La decisión del ahora-o-nunca

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Sí, ¡yo también lo hice! Me encantó quitarme la ropa y posar desnuda.

Exhibiendo mi cuerpecito blanco y apetitoso. Con mi materia prima de 25 años y nada de remilgos. La mojigatería no era mi asignatura predilecta. Evidentemente, me sustentaba la peligrosidad, un soplo de socarronería, y la decisión del ahora-o-nunca.

Un amigo pintor me enseñó una revista con los desnudos de Marilyn Monroe, y me enamoré de su luz, de sus opacidades, de lo que no mostraba. Aunque todas gritaban erotismo a granel. Y no podían desprenderse de un mundo encubierto, de lo que hay detrás de las fotografías. Historias en que quizás ni siquiera hubo un pelín de sexo, o una erección inconveniente.

Eran solo imagen tras imagen. Cuerpo-mensaje. Mensaje-cuerpo. Pero sin descartar el espíritu que lo gobierna todo. Que ordena y distribuye las acciones.

Cuerpo-mensaje.
Mensaje-cuerpo.

Vino entonces la propuesta. Estábamos en La Habana Vieja, en una casa colonial, en un inmueble vacío. Era una mañana quieta, sin ruidos callejeros. Nada más contábamos con una cámara Zénit, dos rollos fotográficos, y tres sábanas. Había que remedar un estudio profesional. De esos bien equipados, con pantallas, luces, y toda la parafernalia que implica este arte.

Nosotros hicimos un esfuerzo. Las fotos quedaron impresas. La juventud y el misterio fueron la realidad innegable. Yo era la mujer, la modelo. Él, el fotógrafo, el artífice.

Pero no todo cuerpo desnudo, debe ser, necesariamente, de carácter erótico. En los performances de Marina Abramović, el cuerpo es un centro de expresión.


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En uno de sus famosos actos, la artista pudo probar que el lenguaje de la violencia dominó a la belleza contemplativa. Ella yacía desnuda, y en una mesa cercana había diversos objetos, cuchillos, armas blancas, cintos, botellas, cadenas, hojas de afeitar, e incluso una pistola. Con los cuales el público podía torturar su cuerpo. Se permitía el sufrimiento físico y mental.

Todo proceso es un cambio. El estatismo no es una divisa, aunque sí puede existir estatismo en una foto. Pero hay movimiento interno. El engranaje echa a rodar cuando nos incluimos.

Fuera del arte, dentro del arte. Definitivamente, el mundo está echado a perder.

Fuera del arte,
dentro del arte.

Me doy cuenta cuando miro esas fotos de jóvenes mostrando sus atributos, como si vendieran hamburguesas con papas fritas. Dan ganas de vomitar.

Son cuerpos formulados desde la asepsia, la frialdad. Que carecen de olor y sabor. Ellos eliminan el vello púbico, como si apestara y diera asco. Y luego, se transforman en muñecos asexuales, plásticos.

El cánon es el relleno. Bocas, senos y culos, exhiben redondeces inusuales. Quizá sean personajes replicantes, que habitan en una película de ciencia ficción. Pero sin un buen director detrás de las cámaras.

¿Qué diría nuestra heroína Bettie Page? Probablemente se reiría a carcajadas y escupiría sus rostros. Ella, la modelo de formas perfectas, que ponía a los fotógrafos de rodillas, y los volvía sus amantes, ocasionalmente, o por unas horas.

Adorada por su gracia natural y su figura bien dotada, podría mostrarles sus cuadernos de fotos, ataviada con aquellos bikinis diminutos, correteando por la arena, o metida en la orilla de la playa.

Lachica pin-up les abofetearía, les sonaría la cara, con su atuendo de dominatriz bondage, lencería sofisticada, tacones de 18 centímetros y su látigo.

Nuestra querida señorita PlayBoy de 1955, les partiría la cara, con esa fotografía navideña, arrodillada sobre una piel blanca, donde solo lleva puesto un gorrito de navidad, y una bola dorada tapándole el pipi.

Yo no sabía nada de fotos artísticas, solo había visto las de Norma Jean. Y no eran muchas tampoco. Me entró la picazón, quería hacer esas fotografías. Para congelar el tiempo. Y meterlo en cubitos en el refrigerador. Entonces podría sacar las memorias de vez en cuando. Antes que la piel comenzara a agrietarse, y se volviera árida, estéril. No me importaba nada más.

Por eso la propuesta significó un desafío. En aquella sesión, fui tal vez Marie de Régnier, la que visitaba a diario el estudio de su amante. La que se desvestía, según la conveniencia de lo que indicara Pierre Louÿs.


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Quitarse un atuendo de 1895, suponía un ritual cargado de sensualidad. Ir desasiéndose de cada prenda lentamente: botas, chaqueta, blusa, falda, cubrecorsé, enaguas, corsé, medias, calzones…, y el corazón palpitando. La máquina de suaves tambores destilando emoción.

Tirada sobre los muebles, comencé haciendo posiciones extrañas. Los cabellos largos, oscuros y rizados, echados hacia delante, cubriéndome el rostro y parte de los pechos. En la butaca, con las piernas abiertas, levantadas, y el centro expuesto, vulnerable a cualquier ataque.

También, de espaldas, sentada en un banco, con el torso descubierto y en finas enaguas. Atrás, entre encajes, se veía la línea de mis nalgas. Ranura suave, hecha para los dedos, los dientes y la lengua.

Vello oscuro,
vello castaño.

Vello oscuro, vello castaño, enredado y libre. Mujer estática, voluptuosa. Agradecida a la luz, a los claroscuros, a las paredes tapizadas con sábanas viejas, a los muebles desvencijados, en una casa vacía, colonial, en la parte antigua de la ciudad. Donde la pobreza es una enfermedad incurable.

¿Era Marie, o era yo? Ya no sabía quién era. Ambas fuimos escribidoras de cartas de amor, de poemas, y alegatos de pasión. Ambas engañamos a nuestros hombres con otros hombres. Las dos fuimos víctimas del encierro, de la censura y la oscuridad. Pero nos complementamos.

Diana nos disparó su flecha y caímos juntas. Como diosas paganas y gobernadoras de la naturaleza, nada podía detenernos. Cada esencia nos pertenecía.

Así transcurrió un episodio sin continuidad. El entramado perfecto de retratos que escondo en mi cajita de recuerdos. Imágenes guardadas a cal y canto, alejadas de miradas curiosas.

En mi testamento rezará: “abrir la cajita de madera después que…”, y pueden sacar las fotos de una muchacha llamada Marie, más conocida como la poetisa en cueros.



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© Imagen de portada: Playboy, 2(2), enero de 1955.




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Tocamientos ciberespaciales y otras locuras

Irina Pino

Similar a las llamadas calientes que nos hacían en la adolescencia chicos anónimos para decirnos cochinadas. Pero no había fotos de por medio, solo la fantasía trepidante.