Gorrioneo en la primavera de Praga

“De nuevo está plantado frente al espejo, junto a la ventana.
¡No hay nada más lamentable que un hombre ante el espejo!”.
Jan Neruda, Cuentos de la Malá Strana.

Estoy perdido en el centro antiguo de la ciudad. Tartamudeo. Tropiezo con los adoquines. Vuelvo al hotel y me cambio de zapatos como en la pausa que sigue a las fotos de un matrimonio. Garabateo sobre un mapa, recorro con el zigzag de mis dedos catedrales y cervecerías. Repito cada frase en mi inglés invisible que espanta o desespera a quien trata de orientarme en vano. Una luz de 25 grados ilumina los puentes y las trenzas de oro rubio de decenas de muchachas sonrientes y semidesnudas bajo el sol y todos los puntos cardinales de la primavera. Como un idiota satisfecho simulo un despiste alegre que maquille mi desconcierto, por estar al fin recorriendo los vestigios renovados de Praga.

Algo hace a la belleza distinta e igual en todas partes, y me percato que no me resultan desconocidos aquí los fragmentos de su rudeza más reciente. Algo de lo checo debe haber llegado de manera oblicua hasta un cubano. O son solo reproducciones de imágenes de filmes, o series de televisión vistas en la abulia insular de las prohibiciones de mi adolescencia. Y me temo que esa influencia cubra con sus impuestas referencias las piedras y la historia que debía admirar.

Estoy caminando por las mismas calles 50 años después en otra primavera, y recuerdo a mi amigo el escritor cubano Juan Arcocha en su delirante agonía de despedida. Alucinando Juan, en sus últimas horas de vida en una sala del hospital parisino de la Salpêtrière, me ordenaba a gritos al verme llegar:

—¡Cierra la puerta que llegan los rusos!

Fue Elena Porro, su mejor amiga, quien me aclaró la frase: Juan estaba en la capital checa en agosto de 1968 cuando los tanques rusos aplastaron la Primavera de Praga.

Ni siquiera al final, cuando se debe estar poniendo orden para apagar la luz y desaparecer de este mundo, lo dejan en paz a uno los infiernos personales de quienes hemos vivido esa impotencia que podríamos resumir como falta de elección.

Praga es mucho más que esos años de fanática oscuridad. Para el apresurado turista cultural que soy, sería más agradable pensar en las huellas del reinado de Rodolfo II de Habsburgo, el emperador de los alquimistas, mecenas de astrólogos como Tycho Brahe y su discípulo Kepler, o de pintores como Archibaldo y Rembrandt. O en esa madrugada del 9 de julio de 1357, a las 5 y 31, cuando Charles IV aceptó los designios de la cábala de números impares (135797531) para ordenar lanzar la primera piedra del puente sobre el río Moldava que llevaría su nombre.

Otra vez hace su aparición esa zozobra inesperada que a falta de explicaciones he llamado gorrioneo. El gorrioneo es una manera de nombrar el desasosiego que te impide contemplar con transparencia lo que te rodea, cuando algo ha roto antes tu orden natural de ver las cosas. Paréntesis del presente, el gorrioneote fija también en el espacio en que te sorprende, y cubre con su velo ahuecado todos tus sentidos. Solo queda seguir como si nada, cuando vuelves a colocarte ante ese espejeo a la vez real y falso, aunque sepas que la solución no existe, y que al menos te queda la compensación de estar del otro lado de la frontera, a salvo.

¿A salvo?

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Uno de los cuentos de El libro de la risa y del olvido, de Milan Kundera, se titula “Litost”, que se puede definir, dice Kundera, como el sentimiento que hace que un hombre confrontado a la derrota se encapriche y experimente incluso una especie de delectación al repetir situaciones para él desagradables. Al mismo tiempo este sentimiento propio de la inmadurez, exige una réplica causada por lo que comúnmente llamamos envidia, o complejo de inferioridad: la humillación ante el otro.

Kundera ilustra la litost con un ejemplo. Un estudiante se baña con una muchacha en un río. La chica es una excelente nadadora, pero él apenas chapotea. Ella no quiere mostrar sus dotes para no humillarlo porque está enamorada, pero al final de la bañada olvida las diferencias de habilidades y nada, nada a una velocidad tan exorbitante que casi provoca el ahogo del incapaz bañista que la acompaña. Ante la prueba evidente de su inferioridad física, escribe Kundera, el estudiante siente la litost. Después de insultarla, golpea a su enamorada en la cara. Al verla llorar, él ve disiparse su litost. “La litost es un tormento que nace debido al espectáculo de nuestra propia miseria de pronto descubierta”, se puede leer como definición en el cuento. Ella funciona en dos tiempos. Al tormento le sigue un espíritu de venganza con el objetivo de obtener que la otra persona se muestre a tus ojos también de manera miserable.

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Estoy leyendo a Kundera a unos metros del castillo praguense que inspirara a Kafka. Y como ocurre muchas veces, me sorprendo tratando de encontrar equivalentes de la litost en la psicología social cubana. Pienso en la envidia, que en su peor versión de colonizados, siempre achacamos a la herencia ibérica tan bien descrita por Unamuno y María Zambrano.

Pero no estoy convencido. Creo que el principal gesto del espíritu nuestro ante algo que no quiere reconocerse como inalcanzable no es siempre, en apariencia, agresivo. En apariencia se disfraza de humor, de ligereza. O el cubano trata de emparejarse o se burla con choteo, como ha descrito entre nosotros Jorge Mañach. Nivelar a la misma altura, simulando, o, en último caso, desprestigiar con una trompetilla que reduzca a nada la jerarquía ajena. “El parejero procura andar siempre acompañado de alguna persona calificada”, escribe Fernando Ortiz.

¿Qué haría un cubano entonces en la misma situación existencial descrita por Kundera? Ignorar los hechos (la desventaja de no saber nadar rápido), o reducirlos con una justificación que te sobredimensione en otro terreno del tipo: “No aprendí mucha natación de niño, porque no me dio por eso, y además era campeón en ajedrez”. Y acto seguido simular desconocimiento con una pregunta,cuando sabe bien que la chica no juega ajedrez: “¿Sabes jugar? Si quieres echamos un partido en cuanto lleguemos a mi casa”.

Hay que emparejarla situación una vez justificada la impotencia. Si esto no basta, entonces la trompetilla: “Tengo una amiga que es campeona de natación. ¿Cuánto haces tú en cien metroslibres? Ella los nada en menos de un minuto…”. Y si esto no es suficiente (puede darse el caso), se las arregla para que coincidanen la misma piscina la pobre muchacha ya desorientada y una campeona de natación, ante la presencia numerosa de sus amigos: una trompetilla de agua.

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Salvando las distancias entre la melancolía (sentimiento de apatía provocado por lo que pudo ser y no fue) y la nostalgia (abatimiento por lo poseído ahora perdido), es sabido que lo llamado por los franceses  avoir le cafard  (“tener la cucaracha”), los portugueses saudade y los gallegos morriña, es decir, maneras nacionales de nombrar el sentimiento de nostalgia, los cubanos lo llaman: tener un gorrión.

Asociar ese animalito gris e inofensivo a la melancolía, constituye un gesto noble. No hay nada más humilde y alejado de la soberbia que rememorar por añoranza a un ave sin colores y cuyo único encanto consiste en poblar de manera apacible las ciudades de Cuba.

Sin embargo, el gorrión y el gorrioneo son dos caras de una misma moneda. Eso sí, dos caras con matices diferentes. El gorrión es el vacío nostálgico por la pérdida de algo poseído; el gorrioneo, un sentimiento de inconformidad melancólica por lo que pudo ser y no fue. El sufijo ‘eo, que en realidad se asocia al verbo gorronear (“comer o vivir a costa ajena”), viene aquí a denotar la deformación del sentimiento de ausencia, la gimnástica imprevista de una deuda no saldada con un pasado ininterrumpido.

El gorrioneo te agua la fiesta de los sentidos porque es un pliegue amargo de la memoria que se despierta de golpe (en lo que tocas, comes, escuchas, ves) con un sobresalto que creías haber dejado guardado en otro espacio del pasado. Más que una satisfecha memoria involuntaria hacia un tiempo recobrado a lo Proust, se trata de una memoria imposible que creías haber olvidado. Una memoria que resiste al olvido y que aparece cuando menos quisieras convocarla.

A través de la ventanilla de un tren en el que atraviesa estados americanos, Reinaldo Arenas ve a un joven atlético lanzar con desenvoltura y acierto un balón de basquetbol a un cesto. Desconsolado, el escritor cubano piensa que quien ha atravesado la experiencia de regímenes extremos, que alguien que haya sido víctima de una Historia agitada, no podrá nunca disfrutar de la holgada indiferencia hacia el mundo de ese satisfecho jugador anónimo de baloncesto. Eso es el gorrioneo, la imposibilidad de dejar de admirar el cuerpo y el gesto del deportista, porque un hueco oscuro de antaño te avisa que no puedes estar a la altura de lo que te gustaría aplaudir.

El gorrioneo puede que sea peor que la litost, porque no se disipa con la increpación al otro. No es de espíritus inmaduros, todo lo contrario. Su aparición se debe a la experiencia. Ante la nadadora superior,el invadido por el gorrioneo lamentará no haber podido aprender a nadar en su infancia. Verá desfilar ante sí un pasado de frustraciones que creía haber olvidado, y que le nublan el panorama quizás esplendido que estaba contemplando. Su desnudez es el fracaso del olvido.

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En las páginas finales de su novela Archipiélagos, Abilio Estévez narra el insólito destino de un astrolabio de Tycho Brahe que el coronel Máximo Blanchet, cercano colaborador del presidente Gerardo Machado, ha traído de Europa a su Villa Justina, opulenta residencia de Marianao.

Blanchet es un aventurero afrancesado que fue enviado joven por sus padres ricos a Europa para que huyera de la “isla maldita”, y que por azar del destino adopta la carrera militar hasta terminar siendo una figura clave del machadato. A lo largo de la novela el lector constata que se trata de un hombre incongruente en el paisaje de la sociedad cubana: “Era alto, blanco, elegante, con una cierta delicadeza casi rozando la femineidad. A pesar del refinamiento, se notaba un hombre fuerte y sabía imponer disciplina. Ningún soldado comentó sobre sus gestos femeninos. El choteo tenía un límite”. El contexto militar (la guerrita racial de 1912) y la probable represión (un soldado es fusilado por orden del coronel), censuran el choteo y no se ridiculiza la atípica encarnación de la autoridad. Porque todo en este personaje afeminado es inadecuado en su isla nativa exaltada por la virilidad de los combates.

Conservado en una pieza aledaña a su biblioteca, el astrolabio de Tycho Brahe es rescatado gracias a la generosidad de un grupo de vecinos del coronel, días antes de que Villa Justina sea destruida por una turba enardecida, en plena revolución de 1933.

Al preguntarle un personaje al coronel Blanchet porqué no ha huido antes a Tampa con su mujer y sus hijos, este se ruboriza antes de responder: “Mi gran pasión por Tycho Brahe. El astrolabio vale más que mi propia vida”.

Es evidente la metáfora del fracaso de pretender integrar las coordenadas (geográficas, políticas y culturales) de la isla al firmamento europeo. El astrolabio de Tycho Brahe, el observador de estrellas que moriría en Praga, la ciudad adoptiva donde descansan sus restos en la Iglesia de Nuestra Señora del Tyn, aparece en La Habana como un objeto anacrónico al cual solo su propietario le reconoce su valor.

¿Qué provoca ese deseo irracional del coronel Blanchet de abandonar su agradable vida en Europa y volver a Cuba? Es simple: la transformación del gorrión en gorrioneo.

El coronel, que morirá en su exilio francés de Toulon en 1941, encarna al cubano que, una vez lejos de la isla,la idealiza y atenúa lo peor de la memoria real de su fatalidad histórica; y regresa. En el destino que le depara Estévez a este personaje en su novela, subyace un cruel mensaje de decepción: la ingenuidad, aunque sea la de un hombre culto, siempre paga cara sus actos ante la realidad. La cultura (importada) no puede transformar de manera individual a la ligereza ni a la barbarie colectiva, a la violencia que desencadena una revolución.

En otras palabras, no asumir el gorrioneo o no intentar superarlo, te lanza a un círculo vicioso. Si el gorrioneo iguala a todas sus víctimas en el hecho ser el resultado de experiencias traumatizantes, lo que diferencia a quienes lo padecen depende de la actitud ante esa experiencia, del matiz del olvido, o de la dirección de este. Se olvida para obviar y reponerse, pero el olvido también puede sublimar.

No es solo el acto de volver lo representativo del balanceo espiritual, sino el volverse a ir. La decepción doble culmina en resignación. La resignación ante la evidencia encuentra en la escritura de Archipiélagos su única expresión: la historia que leemos ha sido escrita por un testigo de la revolución del 33, exilado en Alburgh, un pueblo de Vermont, un estado del noroeste de Estados Unidos fronterizo con Canadá donde, para muchos, se hace la mejor cerveza del mundo. Los destinos resignados del narrador y de Blanchet de alguna manera están en las antípodas del deslumbrado musicólogo de Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier; no es cuestión de retornar y no poder encontrar los pasos, sino de volver a irse y aceptar que fue imposible adaptarse otra vez; de elegir perder los pasos definitivamente.

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La manera de resolver una escena existencial de un presente congelado es la principal problemática del gorrioneo. Porque tanto la litost, como lo parejero y el choteo, el gorrión y el gorrioneo, son estados de espíritu que se confrontan a un breve desasosiego del presente.

Con un mapa desplegado llego al viejo centro de Praga. Escucho hablar español y veo a una muchacha con una placa donde aparece su nombre: “Francisca”. Le digo, antes de presentarme, que tiene el mismo nombre de mi difunta madre. “Trabajo de guía para hispanohablantes. Soy chilena, ¿y tú?”. No le respondo. O sí, le digo que vengo de París. “Como las cigüeñas”, sonreímos ambos.

Sospecho que de unirme a su grupo por unas pocas coronas, podré conocer más en una hora orientado que en los dos días de mi despistada escala. Pasamos ante la casa de Kepler y más adelante ante la estatua del astrónomo alemán con su maestro Tycho Brahe. Recuerdo una frase tradicional checa que tiene su origen en la agonía del célebre astrónomo danés protegido de Rodolfo II: “No quiero morir como Tycho Brahe”. Cuentan que después de una opípara cena, Tycho fue invitado por el emperador a dar un paseo en carroza y tuvo que retener durante horas su orine, lo cual provocó su muerte por sepsis. La expresión popular alude al deseo de no reprimir un deseo.

No se equivocan mis cálculos y me voy con la guía chilena y otros turistas a recorrer lugares de la ciudad que solo no hubiera sabido localizar. Al final del recorrido, en una taberna del barrio de Malá Strana, en la calle Neruda (Nerudova, en checo), no lejos de la estatua de Edvard Benes y del Museo de la KGB, bebo dos jarras de Pilsner, la célebre cerveza checa que me aseguran los parroquianos (¿borrachos?) es la mejor del mundo.

Volviendo al centro de la vieja Praga puedo al fin entrar a visitar la tumba de Tycho Brahe: al fondo de la nave central, en el pilar sur, y a la derecha del altar de Nuestra Señora del Tyn, una iglesia gótica, con altar barroco. Se cuenta que una de las ventanas de la habitación donde escribía Franz Kafka daba al coro de esta iglesia empotrada detrás de las casas de una antigua calle de comerciantes. Veo mi sombra pasar por los vitrales góticos, y en un descuido de los vigías logro violar las prohibiciones y hago una foto de la tumba del astrónomo danés.

Los efectos de las Pilsners no se hacen esperar, y salgo a vaciar mi vejiga a lo Gargantúa, recordando la legendaria advertencia checa. Mientras orino me apiado de la lenta lucidez del coronel Blanchet, y me pregunto por el destino del astrolabio de Tycho, quizás oxidado o desintegrado en piezas, en algún arrabal de Marianao.