Estética de la precariedad cubana

Inopia: ¿Por qué no existe la nada? La célebre pregunta de Leibniz me hace reflexionar. Pregunta que figura la catástrofe, el nihildas nichts, la anulación, la aniquilación o la liberación, en dependencia de la creencia que profeses. Es apocalíptica en un sentido que también es técnico. Se dirige a “lo último”, exactamente como se pudiera usar coloquialmente en cualquier esquina de Centro Habana.  

El sondeo de la nada, que tiene su historia en especulaciones metafísicas y místicas, nos habla de la necesidad de una esperanza que en definitiva es ilusoria, nos habla de un apremio por renacer que es imposible porque seguimos naciendo los mismos con la misma hambre, igual necesidad de refugio y cuerpos individualizados con horizontes de corrupción.

De tales dimensiones vitales surge la aporía de la política moderna: la politización de la vida y la animalización de la política, anverso y reverso de la cuestión de la vida humana desnuda o precaria. Vida precaria, vacío que es todo como también es nada, donde todo está contenido como latencia pero nada nuevo puede surgir. 

Aquello que respondes ante el aburrimiento: 

—¿Qué haces? 

—Nada. 

Ante la escasez:

—¿Qué tienes? 

—Nada 

Ante el hambre:

—¿Qué comes? 

—Nada. 

Siga usted su lista. Emergencia que no emerge.

¿Es la nada una dimensión estética de la precariedad? ¿Preferimos la nada, la negación, antes que el (re)conocimiento de la pérdida, de la violencia, de la limitación, en suma, de una vida descalificada? 

Es que nada, al menos, es una certeza renunciante, un deseo de no ser. Baste esto para decir que una estructura social está parcialmente definida por la realidad que dentro de ella tiene la precariedad. 

¿Cómo funciona la precariedad en el horizonte vital? ¿Qué significa existir con la precariedad como punto de partida?

Nuestra existencia depende fundamentalmente de otro anónimo del que no podemos deshacernos cuando se quiera. Entonces la precariedad deja de ser problemática para devenir apodíctica: necesariamente precario; deja de ser particular y muta en universal: totalmente precario; renuncia de ser negativa, siendo limitante y real: el techo que me protege de la furia celestial me cae encima y termina aplastándome; ni hipotética ni disyuntiva, es categórica, perversa y deliberada, causa y efecto: lo que gobierno es lo que genero.

Visto de esta manera, la nada libera, embellece el futuro —pletórico de todo—, activa el cuidado. Diéresis posibilitante que arranca de la animalidad —dependencia instintiva— y separa radicalmente de la divinidad —la autarquía apolítica—, sea un basta, un nunc dimittis, un contar y parar, una narrativa y jugar, una puesta en relación, una fijación de límites sanos, una trascendencia de todo idealismo y todo solipsismo.

La precariedad se nos ha hecho habitual. Cayó la bomba atómica del totalitarismo y sobrevivimos las cucarachas en su inmensa sabiduría de aprovechar las sobras y no dejarnos morir, aunque perdamos la cabeza. 

A cada respiro: la contaminación acústica, las ruinas, la irrealidad de la comunicación masiva, el smog densísimo, aceras que agreden, paisaje de territorio bombardeado y luego maquillado sin arte y sin gracia, los mismos colores, el mismo déficit de buen gusto y simpatía, el artículo de opinión sobre masturbación egoica, la privación de movilidad a personas sin crimen demostrado, la regulación de alimentos y productos básicos sin liberalización del mercado y las fuerzas productivas, la disminución de la talla promedio de los adolescentes y jóvenes, la función de oráculo geomántico del Partido Comunista, la política mágica de los inmortales líderes y portavoces del inmortal Partido, ya ni siquiera revisan el argumento. 

La suerte está echada, pero a la mierda. 

Así se establece el reino de la precariedad.

La animalización política se muestra como la progresiva pérdida de la relación con las cosas y con los otros. Somos gregarios como los insectos que construyen casas y comunican fuentes de subsistencia. ¿Basta esto para ser humanos? 

Baste decir que los insectos no son políticos, aunque sí sociales y es en el ser político, en el desafiar con la pluralidad el estado de cosas existente en que se diferencia la naturaleza humana. Seguirán existiendo muchos insectos por ahí que no les interese la política.

Está claro entonces que el objetivo del agonismo —que no antagonismo— político no ha de ser vivir, sino la salvaguarda de nuestras relaciones como iguales siendo diversos; hablo de la philía politiké marcada por la distancia, es decir por el respeto. Aun así, esto no es posible sin partir de la existencia como seres mortales, corporales, animales y no como cuerpos gloriosos o íntegramente políticos, tensados entre una exterioridad agresiva y una interioridad sin poder de realización. Cuestión de distribución de la intimidad y la simpatía.

Hemos de conformarnos —sin que esto implique afirmación de conformismo alguna— con que haya política y haya ciudad. Empero, podemos introducir la sospecha sobre cómo esta política y esta ciudad deberían ser, mirando allí en el cuerpo del poder en la zona de indiferencia de las técnicas de individuación y los procesos totalizantes. 

En conexión con esto habría que preguntarse: ¿qué valor tiene la vida humana en nuestra sociedad? ¿Con cuánta imaginación o con qué mecánico automatismo se piensa la precariedad? 

No es una mera cuestión de crueldad o ternura. Porque lo que en realidad sucede es que la falta de imaginación esquematiza la precariedad, la reduce a sus consecuencias —se entiende a alguna de sus consecuencias— y, sobre todo, la enajena, la convierte en la precariedad de cualquiera, de nadie determinado, y en esa misma medida la trivializa.

Lo que ha sido una excepción —también crimen— en muchas sociedades, incluyendo la Cuba preterida, hoy se está convirtiendo en regla. Ahora bien, si somos ciudadanos en cuyo cuerpo natural está puesta en entredicho su propia vida política y no solo animales en cuya política está puesta en entredicho nuestra vida de seres vivientes, hemos de reconocer que el bien supremo no es ni la utilidad, ni la felicidad, sino el simple hecho de vivir.

Esta afirmación tiene grandes consecuencias: la vida no puede transcurrir ajena a las condiciones que la hagan posible y la realidad se encarga de recordártelo cada día en maneras de obtener obediencia, conseguir un fin o comunicar. Si vives en una sociedad que hace de la precariedad su centro, no tendrás más remedio que vértelas con ella a cada paso. 

Por tanto, aunque tu vocación te lleve en otro sentido, tu vida estará constituida en proporción apreciable por diversos quehaceres en torno a la inestabilidad, la transitoriedad, la inseguridad y la fragilidad: los famosos “veremos”, “yo no sé nada”, “viene de allá arriba”, “no soy responsable”, “¿pa’ qué te quejas?”. O el más terrible de todos, el que llena las pesadillas de mi amiga Gretell: “pudiera ser mucho peor”. Precariedad.

El consenso debe desplazarse. En la precariedad cubana actual, el problema de la legitimidad deja de tener relevancia ante el problema de la efectividad. El Estado puede ser legítimo o no, pero continúa “sobreviviendo” como espacio de poder gracias a la gestión de la salud, de la prisión, de la educación, del ejército, de los bienes, junto a la producción de las condiciones discursivas e institucionales en relación con las cuales crear y mantener la población, término al que ha terminado derivando el de “pueblo” con jerga cada vez más administrativa y menos populista.

Ni la soberanía ni la disciplina pueden compensar los efectos desgastantes de una mala gubernamentalización. Soberanía y disciplina que terminan siendo ficciones para crear la escenografía de la precariedad. No se requiere de mucha inventiva, por el contrario, se requiere de aprendizaje. 

El muro de Berlín fue derrumbado por la gobernanza: la generación de oportunidades sociales, servicios económicos, libertades políticas, seguridad y garantías de transparencia, soluciones a los problemas de los ciudadanos, al mismo tiempo que se construyen las instituciones y normas necesarias para generar cambios, sólidos y no precarios. Todo lo equivalente a: no libretas de abastecimiento, no venta de productos de mala calidad, menos delegación de la crisis a las economías informales, menos linchamientos, más preguntas con respuestas, más archivos abiertos, más privilegios y menos concentrados.

Esto podría inducirnos a revigorizar el proyecto intelectual de criticar, cultivar el deseo de cuestionar, llegar a entender las dificultades y las exigencias de la composición cultural y el disenso, para crear un sentido de lo público en el que las voces opositoras no sean intimidadas, degradadas o despreciadas, sino valoradas como impulsoras de una convivencia más sensible, un rol que, por momentos, desempeñan.

La Revolución, este sintagma familiar metonímico-catacrético, perdida en su falta de fundación —o de fundamento, como dice mi abuela cuando piensa que sobrepasé el sano límite—, caducó hace mucho tiempo; como corresponde a un proceso ensayado tantísimo, contoneándose sobre sí mismo, de forma autorreferencial y constantemente volviendo a sus propios lugares comunes.

Recordemos que revolución —en minúsculas— es una unidad de medida de la magnitud de frecuencia para una vuelta completa, y que por tanto termina donde empieza. ¿Qué queda, pues, ahí donde se alza la realidad absoluta de un proceso sin fin? ¿Qué queda ahí donde se ha eliminado toda forma de activismo, de simpatía y relación? ¿Qué queda ahí donde la relación con las cosas y con los otros ha sido reducida a la nada?

Sería el caso de un sujeto que se levanta después de sesenta años de sueño pesado y no puede mover músculo alguno porque se le han atrofiado de sostener la postura necesaria para una intensa autocomplacencia. Y esta suspensión, este abandono, ha mostrado, pletórico de inmediatez, la inconsistencia y precariedad de su realidad: la precariedad de una experiencia mecánica. No puede cumplir su misión de hacernos vivir mejor si ya ni siquiera puede permitirnos vivir: movernos.

Parece que se ha congelado nuestro pensamiento en nombre de una libertad cuestionable, de un pasado que no se deja reinterpretar. La forclusión de la crítica elimina el debate y la disputa democrática del dominio público; el debate se ha convertido en un intercambio de ideas entre los que piensan del mismo modo. Por eso la crítica, que debería ser esencial en cualquier forma de convivencia, es una actividad sospechosa y perseguida. Gramática de la lealtad imposible.

El lazo de protección radicalmente inadecuado, a saber, cuando el vínculo crucial para sobrevivir se da en las relaciones con personas y condiciones institucionales que suelen ser hostiles, empobrecedoras e inadecuadas, consiste en sentirse cautivos. Parece mejor estar sujeto a la precariedad o al abuso que no estar sujeto a nada, perdiendo de este modo la propia condición de ser.

Carecer de vínculos es una amenaza, pero bajo ciertas condiciones, aun contando con este vínculo, se corre idéntico peligro de perecer.

Me tomo en serio lo de pensar como país, psicoanalizo. Un país no es una psique individual, sin embargo actúa como un sujeto. Este sujeto Cuba está decrépito, tiene fuerza pero le falta poder; es el nomos basileus desnudo, es paralegal, parasocial y parapolítico. La legalidad, la sociología y la política que conocemos no puede explicarlo. Confusión táctica perdiendo vigor. 

Lo único que podemos saber es que el quantum de tanta violencia es la precariedad manifiesta como falta de garantías, esperanzas y recursos (¿alguien me puede decir dónde encontrar un pegamento de barra?). Nuestros ancianos —la memoria— malcobran y nuestras niñas —la esperanza— mueren porque se caen las estructuras.

Estructuras precarias para una precariedad estructural 

¿Por qué este quantum opera con tanta efectividad? Porque las determinaciones están saturadas, no existe la relación de poder, este sujeto suprime cualquier disenso interno que pueda exponer los efectos concretos y humanos de relaciones precarizadas por muchas décadas.

Este sujeto niega ser responsable, en la medida que pudiera serlo, mientras vive comprometiendo su suerte en los recursos/imposiciones externas, limitando a su vez el diálogo, secreta manera de estafa y sabotaje. 

¿Hay algo que podamos aprender acerca de esta geopolítica de la precariedad que no sea el exculparnos? 

Proyecto de país con partido transhumano, inmortal aquí y allá, incorruptible e indestructible, cielo sin suelo, locura automática. El sujeto Cuba no admite su realidad: vive del ahorro externo, poco ha cambiado el mercantilismo de la economía de plantación asegurada por el control militar, control final como valor último, producción a gran escala de bonsáis, desarrollo trunco. El mismo que controla, niega ser la fuente de privación.

Precariedad, hacemos el viaje retrógrado. Ponga pues en cuestión la noción de historia como un continuum o la falsedad de la historia como cronología. Estancamiento, deterioro. El pasado tiránico preservado en su materialidad —autos, ciudad, obras públicas— cada vez parece más amable, obligados como estamos a no mirar las opciones de futuro precario, efecto de la omisión de las actividades de cuidado en el presente. 

Por favor, hora de gestación de posibilidades y menos de imposibilidades.

Con dudosos escrúpulos, la televisión cubana muestra a un ser humano vulnerado en su dignidad, violando los principios bioéticos más elementales de no maleficencia y justicia. Pregunto: ¿nadie se siente igual que José Daniel Ferrer en estas tierras en desgracia? 

La precariedad ha desplazado nuestra humanitas tropical a rituales de expiación de vida en el desierto. Sufrir puede conducir a una experiencia de humillación, vulnerabilidad, impresionabilidad y dependencia. Y puede servir para movernos más allá o en contra de la vocación de víctima paranoica que renueva infinitamente las justificaciones de la guerra. 

Se trata tanto de luchar éticamente con los impulsos que buscan ahogar un miedo insoportable como registrar el sufrimiento que al infligir, nos infligimos.

Este sujeto (des)aprendió a pensar, hace muchísimo tiempo, como país, cuando habla por boca del decano de la facultad de comunicación de la Universidad de La Habana —transmitido en su espacio agnotológico estelar de la Mesa Redonda— sobre centralizar el pensamiento y la inteligencia para una “posibilidad de ciudadanía”. 

Fórmula evidentemente contradictoria. ¿No es la ciudad de los hombres, plural? Nunca dicho más claro a través del inconsciente nacional: no somos ciudadanos de acto; al menos, se empieza a manejar la idea potencialmente. 

Cultura civil en suspenso es analfabetismo a cualquier nivel. Es precariedad cívica.

Todo indica que Cuba busca prevenir la precariedad ejerciéndola por adelantado; luego se regodea en el temor de su engendro, la precariedad connatural; a algunos amigos les parece tráfico, yo creo que nos lo merecemos. El Estado, no bastándole con los alimentos y la normalización del inmovilismo, regula el disentir y espectaculariza la violencia.

Las tribus yorubas del Este de África suelen rezar lo siguiente: 

“Muerte: contar, contar, contar continuamente, no me cuenta a mí; fuego: contar continuamente, contar continuamente, no me cuenta a mí; vacío, contar continuamente, contar continuamente, no me cuenta a mí; riqueza: contar continuamente, contar continuamente, no me cuenta a mí; día: contar continuamente, contar continuamente, no me cuenta a mí; la tela de araña envuelve el granero de maíz”.

Yo rezo: “precariedad: contar, contar, contar continuamente, no me cuenta a mí”.

Comparable con el I-Ching, esta tradición nigeriana ha desarrollado la geomancia a un nivel filosófico. Y es que la humanidad ha aprendido lentamente a contar. Contar es un proceso dinámico que lleva de la agnotología a la pedagogía, de la trivialización que mata muchas formas de vida y de curiosidad a la distinción que introduce la temeridad y el asombro, del vivir al vivir bien, de la voz al lenguaje, de la naturaleza a la cultura.

Y cuento que accountability, en inglés, significa responsabilidad. Base para la teoría de una ética y responsabilidad colectiva. El tipo de gobierno que hoy administra la vida cubana, el gobierno económico de los cubanos vivos, es an-arjé—sin principio[s]—, ejerciéndose burocráticamente y mediante el “puro número”, nombrando las cosas por medio de palabras que nos impiden pensar y actuar correctamente.

La precariedad es incapacidad para distinguir; fácil aceptación colectiva de la escasez y la incertidumbre como elementos que pertenecen a la condición misma de la vida, en su detalle, dentro de una trama cotidiana, no como un mal que limita el futuro y la propia existencia. Me refiero al poder reiterativo del discurso para producir los fenómenos que nos regulan y que se nos imponen de modo tal que naturalicemos y “terrifiquemos” lo que estamos llamados a humanizar.

Está probado que la libertad económica y la libertad política contribuyen a reforzarse mutuamente: no se contraponen. Por eso la precariedad puede definirse, en términos de desarrollo, como la contracción de las libertades al mínimo posible, en tanto mi vida, mi actuar y mi circunstancia se vuelve fortuito, aleatorio, incierto. 

La precariedad exige fuentes de privación de libertad: la pobreza y la tiranía, la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas, el abandono en que se encuentren los servicios públicos y la intolerancia o el exceso de intervención de los estados represivos.

Es la negativa de regímenes autoritarios a reconocer las libertades políticas y civiles y la imposición de restricciones a la libertad para participar en la vida social, política y económica de la comunidad, justamente todo lo que podría frenar el precarismo. 

Finalmente, es importante reconocer que un modo de “administrar” una población es convertirla en menos que humana, privándola de sus derechos, volviéndola humanamente irreconocible. En esa gestión las necesidades inmediatas de la simple subsistencia absorben los recursos intelectuales y psicológicos: ¿a qué hora pasa la guagua?

¿Habrá una respuesta horizontal para una frustración forjada en la relación vertical?

Cuba distribuye la precariedad para que algunos grupos estén más expuestos que otros. Igualitarismo es precariedad. La imposibilidad de percibir las maneras de liberación de la vida precaria solo conduce una y otra vez al amargo dolor de caminos interrumpidos. 

La precariedad no es estética, tampoco ética; la precariedad es manifestación de descuido, mal gobierno, poca civilidad, frágiles voluntades y terrible cautiverio del ser que aspira a un futuro de posibilidades plurales y concretas.

Por eso soy de las que prefiere la nada antes que otra vuelta de tuerca hacia la precariedad. 

Por eso siempre celebro el grito de mi vecina cuando en Centro Habana el agua no entra durante tres días: “¡Que venga el apocalipsis, cojones!”

La misma vecina que, para que su nieto coma el picadillo de soya que no le gusta, suele contarle aquella antigua leyenda griega sobre el lobo que, al ver a unos pastores comiendo cordero desaforadamente, con voz humana les dijo: “Si fuera yo quien comiera tan avariciosamente, tremendo revuelo se armaría”.