El comediante que me atiende

Guillermo Cabrera Infante proclamó la inutilidad de lo serio al colocar ficción e historia, arte y política, en una escala similar de valores para diferenciar la verdad de las mentiras. Una contracandela a la postura solemne o tramposa del socarrón Jorge Luis Borges, quien menospreció al humor como un género preferiblemente oral. Quizás un residuo de la picaresca española o una coartada inepta para fungir como soporte que sustente una obra literaria en letra impresa.

Entre reivindicaciones lúdicas y prejuicios culteranos, el fabulador Reinaldo Arenas apreció la mueca como remedio santo para amparar a los cubanos; licencia para compatriotas que han perdido el orgullo propio, la patria o la última esperanza: esa tríada simbólica siempre a punto de volverse queja en medio de la cosa pública.

Si cada actor social en Cuba tiene un compañero que lo atiende en cuanto a sospechas, rumores o escisiones políticas, los sujetos comunes tienen a su vez uno o varios comediantes que los atienden, caso de que la desesperación los colme.

De la mente al cuerpo, del hogar a la calle, de la palabra al silencio. Dichas transiciones propician la necesidad de los cubanos de valerse de armas legales para suplir la carencia material y el vacío espiritual que caracteriza a una sociedad de control. Allí donde el horror reside en la eficacia del monitoreo sobre la gente.

La reciente antología El compañero que me atiende (Enrique Del Risco, Editorial Hypermedia, 2017) prefigura a El comediante que me atiende, el otro complemento para sobrevivir en un Estado de excepción. Ante el “policía secreto de cabecera” que Enrisco incluyó en una especie de género totalitario policíaco, quienes sienten miedo real o virtual procuran auxilio en quienes lo caricaturizan. Sería la manera de ignorar o exorcizar la omnipresencia del intruso parternaire.

No es casual que “El comediante en jefe” sea uno de los alias pegajosos de Fidel Castro.

No es raro que el humor guste de pulsear con la censura.

No es gratuito que Enrisco fuera un humorista instruido en la Cuba de los noventa.

No es algo nuevo que los cubanos se burlen de su desdicha. Ni que un ciudadano con solvencia económica frecuente centros nocturnos y el bufón de turno haga la noche con él; por ejemplo, un moreno junto a una blondie venida desde lejos.

Lo que no se puede decir en la televisión, se puede decir en el teatro. Lo que no se puede decir en el teatro, se puede decir en un cabaré. Lo que no se puede decir en un cabaré, se puede decir en una fiesta privada. Estas declaraciones son frecuentes entre los humoristas, quienes hacen un link entre los borrosos límites entre alta y baja cultura.

Hay que seguir jugando con la cadena y no con el mono. Aunque ya se vuelva arduo percibir quién es el mono y cuál sería la cadena.

La sarcástica fantasía tejida por Senel Paz fue toda una joyita del cinismo político.

En medio del rechazo oficial o la ignorancia de su trayectoria literaria, Reinaldo Arenas se transformó en el comediante que atendería a los intelectuales cubanos partidarios o desleales a la Revolución. Por ello, mientras aumentaba la fobia solapada al realismo socialista o a la novela policial auspiciada por el Ministerio del Interior, el autor de El mundo alucinante era consumido en privado y descalificado en público por escribanos de salón que celebraban la osadía ajena.

La doble moral, propia de la cultura revolucionaria, permitiría que los escritores afiliados al régimen gozaran con las sátiras y parodias de Reinaldo Arenas. Alguien capaz de “atenderse a sí mismo” cuando el sentido de la pérdida lo vencía e imaginaba la posibilidad de renacer como planta o vegetal en los campos de su isla. Arenas describió como nadie el lirismo y rudeza de la naturaleza cubana.

¿Quién no disfrutó pasajes de su novela póstuma El color de verano o Nuevo Jardín de las delicias? Allí Reinaldo describe tanto “La fuga de la Avellaneda. Obra ligera en un acto (de repudio)” como “Las cuatro grandes clasificaciones de los bugarrones”. Algo inconcebible en el contexto insular, regido por una mascarada verde olivo intransigente a los tintes rosados.

Entre los hallazgos de esta carajicomedia, “pues donde hay tantas putas ninguna obedece”, está transformar a los Agentes de la Seguridad del Estado en lectores de exorcismos negadores. Una virtud que El color del verano comparte con otras piezas literarias es cultivar venenosamente al KGB cubano: libros que serían culpables de la procesión interior y la deserción de avezados espías.

De esa mezcla de rechazo y admiración hacia un escritor como Arenas, surgió un relato que marcó pauta en la narrativa políticamente tolerada en Cuba. “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (Premio Internacional Juan Rulfo de Cuento, 1990), era un homenaje solapado del niño aquel, Senel Paz, a ese Reinaldo que muchos leían sin comentarlo en las tertulias de la UNEAC o en debates literarios “a puertas abiertas”.

“El lobo, el bosque…” derrochaba comicidad, pero también equilibrio; conveniencia que se erigió en bandera para una campaña nacional contra esa homofobia de monte y ciudad de la cual Reinaldo Arenas fue una de sus víctimas. Alguien que denunció los prejuicios eróticos en su búsqueda de habitar una modernidad urbana salida del clóset y no obsesionada con caprichos políticos.

La sarcástica fantasía tejida por Senel Paz fue toda una joyita del cinismo político. Asistió a los reformistas oficiales de la diferencia sexual mediante un guiño que traicionaba al ídolo. Recordemos que Arenas transgredía “la justa medida” en cada experimento de sus lances narrativos, que pecaban por exceso y no por defecto.

Tras los forcejeos interpretativos que desató “El lobo, el bosque…”, la perplejidad quedó despejada en el cine por vía de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío. El guion lo armó plano a plano el mismo Senel Paz, acatando la mano dura de los directores. Todo quedó listo para resaltar la intolerancia de la antimutante Revolución Cubana.

Alea vislumbró, en Fresa y chocolate (1994), una respuesta orgánica a Memorias del subdesarrollo (1966) donde la duda pequeñoburguesa rebasaba al optimismo revolucionario. Si Memorias… fue una película oportuna, Fresa y chocolate derivó en una cinta oportunista a destiempo, ideal para el salvoconducto legitimador.

Luego, todos los escritores quisieron tener un gay en sus obras, como apuntó en su momento el crítico literario Salvador Redonet, el muy querido y respetado profesor Redonet, que intentó dar la cobertura que merecía a la narrativa de los racionados años noventa.

Tolerancia sin libertinaje, comprensión sin homoerotismo, careo sin desacato.

El actor Adolfo Llauradó distinguió Fresa y chocolate como un film necesario. En cambio, el cineasta español Pedro Almodóvar percibió ella un relato tímido, pues se trataba de una historia de amor donde David (militante comunista) se enamoraba de Diego (homosexual, patriota y lezamiano) y se fundían en un abrazo sin irse a la cama.

Tolerancia sin libertinaje, comprensión sin homoerotismo, careo sin desacato. Estas claves permitieron el reconocimiento oficial de Fresa y chocolate. Aquí el ardor privado asistió al riesgo de la herejía como gesto público. Basta recordar una escena: Diego le pone a David un casete de María Callas, clamando por escuchar otra voz: “¡porque hasta cuándo María Remolá…!”.

El Compañero y el Comediante se retroalimentan, al matizar la controversia entre farsa y tragedia. El sainete interpreta el rol de mediador profiláctico. Otro arquetipo folletinesco, siguiendo el modelo de Lorenzo García Vega, dispuesto a trocar lo agónico en lo lúdico. Al diluirse las fronteras entre drama y comedia, solo quedaría evadir la crudeza de lo real.

Entre la vigilancia individual y el choteo masivo se halla la eternidad de los cubanos. Nadie puede calcular el tiempo que tardará El compañero que me atiende, la antología, en engrosar el archivo de los testimonios inservibles. ¿Lo comprobarán acaso los nietos o bisnietos de Enrisco, reencarnando en un graffiti de El Pible?

Los cubanos varados en el oficio de perder, necesitan el apoyo de un agente banalizador que ayude a lidiar con la desgracia. Ese bufón inteligente o domador de multitudes lo representa, por ejemplo, Alexis Valdés, ilustrado comediante que se cuela en los hogares de la isla sin pasar por el filtro represor que legisla la programación televisiva del patio.

¿Cuántos nativos, a causa de esas dos alternativas que son las antenas parabólicas y el Paquete Semanal, olvidaron ya que existe la televisión cubana? ¿Cuántos ex televidentes se acuerdan del bigotón teñido de Rafael Serrano?

Una tarde, divisé al vitalicio locutor bajándose de su auto. Serrano chequeaba la alarma de un reluciente Lada 2107 y desbordaba soberbia, como si le irritara su entorno. No solo los artistas tienen el ego hipertrofiado; esta patología también asiste a los portavoces del Noticiero Nacional de Televisión donde, según el trovador Carlos Varela, “no hace falta nada, no hace falta dinero”.

La última vez que disfruté de una actuación de Alexis Valdés fue en un Festival Aquelarre. El multifacético actor y humorista Osvaldo Doimeadiós dirigía entonces el Centro Promotor del Humor. Fue la noche de clausura del evento, con solistas y grupos invitados, en una concurrida Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba.

Guitarra en mano, Alexis impactó con su espectáculo unipersonal Me sale de la cabecita. Allí canonizó a la dictadora emérita del Ballet Nacional de Cuba Alicia Alonso como nuestra “Prima Ballerina Obsoleta”. El teatro vibró en carcajadas. Nadie vio más al chistoso sobre un escenario local. Alexis rompió el nudo de su lengua antes de marcharse a buscar fortuna lejos del archipiélago.

Admirador de Cantinflas y Leopoldo Fernández “Tres Patines”, Louis de Funes y Guillermo Álvarez Guedes, Alexis Valdés trabajó quince años en España y después se instaló en Miami. Muchos de sus fans lo identifican como “El hombre orquesta de Cuba” o el “Chaplin hispano”. (Modestia, apártate, pudiera añadir un vanidoso Alexis).

Los monólogos de Alexis Valdés globalizan la banalidad del mal.

Su contrapartida mediática en la Isla podría reducirse ahora al viejo resabioso Pánfilo, creado por el camaleónico Luis Silva. Pánfilo critica sutilmente las medidas impopulares que afectan al pueblo y, de paso, conserva un programa nocturno en la pudorosa televisión cubana. Casi un milagro profano.

Proveniente de la cantera del humor universitario, Silva había alcanzado cierta notoriedad imitando al historiador de la ciudad, Eusebio Leal, quien se ha esforzado por convertir la arqueología del perfecto desastre habanero en un fabuloso asiento en las ruinas.

Los monólogos de Alexis Valdés globalizan la banalidad del mal. Al fragmentar el discurso de la evasión totalitaria, su aldea deviene una glosa tan pestilente como vertiginosa. Tan sucia como la calle Monte o tan célebre como el bolerista Manolo del Valle. Dios y la ginecología; el capitalismo salvaje y la vagancia; Vladímir Putin y los culeros desechables; Alcatraz y un anuncio de empleo en El Nuevo Herald.

“Twitter te hace creer que eres un sabio; Instagram te hace creer que eres fotógrafo y Facebook te hace creer que tienes un millón de amigos”. Todo eso es mentira, admitiría entre dientes la relajada Nereida, alter ego femenino de Alexis. Y agrega: “Si vendes chicharritas en los semáforos, eres un pequeño empresario; si eres stripper gogó, eres una bailarina exótica; si eres prostituta, eres amante de la libertad. Soy un profesional”.

Nereida es pariente de Cristinito Hernández, el personaje más famoso de Alexis. Cristinito es un idiota feliz convencido de su genio. Nereida habla del terrorismo nuclear norcoreano, el “Palón Divino” del reguetonero Chocolate o los emigrantes cubanos varados en Centroamérica, todavía obsesionados con disfrutar el american dream.

Especie de consejera espiritual, Nereida arremete contra las aberraciones humanas sin echarle la culpa a los malos gobernantes, a la condición victimaria o al fatalismo geográfico de su ínsula. Ella dictamina sentencias, no canta boleros.

Para esta miamense axiomática, lo que hoy es un drama, mañana es una comedia. Bueno, casi todo, replicaría un posible primo de Nereida criado en Los Pocitos, donde hasta los hambrientos correcaminos de la Policía Nacional Revolucionaria rechazan la sazón de un Plante Abakuá. Mejor es chantajear a proxenetas reeducados en la prisión, dispuestos a colaborar si de salvar el pellejo se trata.

La trivialidad del reality show constituye un antídoto para aliviar el agobio en las sociedades enfermas. Alexis Valdés domina los trucos de la industria del entretenimiento y ello le abrió las puertas de los hogares cubanos, a la manera de un curandero seductor o mago experto en revertir la esterilidad del ocio en virtud.

Saliendo a flote en la maquillada era post Castro, los cubanos prefieren matar el tiempo en zonas wifi, haciéndose la idea de que están conectados al mundo o que, incluso, lo escrutan. Poco importa si el compañero que los atiende los tiene en la mirilla o graba sus conversaciones mientras están sentados en un parque lleno de internautas distraídos por la maravilla de una fuga.

Cada náufrago en tierra firme tendrá como resguardo a perseguidores y bromistas. Su pareja de socios en las buenas y en las malas, esos compañeros y comediantes que nunca le reclamarán un centavo por una complicidad voluntaria.

De regreso al comienzo de este trayecto, me detengo en Mea Cuba. En esta antología de su prosa sin prisa, Guillermo Cabrera Infante transitó de los compañeros que lo atendieron en La Habana hasta el comediógrafo que él mismo llegó a ser en Londres. Gesto impulsado por una máxima que GCI asumió como un desafío: “Morir es fácil. Lo difícil es hacer comedia”.

La amargura y el resentimiento resultan medios literarios, no fines políticos.

En su piadoso ensayo “Lorca hace llover en La Habana”, Cabrera Infante recreó un incidente durante el viaje que hiciera García Lorca a Buenos Aires. Allí, Borges acusó a Federico de un crimen de lesa ligereza. Resulta que Lorca le aseguró al joven Borges haber descubierto un personaje crucial, en el cual cifraría el destino de la humanidad entera, un salvador. ¿Su nombre? ¡Mickey Mouse!

La extrañeza de Cabrera Infante por esa boutade de Lorca que incomodó a Borges, activó su disposición a perpetrar la metamorfosis de la tragedia en comedia, de lo pesado en lo leve (aunque su escritura tendió a sostenerse en el vaivén de un contrapunteo antiépico, que implicó otra guerra personal).

La controversia sugerida por el sabio cubano don Fernando Ortiz pudo haber entrado en el cuerpo del Infante difunto gracias al vicio de fumar puros habanos.

En Mea Cuba convergen el martirio de Martí como una inmolación y las “aventuras sigilosas” de José Lezama Lima y Virgilio Piñera a la caza de un efebo lánguido o de un guagüero; el asaltante al Cuartel Moncada Gustavo Arcos traicionado por los falsos redentores y la energía creativa del nómada Lino Novás Calvo; los suicidios políticos de la Revolución Cubana registrados como accidentes casuales y un jaque mate inmortal de José Raúl Capablanca, el hijo de Caissa, la diosa del ajedrez.

La amargura y el resentimiento resultan medios literarios, no fines políticos, y no es lo que predomina en las cuatrocientas veinte páginas de Mea Cuba, un libro satanizado en la isla desde que salió de la imprenta. Esta tarea de zapa ideológica la encabezó un figurante literario de la policía política como Lisandro Otero, ex aliado de Cabrera Infante en su aprendizaje habanero.

“Salí de Cuba el 3 de octubre de 1965: soy cuidadoso con mis fechas. Por eso las conservo. Es así que puedo decir: El año que viene en La Habana”. Guillermo Cabrera Infante cayó desplomado bajo la ducha de su refugio londinense con este augurio en la punta de la lengua.

“Yo soñaba que tenía una pesadilla y que vivía en un tugurio del Hotel Monserrate y mientras todos me vigilaban yo también los vigilaba. Y cuando desperté vi que esa pesadilla era real y quise soñar que estaba soñando”. (Reinaldo Arenas, El color del verano).

En tiempos difíciles para la lectura, Arenas disfruta hoy de la aceptación entre los jóvenes intelectuales cubanos. Lo que hoy es blasfemia mañana es alabanza.

“Sí, la valentía es una locura pero llena de grandeza”, agregaría Reinaldo.

Pero no siempre los artistas e intelectuales devorados por la chusma diligente en el apogeo del socialismo policial consiguen aliviar la frustración existencial para traspasar la senda del drama y alcanzar una curación satírica.

Dichosos quienes aconsejan burlarse de todos en lugar de sufrir por todo.

Entre viejas culpas y nuevas excusas, el poeta Heberto Padilla (1932-2000) sucumbía a la congelación de su exilio norteamericano y repetía desconsolado: “Soy un disidente de la palabra, del adjetivo. Soy una mosca en el vaso de leche”.

Si el pasado nos chantajea, al igual que los temblores o el pánico de una mente incontrolable, corremos el peligro de extraviar el sentido del humor.

La mala memoria autobiográfica de Heberto Padilla reconstruyó paso a paso el trauma de quien merodeaba por la Quinta Avenida de Miramar como un fantasma. Aquella persona non grata esperaba por la autorización del Gran Compañero que lo atendía para salir del país, un reducto militar que lo expulsaba reteniéndolo.

Bienaventurados quienes hablan en primera persona y no a través de terceros desconocidos para justificar arbitrariedades en nombre del imaginario colectivo, esa ficticia comunidad de intereses o poder único sobre los destinos individuales.

Dichosos quienes aconsejan burlarse de todos en lugar de sufrir por todo.

Nadie que ame el milagro de abrir los ojos cada mañana en cualquier rincón del mundo negaría que es preferible dormirse cada noche evocando el bocadillo de un trance cómico, antes que terminar con la boca sellada por el arrepentimiento.

Michel Foucault, en El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica, diagnosticó: “Uno debería ser el médico de sí mismo”. Ello me incita a proponer otra terapia: “Uno debería ser el comediante de sí mismo”.

Para reírnos hasta sentir lástima por esos compañeros que nos atienden, serviciales.

No en vano resucitan más por sus rasgos físicos antes por sus nombres y apellidos.