John Rawls: ¿Cómo sería una sociedad justa?

La mayoría de nosotros —y con “nosotros” me refiero a los ciudadanos de las democracias ricas del mundo— estaríamos de acuerdo en que las sociedades en las que vivimos distan mucho de ser justas. Aunque no todos estamos de acuerdo en qué es exactamente injusto en ellas, muchos apuntaríamos a una lista familiar de problemas: un sistema político dominado por los ricos; la profunda influencia que la clase, la raza y el género siguen teniendo en las oportunidades de las personas; la distribución enormemente desigual del dinero, el poder y el prestigio social; y una catástrofe climática y ecológica que se desarrolla rápidamente y que amenaza los ecosistemas de los que dependemos nosotros y las generaciones futuras.

Estos problemas son la raíz de un creciente descontento con la democracia liberal tal y como la conocemos. En todo el mundo, la confianza en los políticos y la satisfacción con la democracia se encuentran en mínimos históricos, y la política es cada vez más volátil. Este descontento ha dado lugar a un populismo autoritario que ahora representa la amenaza más grave para los valores democráticos liberales desde la Segunda Guerra Mundial. Desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Marine Le Pen en Francia, y desde Jair Bolsonaro en Brasil hasta Narendra Modi en la India, los populistas de derechas han asumido papeles cada vez más prominentes en la política nacional y parecen decididos a hacer retroceder las libertades básicas y socavar el proceso democrático. Tras la brutal invasión rusa de Ucrania en febrero de 2022, y con el ascenso de una China cada vez más autocrática y asertiva en la escena mundial, el futuro de la democracia liberal es muy incierto.

Es muy fácil denunciar el estado de la política y la sociedad actuales, y no faltan comentarios sobre cómo y por qué hemos llegado a este punto. Lo que es mucho más difícil de encontrar es una visión coherente de cómo sería una sociedad mejor y más justa. Nuestro debate público se divide entre una clase política establecida que parece satisfecha con el statu quo y los críticos más radicales, tanto de izquierdas como de derechas, que parecen querer derrocarlo por completo. 

Pero, aunque merece la pena defender la democracia liberal, no podemos mantener el statu quo, ni deberíamos querer hacerlo. Por el contrario, tenemos que recuperar el sentido del potencial transformador de los ideales liberales y democráticos, y utilizarlos para articular una visión de una sociedad mejor por la que la gente se levante y luche.

Sin embargo, este tipo de visión brilla por su ausencia. Desde la década de 1980 y el auge del “neoliberalismo” —una perspectiva caracterizada por una fe casi religiosa en los mercados y una atención primordial al crecimiento económico—, nuestro discurso político se ha vuelto cada vez más estrecho y tecnocrático. Este periodo destaca por su clara falta de idealismo e imaginación, ya que las cuestiones sobre nuestros valores e ideales como sociedad, y cómo podemos hacerlos realidad, han quedado relegadas a un segundo plano. 

En palabras del filósofo Roberto Unger, hemos estado viviendo bajo una “dictadura sin alternativas”.[1] Esto no es un problema sólo para los que pensamos que nuestras sociedades necesitan reformas profundas. Es este vacío moral e ideológico en el corazón de nuestra política lo que ha dejado espacio para el auge del populismo antidemocrático y antiliberal[2].

Por supuesto, el debate no se ha detenido del todo, pero hay una sensación de que las líneas generales de nuestras instituciones políticas y económicas han adquirido un aire de inevitabilidad, y cada vez es más difícil pensar o hablar de grandes ideas que realmente cambiarían nuestras sociedades a mejor. 

A falta de una alternativa clara, los momentos de crisis —momentos que, históricamente, han sido tan a menudo poderosos catalizadores del progreso— han llegado y se han ido en gran medida. Casi quince años después de que la crisis financiera de 2008 pusiera al descubierto los excesos del fundamentalismo de mercado, lo que más llama la atención es lo poco que ha cambiado; y aunque la pandemia del virus Covid ha puesto de manifiesto el mortal coste humano de la arraigada desigualdad social y de unos servicios públicos infradotados, parece demasiado probable que los discursos sobre “reconstruir mejor” se queden en nada. 

El resultado es una paradójica sensación de inmovilidad; paradójica, porque existe un verdadero apetito de cambio y, para bien o para mal, algún tipo de cambio parece casi inevitable.

No obstante, ha habido algunos signos prometedores de renovación intelectual. La creciente sensación de crisis en todas las democracias liberales del mundo ha creado espacio para una nueva forma de pensar, y estamos empezando a ver un cambio del diagnóstico a las soluciones, con un creciente interés en algunas ideas bastante radicales, desde las asambleas de ciudadanos a una renta básica universal. 

Lo que falta, sin embargo, es un marco ético o ideológico subyacente que pueda reunir propuestas políticas a menudo bastante dispares en un todo coherente. Pero esto será imposible de lograr a menos que volvamos a los primeros principios y reflexionemos sobre algunas cuestiones morales y filosóficas inevitables sobre lo que es justo y lo que es equitativo, y sobre lo que significa vivir juntos como ciudadanos libres e iguales en una sociedad democrática. 

A la luz de los urgentes problemas a los que nos enfrentamos —pobreza y desigualdad, guerra, crisis ecológica—, resulta tentador tachar esto de indulgencia intelectual. Pero no es nada de eso: es un punto de partida esencial para desarrollar una política verdaderamente transformadora. 

Al fin y al cabo, sin una idea clara de adónde queremos llegar, ¿cómo podemos saber que vamos por el buen camino? ¿Y cómo podemos reunir la energía para hacer el difícil trabajo político que se necesita para llegar allí? Está en juego algo más que las próximas elecciones: es la oportunidad de dar forma a una filosofía pública para la era posneoliberal.

Al asumir este reto, nos enfrentamos inmediatamente a una aparente falta de puntos de referencia intelectuales. La mayoría de la gente tendría dificultades para nombrar a un pensador reciente que pudiera rivalizar con Friedrich Hayek o Milton Friedman, los pioneros del neoliberalismo cuyas ideas apuntalaron la política de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en la década de 1980 y siguen dando forma a nuestro debate público.[3] Y, sin embargo, esto no podría estar más lejos de la realidad. El mensaje optimista es que las ideas que necesitamos se esconden a plena vista, en la obra del mayor filósofo político del siglo XX, John Rawls.

Aunque mucha gente no ha oído hablar de Rawls, sus ideas revolucionaron la filosofía política, y es quizá el único pensador de los últimos cien años cuyo lugar en el canon del pensamiento político occidental es universalmente aceptado, junto a figuras como Platón, Thomas Hobbes, Adam Smith y Karl Marx. 

Esta reputación se basa sobre todo en su libro Una teoría de la justicia, cuya publicación en 1971 marcó un hito en la historia de las ideas políticas. 

Rawls se propuso desarrollar una imagen de lo mejor que podría ser una sociedad democrática: una “utopía realista”, como él mismo dijo.[4] Al hacerlo, logró lo que muchos habían considerado imposible, o incluso una contradicción en los términos: mientras que la política y la filosofía habían estado divididas durante mucho tiempo entre una tradición liberal clásica que valoraba las libertades individuales por encima de todo, y una tradición socialista que a menudo estaba dispuesta a sacrificar estas libertades en nombre de la igualdad, Rawls articuló una filosofía que estaba comprometida tanto con la libertad como con la igualdad en el nivel más profundo.[5] Sus ideas definen un liberalismo humano e igualitario, una alternativa muy necesaria al duro neoliberalismo que domina nuestro discurso político. En su obra tenemos un recurso intelectual sin parangón y aún sin explotar para responder a las crisis a las que nos enfrentamos hoy en día.



¿Quién era Rawls y de dónde procedían sus ideas? 

John Rawls —“Jack” para los amigos— nació el 21 de febrero de 1921 en un hogar de clase media moderadamente acomodada de Baltimore, Maryland, siendo el segundo de cinco hermanos. Su madre, Anna Abele Rawls, era una mujer consumada y políticamente activa, y una de las primeras presidentas de la recién fundada Liga de Mujeres Votantes de Baltimore.[6] Su padre, William Lee Rawls, era un abogado de éxito, muy respetado. 

La primera infancia de Rawls estuvo marcada por la trágica muerte de dos de sus hermanos pequeños, Bobby y Tommy, uno de los cuales murió tras contraer difteria de él, una experiencia que le dejó una profunda apreciación del papel de la suerte en la configuración de nuestras vidas.[7]

A pesar de su cómoda educación, de adulto Rawls recordaba cómo su sentido de la injusticia se había despertado por la lucha de su madre por los derechos de la mujer, y por una creciente conciencia de la pobreza y el racismo a medida que hacía amistad con otros niños menos privilegiados, a veces, con la desaprobación de sus padres.[8]

Rawls destacó en la escuela, y en 1939 se matriculó en la Universidad de Princeton, donde probó suerte en asignaturas como Química, Música, Matemáticas e, incluso, Historia del arte, antes de decidirse por la Filosofía. 

En Princeton se interesó mucho por la Teología y la Ética, y planeaba estudiar Teología y hacerse sacerdote en la Iglesia Episcopal. Pero estos planes se vieron interrumpidos por la Segunda Guerra Mundial. Tras graduarse en 1943, Rawls se alistó como soldado raso en la infantería, donde se formó como radioseñalizador antes de ser destinado a Nueva Guinea, Filipinas y, por último, Japón. 

El joven Rawls experimentó de primera mano la violencia y la inhumanidad de la guerra: su división participó en intensos combates (fue condecorado con una Estrella de Bronce por su peligroso trabajo tras las líneas enemigas), y atravesó los restos de Hiroshima poco después de que fuera devastada por una bomba atómica estadounidense en agosto de 1945.

Las experiencias de Rawls como soldado y su creciente conciencia de las atrocidades del Holocausto le provocaron una profunda crisis de fe, que lo llevó a abandonar sus creencias y ambiciones cristianas. En 1946 regresó a Princeton como estudiante de Filosofía, motivado por una nueva serie de preguntas que darían forma a la obra de su vida. 

Ante el derramamiento de sangre y la crueldad de la guerra, Rawls se preguntó si la vida humana en la Tierra era realmente redimible. Si Dios no puede ser la base de nuestra fe en la posibilidad de una sociedad justa, ¿entonces qué puede serlo? ¿Qué nos exige exactamente la justicia? ¿Y es realista pensar que una sociedad justa es posible?

Rawls dedicó el resto de su vida a responder a estas preguntas. 

Pasó veinte años desarrollando sus ideas antes de publicar Teoría de la justicia en 1971, a la edad de cincuenta años.[9] La acogida fue sin precedentes para una obra filosófica de 600 páginas densamente argumentada.[10] Fue reseñada no sólo en publicaciones académicas, sino también en periódicos de gran tirada, como el New York Times, que la describió como una “contribución sin parangón a la teoría política” y la incluyó entre los cinco libros más significativos del año.[11] La importancia histórica del libro fue reconocida al instante, y fue ampliamente elogiado como una obra que no se había visto desde John Stuart Mill, o incluso desde Immanuel Kant.[12]

Esta valoración ha resistido la prueba del tiempo: casi cuarenta años después, el filósofo G. A. Cohen escribió que hay “como mucho dos libros en la historia de la filosofía política occidental [que] tienen derecho a ser considerados más importantes que Teoría de la justiciaLa República de Platón y el Leviatán de Hobbes”.[13] Rawls pasó el resto de su vida defendiendo, refinando y, en algunos casos, enmendando el cuerpo de ideas que expuso en Teoría de la justicia, incluso escribiendo un segundo libro importante, Liberalismo político, publicado en 1993, poco menos de una década antes de su muerte a la edad de ochenta y un años.

Los homenajes no sólo lamentaron la muerte de un gigante intelectual, sino también la de un esposo muy querido, padre de cuatro hijos y persona de singular carácter moral. Sus amigos, colegas y antiguos alumnos describen a Rawls como un hombre tranquilo y reservado que pasaba la mayor parte de su tiempo en el trabajo o con su familia y amigos íntimos; un profesor dedicado y concienzudo que alentó a las mujeres filósofas en un campo dominado por los hombres; y, a pesar de sus logros, una persona de notable humildad.

Reflexionando sobre la “legendaria” modestia y amabilidad de Rawls, el filósofo Michael Sandel recordaba haber recibido una llamada telefónica durante sus primeros días como joven profesor asistente en Harvard, a principios de los años 80. “Una voz vacilante al otro lado dijo: “Soy John Rawls, R-A-W-L-S”. Era como si Dios mismo me hubiera llamado para invitarme a comer y hubiera deletreado su nombre por si no sabía quién era”.[14]

Es casi imposible exagerar la influencia de Rawls en el mundo académico. Antes de Rawls, la filosofía política, al menos en la tradición angloamericana, se ocupaba más del análisis lingüístico de conceptos que de cuestiones sustantivas sobre cómo deberíamos organizar la sociedad, hasta el punto de que el respetado historiador del pensamiento político Peter Laslett había declarado en 1956 que “por el momento, en cualquier caso, la filosofía política está muerta”.[15]

Tras la publicación de Una teoría de la justicia, nadie podía hacer tal afirmación. La obra de Rawls proporcionó un modelo de pensamiento político constructivo y sistemático que inspiró a una nueva generación, dando lugar a “una efusión de literatura filosófica sobre la justicia social, política y económica sin parangón en la historia del pensamiento”.[16]

Rawls dio forma a esta literatura de una manera profunda, definiendo tanto las preguntas que se planteaban como la manera de responderlas. Por supuesto, como con cualquier gran pensador, sus ideas fueron ferozmente contestadas, pero como Robert Nozick, uno de los principales contemporáneos (y críticos) de Rawls, dijo en 1974: “Los filósofos políticos ahora deben trabajar dentro de la teoría de Rawls, o explicar por qué no”. En gran medida, lo mismo sigue siendo cierto hoy en día.[17]

Sin embargo, las ideas de Rawls han tenido escasa repercusión en la política real. Más allá de los que han estudiado Filosofía, hay poca conciencia de su trabajo: en palabras del antiguo alumno de Rawls, Samuel Freeman —un filósofo distinguido por derecho propio— la influencia de Rawls fuera del mundo académico ha sido “nula”.[18]

Aunque algunos pensadores de la “tercera vía” coquetearon con sus ideas en los años 80, esto quedó en nada, y hubo poca evidencia de su idealismo o radicalismo económico en la política de Bill Clinton o Tony Blair en los años 90 y 2000.[19] Desde entonces, Rawls ha sido pasado por alto en el debate político dominante.[20]

De hecho, es difícil pensar en cualquier otro pensador político en el que Rawls haya tenido un gran impacto. De hecho, es difícil pensar en otro pensador político en el que exista una brecha tan grande entre su influencia en el mundo académico y en la sociedad en general.

¿Cómo podemos explicar este desconcertante hecho? 

En primer lugar, está la personalidad de Rawls. A Rawls no le gustaba hablar en público, en parte, porque padecía un tartamudeo que se le desarrolló de niño tras la muerte de sus hermanos pequeños. En contraste con algunos de sus contemporáneos más conocidos, tenía poco interés en desempeñar el papel de “intelectual público”. Casi nunca concedía entrevistas, rechazaba habitualmente premios e invitaciones públicas y rara vez hacía comentarios en público sobre temas políticos de actualidad.[21]

La falta de interés de Rawls por la política real también refleja la naturaleza abstracta de su obra. Rawls era el filósofo de los filósofos. Le interesaba plantearse las cuestiones más profundas y fundamentales. ¿Qué es la justicia? ¿Cuál es la naturaleza de la legitimidad democrática? ¿Cómo equilibrar las exigencias de libertad e igualdad? 

Aunque su objetivo era desarrollar principios que pudieran ayudarnos a determinar cómo organizar la sociedad, dijo relativamente poco sobre cómo podría ser esto en la práctica, creyendo que era un trabajo que se dejaba mejor a los científicos sociales.[22]

Por último, está el contexto político más amplio en el que Rawls escribía. 

Una de las ironías del legado de Rawls es que, justo cuando sus ideas empezaban a dominar la filosofía política, la política se movía en la dirección opuesta con el ascenso de Reagan y Thatcher. El liberalismo fuertemente igualitario de Rawls parecía extrañamente fuera de lugar. Desde entonces, su potencial como base para una nueva dirección política se ha visto oscurecido por malentendidos que han llevado a algunos a descartar sus ideas como poco más que una defensa nostálgica de la América de posguerra.[23]

Visto de otro modo, sin embargo, la brecha entre la estatura sin rival de Rawls dentro de la filosofía y su falta de impacto público puede no ser tan extraña como parece. A menudo pasan una o dos generaciones antes de que los grandes pensadores se filtren en la conciencia popular: aunque Adam Smith escribía en la segunda mitad del siglo XVIII, no fue hasta el siglo XIX cuando sus escritos realmente dieron forma a una política liberal clásica emergente; y aunque Marx fue influyente como escritor en el siglo XIX, sus ideas tuvieron su mayor impacto en las revoluciones y sociedades comunistas del siglo XX.[24]

Ahora, por primera vez desde la publicación de Una Teoría de la justicia hace más de medio siglo, existe una necesidad urgente y un apetito por un pensamiento político sistemático a una escala que sólo un filósofo como Rawls puede proporcionar —y sus ideas son especialmente adecuadas para los retos a los que nos enfrentamos hoy en día.

A pesar de toda la riqueza y complejidad de los escritos de Rawls, en el centro de su teoría de la justicia hay una idea sorprendentemente simple y poderosa: que la sociedad debe ser justa. Si queremos saber cómo sería esto, argumentaba, debemos preguntarnos en qué clase de mundo elegiríamos vivir si no supiéramos quiénes seríamos en él: ricos o pobres, cristianos o musulmanes, homosexuales o heterosexuales. 

Rawls propuso que podríamos utilizar este experimento mental, que él denominó la “posición original”, para identificar un conjunto claro de principios que podrían guiarnos a la hora de diseñar nuestras principales instituciones sociales y políticas. 

Si eligiéramos nuestros principios de este modo, argumentó, como si estuviéramos detrás de un “velo de ignorancia”, serían justos, del mismo modo que alguien podría cortar una tarta de forma más justa si no supiera qué trozo le tocará al final.

Rawls argumentaba que elegiríamos dos principios fundamentales, relacionados con la libertad y la igualdad respectivamente, junto con otro principio de justicia y sostenibilidad “intergeneracional”. 

En primer lugar, elegiríamos proteger nuestras libertades personales y políticas más importantes, como la libertad de conciencia, de expresión y de asociación, así como la igualdad de derechos de voto y de oportunidades para influir en el proceso político en general. 

Al fin y al cabo, si no supiéramos quiénes acabaríamos siendo en la sociedad, no querríamos arriesgarnos a ser perseguidos por nuestras creencias religiosas o preferencias sexuales, o a que se nos negara el derecho al voto por nuestro género o el color de nuestra piel.

Este primer principio —el “principio de las libertades fundamentales”— es lo que hace que la teoría de Rawls sea distintivamente liberal, y proporciona la base para diseñar una constitución y un sistema político democráticos. 

Su segundo principio, que tiene dos partes entrelazadas, proporciona un marco para pensar en nuestras estructuras sociales y económicas, y es este principio el que da a su teoría su sabor distintivamente igualitario. 

Según Rawls, todos querríamos vivir en una sociedad en la que todos tuviéramos las mismas oportunidades de triunfar en la vida, independientemente de nuestra clase, raza o sexo. Esta noción, que Rawls denominó “igualdad de oportunidades”, no consiste sólo en evitar la discriminación, sino en dar a todos las mismas oportunidades de desarrollar y emplear sus talentos y capacidades. 

Al mismo tiempo, Rawls sostenía que sólo permitiríamos las desigualdades cuando, en última instancia, beneficiasen a todos —por ejemplo, fomentando la innovación y el crecimiento— y que organizaríamos nuestra economía para maximizar las oportunidades vitales de los menos favorecidos: algo que denominó el “principio de diferencia”. Si los que menos tienen pueden aceptar que la sociedad es justa, argumentó, seguramente los que más tienen también podrán hacerlo.

Junto a estos dos principios, reconoceríamos nuestras obligaciones para con las generaciones futuras adoptando el “principio del ahorro justo”, según el cual tenemos el deber primordial de mantener la riqueza material y los ecosistemas vitales de los que depende la sociedad. 

Todo lo que hagamos para aumentar la prosperidad y elevar el nivel de vida de los más desfavorecidos debe ser coherente con este compromiso básico de gestión social y medioambiental.

Imagino que este breve resumen habrá suscitado tantas preguntas como respuestas. 

¿Por qué la “posición original” es la forma correcta de concebir la equidad? 

¿Elegiríamos realmente estos principios frente a todas las demás alternativas? 

¿Qué libertades deben considerarse “libertades básicas”? 

¿Cómo puede beneficiar a todos la desigualdad?

Pero mi objetivo no es simplemente describir o explicar estos conceptos, sino utilizarlos y aplicarlos, analizando hasta qué punto nuestras sociedades actuales no están a la altura de su inspirador ideal y, lo que es más importante, desarrollando un programa audaz y práctico que lo convierta en realidad. Al hacerlo, veremos cómo la teoría de Rawls puede ayudarnos no sólo a defender, sino a reimaginar el liberalismo, como conjunto de valores y como forma de organizar la sociedad.



¿Por qué merece la pena defender el liberalismo?

En los últimos años, “liberal” se ha convertido en un término de abuso tanto en la izquierda como en la derecha. En el imaginario popular, el liberalismo es casi sinónimo de la clase política dominante; y, para mucha gente, criticarlo se ha convertido en una especie de cajón de sastre para expresar el descontento con el estado de la sociedad actual. 

Entre las diversas críticas, destacan dos líneas principales de ataque. La primera —que podríamos llamar la crítica “igualitarista”— asocia las ideas liberales con un compromiso primordial con el capitalismo de libre mercado. 

Desde este punto de vista, el problema del liberalismo es que conduce a estructuras económicas que son el origen de muchos de los problemas a los que nos enfrentamos: la pobreza, la desigualdad, la inseguridad, la crisis climática. Una segunda línea de ataque, más común en la derecha, aunque evidente en todo el espectro político, es la creencia de que el liberalismo se basa en una concepción individualista de la naturaleza humana que no reconoce la importancia de la familia, la comunidad y la religión en nuestras vidas. 

Desde este punto de vista —a menudo denominado crítica “comunitarista”—, las ideas liberales se consideran responsables, al menos en parte, de problemas que van desde el consumismo desenfrenado a la desintegración familiar, y de un sentimiento más amplio de alienación social y espiritual.

Estas críticas merecen ser tomadas en serio. Ponen de relieve problemas reales, y no se equivocan del todo al señalar con el dedo a algo llamado “liberalismo”. Pero el liberalismo no es un conjunto único de ideas o políticas, sino una tradición intelectual y política amplia y en evolución, algo que sus críticos no suelen reconocer. Tales críticas se entienden mejor no como críticas al liberalismo per se, sino al neoliberalismo.[25]

La filosofía de Rawls define un liberalismo mucho más atractivo que puede responder a estas preocupaciones. Como veremos, ofrece una de las críticas más profundas del capitalismo desarrolladas por cualquier pensador liberal, y un poderoso argumento a favor de una sociedad más humana, igualitaria y sostenible. Y lejos de celebrar el individualismo egoísta, son la cooperación y la reciprocidad las piedras angulares de la teoría de Rawls, una teoría que reconoce el papel vital que la familia, la comunidad y la religión desempeñan en la mayoría de nuestras vidas.

Contrariamente a lo que la mayoría de la gente piensa, es el liberalismo igualitario de Rawls y la generación de filósofos que han desarrollado y refinado sus ideas lo que representa la corriente principal de la filosofía política liberal actual[26] que mucha gente ha llegado a asociar con el liberalismo. 

El hecho de que esto no se reconozca más ampliamente refleja, al menos en parte, un fracaso por parte de los filósofos contemporáneos —incluido Rawls— a la hora de comunicar más ampliamente y de comprometerse directamente con las apremiantes cuestiones políticas del momento.

Este compromiso es esencial, porque reinventar el liberalismo como tradición intelectual no es un fin en sí mismo, sino el primer paso para desarrollar una política verdaderamente progresista que pueda conseguir una sociedad mejor. 

Al utilizar aquí el término “progresista”, no quiero sugerir que se dirija a un partido o grupo político específico: parte de lo que resulta tan atractivo de las ideas de Rawls es que trascienden, o al menos difuminan, algunas de las conocidas líneas divisorias de nuestras sociedades. 

Analizar su pensamiento es una oportunidad para que cada uno de nosotros —votemos a quien votemos y nos identifiquemos como liberales, conservadores, socialistas, verdes o ninguno de los anteriores— examinemos desde una nueva perspectiva nuestros puntos de vista sobre la política y la sociedad.

Dicho esto, las ideas de Rawls resultarán más familiares a quienes se sitúen en el ala más “progresista” o “izquierdista” del espectro político. 

En parte, esto se debe a que los principios de Rawls nos invitan a cambiar nuestras instituciones políticas y económicas más básicas —cómo organizamos el proceso democrático, el papel del gobierno y de los mercados en la sociedad— a veces de forma bastante fundamental. 

En este sentido, representan una alternativa a la fuerte deferencia hacia la tradición que es uno de los rasgos definitorios del pensamiento político “conservador”. También son “progresistas” en el sentido de que asumen un firme compromiso con una sociedad diversa, tolerante y sustancialmente más igualitaria.

Y, sin embargo, aunque enfáticamente igualitaria, la teoría de Rawls también representa una alternativa a la tradición socialista. Esto no significa menospreciar el socialismo, al menos no en su forma democrática.[27]

Hay una larga historia de diálogo fructífero entre los liberales igualitarios y los socialistas democráticos; de hecho, estas dos tradiciones tienen mucho en común; y en los últimos años los autodenominados “socialistas” —los inspirados por gente como Jeremy Corbyn en el Reino Unido, o Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos— han sido una importante fuente de dinamismo dentro de la familia progresista más amplia. 

Pero la política socialista todavía tiene una tendencia hacia el estatismo y una hostilidad un tanto dogmática hacia los mercados y la empresa privada; y aunque los socialistas de hoy a menudo tienen un fuerte sentido de contra qué están —desigualdad, pobreza, capitalismo—, es menos obvio para qué están exactamente, o cuál es el objetivo a largo plazo hacia el que puede conducir el socialismo.[28]

El resultado es una política que carece de un sentido más profundo de coherencia. No se trata simplemente de un problema intelectual, sino de un obstáculo real para el éxito electoral. Una de las principales críticas al manifiesto “socialista” del Partido Laborista bajo el liderazgo de Jeremy Corbyn en las elecciones generales del Reino Unido de 2019 fue que, aunque estaba lleno de políticas individualmente populares, como aumentar los impuestos a las rentas altas y nacionalizar los ferrocarriles, se leía más como una lista de deseos que como un programa cohesivo para una sociedad mejor.

Aunque las ideas de Rawls pueden aportar mayor coherencia y ambición a la política progresista, también nos muestran cómo podemos salvar algunas de las divisiones sociales y culturales de nuestras sociedades. Una crítica común a la política progresista actual es que se ha convertido en una forma de “política identitaria”, es decir, que pretende promover los intereses de grupos específicos —mujeres, negros, discapacitados, la comunidad LGBTQ+— en lugar de una idea integradora del bien común. 

Esta desaprobación es a menudo exagerada: campañas como “Black Lives Matter” no tratan de privilegiar los intereses de un grupo sobre los de otro, sino de garantizar a los negros y a otras minorías los derechos y oportunidades que el resto de nosotros damos por sentados. 

En todo caso, es el auge del nacionalismo blanco en la derecha lo que representa la política de identidad en su forma más verdadera y peligrosa. 

En cualquier caso, los principios de Rawls representan una alternativa unificadora a la política identitaria de cualquier tipo. Esto no significa abandonar la lucha por, digamos, la justicia racial o los derechos de los homosexuales; y no hay nada malo en que los grupos desfavorecidos se organicen para luchar por sus derechos; de hecho, esto ha sido a menudo una fuente vital de progreso. 

Más bien, significa tener más claro que estas luchas forman parte de un proyecto más amplio de realización de los valores universales. 

Al mismo tiempo, las ideas de Rawls nos muestran cómo podemos superar la falsa disyuntiva entre proteger los derechos de grupos específicos y desarrollar una agenda económica que los beneficie a todos. Cualquier política progresista significativa debe hacer ambas cosas.

Una de las tendencias más sorprendentes de las últimas décadas ha sido el modo en que la política se ha visto cada vez más condicionada por las diferencias en los valores personales y la cultura, como la división entre lo que el escritor David Goodhart ha denominado memorablemente “los de cualquier lugar” y “los de algún lugar”.[29]

Los partidos progresistas mayoritarios han llegado a estar dominados por personas con una visión más “culturalmente liberal” —a menudo más jóvenes, más educadas, menos religiosas y que viven en ciudades— y han tenido dificultades para conectar con ciudadanos de sensibilidad más “tradicional” o “conservadora” —a menudo de más edad, menos educados, más religiosos y que viven en ciudades pequeñas o en el campo.

Quizá más que ningún otro pensador liberal, Rawls trató explícitamente de apelar a personas con creencias morales y religiosas muy diferentes, y su filosofía puede ayudarnos a traspasar esas líneas divisorias.

Las ideas de Rawls también sientan las bases de una política progresista auténticamente transformadora. Cada uno de sus principios tiene implicaciones de gran alcance en el mundo real: su principio de las libertades básicas exige reformas radicales en el modo en que financiamos los partidos políticos y los medios de comunicación, y que los ciudadanos participen más directamente en el proceso democrático; mientras que su segundo principio, en combinación con su compromiso con la sostenibilidad a través del principio del ahorro justo, sienta las bases para una remodelación fundamental de nuestras instituciones económicas.

De hecho, es en este último ámbito donde realmente vemos las profundas implicaciones de sus ideas. Nuestra primera prioridad debe ser evitar el colapso ecológico y climático mientras aún estemos a tiempo, y llevar a cabo la transición a una sociedad verdaderamente sostenible, una transformación que cambiará casi todos los aspectos de nuestra forma de vida y que es una condición previa para la supervivencia no sólo de la democracia liberal, sino de la propia humanidad. 

Al mismo tiempo, debemos adoptar una agenda económica que no sólo haga frente a la discriminación y logre la igualdad de oportunidades, sino que también aborde la desigualdad en su origen, otorgue poder real a los trabajadores y garantice que todos tengan la oportunidad de un trabajo significativo y digno.

El objetivo, en última instancia, es utilizar la teoría de Rawls para construir una “utopía realista”: describir un conjunto de instituciones que sean lo mejor a lo que podemos aspirar, teniendo en cuenta lo que sabemos sobre la naturaleza humana y las limitaciones del mundo natural. 

Es importante afirmar que los principios de Rawls son simplemente una contribución a la deliberación democrática, un conjunto de argumentos para ser discutidos y debatidos. 

Esto puede parecer obvio, pero una reacción común a Rawls, y a la filosofía política en general, es que de alguna manera son un intento “elitista” de adelantarse al debate democrático. 

¿Por qué deberíamos aceptar la opinión de un filósofo como base para organizar la sociedad? 

¿No deberíamos dejar estos asuntos en manos del pueblo? 

Dada la actitud despectiva que las élites políticas suelen adoptar hacia las opiniones de los ciudadanos “de a pie”, estas preocupaciones son totalmente razonables. Pero, en una sociedad democrática, los argumentos de los filósofos políticos no son más que eso: y su público no es un Estado todopoderoso, sino los ciudadanos en general.

Estas ideas no son una alternativa al debate democrático, sino parte integrante de él; y que tengan alguna influencia depende únicamente de su capacidad para persuadir a un número suficiente de ciudadanos de que merece la pena perseguirlas: ni más ni menos.

¿Qué posibilidades hay de que estos nobles ideales tengan un impacto significativo en la política real? 

¿Cómo podemos superar la inevitable resistencia de las élites atrincheradas cuyo control del poder político y los recursos económicos se vería cuestionado por ellos? 

A menudo me encuentro volviendo a una cita en particular que, creo, capta lo que es tan único e inspirador de las ideas de Rawls. Procede de la reseña que el filósofo Thomas Nagel hizo de Una teoría de la justicia en 1973. “El punto de vista expresado en este libro no es característico de su época”, escribió Nagel, “porque no es ni pesimista, ni alienado, ni airado, ni sentimental, ni utópico. Por el contrario, transmite algo que hoy puede parecer increíble: una afirmación esperanzada de las posibilidades humanas.[30]

Hoy más que nunca necesitamos este tipo de perspectiva.



Sobre el autor: Daniel Chandler es economista y filósofo de la London School of Economics. Es licenciado en Economía, Filosofía e Historia por Cambridge y la LSE, y obtuvo una beca Henry en Harvard, donde estudió con Amartya Sen. Ha trabajado en el Gobierno británico como asesor político en la Unidad de Estrategia del primer ministro y el Gabinete del viceprimer ministro, y como investigador en grupos de reflexión como la Resolution Foundation y el Institute for Fiscal Studies.

* Fuente: Prólogo al libro ‘Free and Equal. What Would a Fair Society Look Like?’ (Allen Lane, 2023). Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.





Notas:
[1] Roberto Mangabeira Unger, What Should the Left Propose? (London: Verso, 2005), 1.
[2] Cas Mudde, ‘The Real Threat to Liberal Democracy Isn’t the Right. It’s the Ideological Vacuum at Its Own Heart’, Prospect, 6 December 2019.
[3] Con la posible excepción del economista Thomas Piketty, cuyo trabajo ha contribuido a galvanizar una nueva conversación sobre cómo podemos abordar las enormes desigualdades que desfiguran nuestras sociedades: véase Capital in the Twenty-First Century, trans. Arthur Goldhammer (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2014), y Capital and Ideology, trans. Arthur Goldhammer (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2020).
[4] Aunque Rawls no utilizó esta frase exacta, describió su teoría como “realistamente utópica” en numerosas ocasiones. Véase, por ejemplo, John Rawls, Justice as Fairness: A Restatement, ed. Erin Kelly (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2001), 4-5.
[5] Joshua Cohen, ‘The Importance of Philosophy: Reflections on John Rawls’, South African Journal of Philosophy 23:2 (2004), 114-15.
[6] El siguiente análisis de la biografía de Rawls se basa en Samuel Freeman, Rawls (Abingdon: Routledge, 2007), 1-12, y Thomas Pogge, John Rawls: His Life and Theory of Justice, trans. Michelle Kosch (Oxford: Oxford University Press, 2007), 3-27.
[7] Pogge escribe que Tommy también murió tras contraer neumonía del joven Rawls: véase Pogge, Rawls, 5-6. Pero según la esposa de Rawls, Margaret (en correspondencia personal con el profesor Samuel Freeman en diciembre de 2021 que fue transmitida al autor), aunque Rawls pudo haber pensado que él era responsable de la muerte de Tommy, y tal vez se lo dijo a Pogge, ella no pensaba que ese fuera el caso.
[8] Pogge, Rawls, 7.
[9] Para una visión detallada del desarrollo del pensamiento de Rawls, véase Andrius Gališanka, John Rawls: The Path to a Theory of Justice(Cambridge, MA: Harvard University Press, 2019), y Katrina Forrester, In the Shadow of Justice: Postwar Liberalism and the Remaking of Political Philosophy (Princeton: Princeton University Press, 2019), 1-39.
[10] Forrester, In the Shadow of Justice, 104.
[11] Marshall Cohen, ‘The Social Contract Explained and Defended’, New York Times, 16 July 1972; ‘Five Significant Books of 1972’, New York Times, 3 December 1972.
[12] Véase, por ejemplo, Cohen “The Social Contract Explained and Defended”: y Robert Nozick, Anarchy, State, and Utopia (Nueva York: Basic Books, 1974), 183. Para un análisis más amplio de cómo se recibieron las ideas de Rawls y el impacto que han tenido en el pensamiento político contemporáneo, véase Forrester, In the Shadow of Justice, 104, así como Sophie Smith, “Historicizing Rawls”, Modern Intellectual History 18:4 (2021), 906-39.
[13] G. A. Cohen, Rescuing Justice and Equality (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2009), 11.
[14] Remembering Rawls’, en Michael J. Sandel, Public Philosophy: Essays on Morality in Politics (Cambridge MA: Harvard University Press, 2006), 251. Para sentimientos y anécdotas similares, véase Samuel Freeman, “John Rawls: Friend and Teacher”, Chronicle of Higher Education, 13 de diciembre de 2002; y Joshua Cohen, “The importance of Philosophy”, 113.
[15] Peter Laslett, “Introduction”, en Peter Laslett (ed.), Philosophy, Politics and Society: First Series (Oxford: Basil Blackwell, 1956), vii. Aunque no cabe duda de que Rawls remodeló fundamentalmente la filosofía política, decir que estaba “muerta” puede ser una exageración, y sus ideas obviamente no surgieron en el vacío; véase Smith, “Historicizing Rawls”.
[16] Samuel Freeman, “A New Theory of Justice”, New York Review of Books, 14 de octubre de 2010. Véase también Kymlicka, quien escribió al comienzo de su muy respetada introducción a la filosofía política que “se acepta generalmente que el reciente renacimiento de la filosofía política normativa comenzó con la publicación de A Theory of Justice de John Rawls en 1971”: Will Kymlicka, Contemporary Political Philosophy: An Introduction, segunda edición (Oxford: Oxford University Press, 2002), 10.
[17] Nozick, Anarchy, State, and Utopia, 183. En un ensayo para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la publicación de A Theory of Justice, el comentarista Dylan Matthews escribió: “Un filósofo describió una vez la filosofía europea como esencialmente “una serie de notas a pie de página de Platón”; no sería exagerado describir la historia de la filosofía política del último medio siglo como una serie de notas a pie de página y respuestas a John Rawls”: Dylan Matthews, “The Most Influential Work of Political Philosophy in the Last 50 Years, Briefly Explained”, Vox, 9 de diciembre de 2021.
[18] Freeman, Rawls, 457.
[19] Para ejemplos de pensadores de la “tercera vía” en el Reino Unido que se comprometieron con las ideas de Rawls, véase Socialism and Freedom (Londres: Macmillan, 1985), del entonces diputado laborista y miembro del gabinete en la sombra Bryan Gould, y Choose Freedom: The Future for Democratic Socialism (Londres: Penguin, 1987).
[20] Esto no quiere decir que Rawls no haya influido en la política. Muchos políticos se habrán encontrado con sus ideas cuando eran estudiantes, y Barack Obama, por ejemplo, parece haber sido influenciado por ellas (véase, por ejemplo, “Obama’s Rawlsian Vision”, The Economist, 19 de febrero de 2013). Pero es muy raro oír a políticos referirse directamente a Rawls como fuente de inspiración.
[21] La aversión de Rawls a los premios públicos era tan evidente que, al parecer, su esposa, Margaret, rechazó el Premio Kyoto, dotado con 500.000 dólares, sin siquiera consultarle. Véase Freeman, “John Rawls: Friend and Teacher”. Según la filósofa Martha Nussbaum, de quien Rawls fue mentor, su aversión a desempeñar el papel de intelectual público se basaba en su creencia de que carecía de las habilidades necesarias como orador y escritor, más que por falta de interés en la política, y le dijo que quienes poseían estos talentos tenían el deber de utilizarlos para el bien público. Véase Martha Nussbaum, Philosophical Interventions: Reviews, 1986-2011 (Oxford: Oxford University Press, 2012), 1.
[22] Aunque Rawls es a menudo criticado hoy por ser demasiado abstracto, estaba estrechamente comprometido con el trabajo en economía y psicología moral, y tuvo cuidado de demostrar que sus ideas eran compatibles con las teorías predominantes en estas disciplinas, algo que le diferenciaba de muchos de sus compañeros. Véase, por ejemplo, Marshall Cohen, “The Social Contract”, que elogió a Rawls por “revivir la tradición inglesa de Hume y Adam Smith, de Bentham y de John Stuart Mill, que insiste en relacionar sus especulaciones políticas con la investigación fundamental en psicología moral y economía política”.
[23] Las ideas de Rawls han sido a menudo malinterpretadas, especialmente por la izquierda, en el mejor de los casos como una justificación de la expansión del Estado del bienestar y, en el peor, como una apología de la economía del goteo y el neoliberalismo. Pero como dijo Rawls en la década de 1990, “me resultaría muy difícil entender que alguien que haya vivido en [Estados Unidos] durante la última década pueda pensar que es una sociedad justa o casi justa tal y como yo defino la justicia”. Y la mayoría de los países ricos no han hecho más que alejarse del ideal de Rawls desde entonces. Véase Rawls citado en Martin O’Neill, “Social Justice and Economic Systems: On Rawls, Democratic Socialism, and Alternatives to Capitalism”, Philosophical Topics 48:2 (2020), 161. Rawls también ha sido criticado por decir relativamente poco sobre la raza, el género, la discapacidad y la justicia climática; pero, como veremos, con la posible excepción de la discapacidad, su teoría proporciona un marco poderoso para abordar también estas cuestiones.
[24] Freeman, Rawls, 458.
[25] En menor medida, estas críticas también se aplican a una tradición “liberal clásica” más larga que se remonta a pensadores como John Locke y Adam Smith. Los neoliberales se han posicionado con frecuencia como herederos de esta tradición, pero al hacerlo, a menudo la han distorsionado gravemente. Smith, por ejemplo, distaba mucho de ser el ideólogo anti-Estado que a veces se presenta hoy en día, y su pensamiento se basaba en una comprensión matizada y sofisticada de la naturaleza humana. Jesse Norman, Adam Smith: What He Thought, and Why It Matters(Londres: Penguin, 2018).
[26] Del mismo modo que Friedman y Hayek pueden señalar un largo y respetado linaje de pensadores liberales clásicos que se remonta a Locke y Smith, los “igualitaristas liberales” actuales (como se les suele llamar en los círculos académicos) pueden señalar un linaje intelectual que tiene su origen en John Stuart Mill —el gran liberal progresista del siglo XIX— y abarca a los “nuevos liberales” británicos (también conocidos como “liberales sociales”) de finales del siglo XIX y principios del XX, como Thomas Green, Leonard Hobhouse y John Hobson, y el gran filósofo estadounidense de principios del siglo XX John Dewey (por mencionar sólo a los de la tradición anglófona). Véase Samuel Freeman, “Capitalism in the Classical and High Liberal Traditions”, Social Philosophy and Policy 28:2 (2011), 19-55.
[27] Como veremos, los principios de Rawls a menudo apuntan hacia políticas similares a las defendidas por los socialistas democráticos de hoy, como impuestos más altos a los ricos y más democracia en el trabajo. Sin embargo, aunque Rawls llegó a veces a conclusiones similares, lo hizo basándose en valores y conceptos distintivamente liberales, y no socialistas. Véase Pablo Gilabert y Martin O’Neill, “Socialismo”, en Edward N. Zalta (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (edición de otoño de 2019), secc. 3.2.5, https://plato.stanford.e du/cgi-bin/encyclopedia/archinfo.cgi?entry=socialism. Rawls daba regularmente conferencias sobre Marx, y se esforzaba por mostrar cómo su propia teoría podía responder a la crítica de Marx al capitalismo. Véase “Lectures on Marx”, en John Rawls, Lectures on the History of Political Philosophy, ed., Samuel Freeman, Cambridge, MA. Samuel Freeman (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2008), y “Addressing Marx’s Critique of Liberalism”, en Rawls, Justice as Fairness, 176-9.
[28] Ciertamente, no hay nada en la tradición socialista reciente que pueda rivalizar con la teoría de Rawls en términos de alcance y ambición. Durante gran parte del siglo XX, los socialistas tuvieron una visión razonablemente clara de cómo sería una sociedad socialista: inspirándose en Marx, la mayoría eran partidarios de sustituir los mercados por la planificación central y la propiedad privada por la pública. Pero hoy en día pocos de ellos defienden un programa semejante. La atención suele centrarse en reformas que reducirían la desigualdad dejando intacta la estructura básica de una economía de mercado capitalista, como impuestos más progresivos o la propiedad pública de servicios públicos clave. Aunque es habitual describir estas políticas como los primeros pasos hacia una transformación más fundamental, el objetivo final dista mucho de estar claro. Para un interesante debate sobre las ideas y políticas socialistas, así como para reflexionar sobre cómo reformular el socialismo para el siglo XXI, véase Axel Honneth, The Idea of Socialism: Towards a Policy of Renewal, trans. Joseph Ganahl (Cambridge: Polity Press, 2017), y John E. Roemer, “What Is Socialism Today? Conceptions of a Cooperative Economy”, International Economic Review 62:2 (2021), 571-98.
[29] David Goodhart, The Road to Somewhere: The New Tribes Shaping British Politics (Londres: Penguin, 2017). Para un análisis de cómo los partidos progresistas han pasado a estar dominados cada vez más por votantes con mayor nivel educativo, véase Amory Gethin y otros, “Brahmin Left Versus Merchant Right: Changing Political Cleavages in 21 Western Democracies, 1948-2020”, Quarterly Journal of Economics 137:1 (2021), 1-48.
[30] Thomas Nagel, “Rawls on Justice”, Philosophical Review 82:2 (1973), 234. Nagel continuó diciendo: “Sin embargo, la esperanza tiene una base, ya que Rawls posee un profundo sentido de las múltiples conexiones entre las instituciones sociales y la psicología individual. Describe sin ilusión un orden social pluralista que suscitará el apoyo de los hombres libres y evocará lo mejor que hay en ellos. Haber conseguido que esta visión sea precisa, viva y convincente es un logro memorable”.





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Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza

Por Reinaldo Arenas

El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.



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