue siendo la principal motivación del progreso humano.