Salté a la vida nocturna de La Habana recién comenzada la década de los ochenta: ¿cuántos matices, olores, sonidos o rostros preservo de aquel momento?
El éxodo del Mariel estaba calientico, todo era nostálgico, todo estaba eclipsado por la fuga inesperada de tanta gente. Era un entorno comprometido a una comparación constante con aquellos que ya no estaban: el mejor que bailaba rock, el más fanático a Deep Purple, la más loca, la más rubia, y así sucesivamente.
Los que comenzábamos a vivir la noche, tuvimos que reinventarnos una ciudad. Allí comprendí que la nostalgia es un agujero en la naturaleza de cada cual, por donde entran objetos no identificados, seres microscópicos y macroscópicos que al penetrar en ti no tienen el escrúpulo de dejar afuera sus propias nostalgias: las introducen como subproducto, y el fenómeno de la contaminación puede llegar a ser cíclico e infinito.
De esa manera, hay que aceptar que la reconstrucción de nuestras vidas durante esa década estuvo marcada e influida por aquellos que ya se habían anclado en el exilio.
Sobre unas cuantas herencias, muchos decidieron imitar a aquellos que ya no estaban, algo así como una discreta carrera de relevo. La Habana se sostenía sobre esa energía de espíritu contradictorio; así llegaba a ser habitable y hasta por momentos complaciente, también gracias a que la luna de miel con los soviéticos y sus secuaces transitaba, en aquellos años, por momentos de esplendor.
Aunque yo dejaba atrás la adolescencia y comenzaba a ver las cosas de otra forma, no puedo negar que todavía miraba con cariño la mano robusta del camarada Brézhnev, moviéndose de manera mecánica en un ángulo de ciento ochenta grados, pero siempre dispuesta a “tirarnos un salve”.
Aquella, la última década en que La Habana conservó con orgullo algunos de sus más pintorescos personajes: escudos e himnos de carne y hueso que tristemente han venido desapareciendo por el rigor de los formalismos y la ideología, y que entonces se esparcían por cualquier zona de la ciudad, ofreciéndole esa parte que la hace más creíble.
Esta evocación de aquella Habana, de la que ya me separan más de tres décadas, la hago circular (sumergirse, estallar, contraerse) en torno a uno de estos personajes: un roquero, trepando la palabra, superándola, dejándola por allá abajo, como un simple fertilizante, tan feo…
¡Coño, qué feo! Pero qué mortal, qué swing: todas las jevas que quería, troncos de jevas y casi sin esfuerzo: se le pegaban y ya.
No podría ser otro que Frankenstein, Mayito Frankenstein.
Oídos sordos
Notas sobre el estudio Voces de cambio en el sector no estatal cubano: cuentapropistas, usufructuarios, socios de cooperativas y compraventa de viviendas, de Carmelo Mesa-Lago, Roberto Veiga González, LenierGonzález Mederos, Sofía Vera Rojas y Aníbal Pérez-Liñán.
Quien lo rebautizó se quedó vacío, obnubilado por la cuadratura del rostro y el cinismo protuberante de sus pómulos, y regalándole, como apellido, sin pensarlo dos veces, el nombre que recibió en la cultura popular el monstruo sin nombre de Mary Shelley.
(Lo cierto es que el Frankenstein nuestro, el cubano, era contundente como símbolo y como socio al margen de esa confusión tejida durante dos siglos: el monstruo original no se llamaba Frankenstein; ese es el apellido de Víctor, el creador).
Con el tiempo, muchos de sus amigos entendimos que el Mayo era nuestra mayor fuente de contacto con una parte de los años setenta. Es cierto que había que motivarlo para que contara sus anécdotas, pero cuando se inspiraba le ponía un toque de emoción muy particular a sus narraciones. Recuerdo, por ejemplo, cuando nos hablaba del mítico Jorge Conde, el cantante de la banda de rock más venerada de la época, Los Almas Vertiginosas, por quien sentía una profunda admiración.
La Rampa, y sobre todo la manzana de Coppelia, eran su escenario. Frankenstein no era de los que merodeaban, prefería anclarse en un lugar; sabía que los demás llegarían hasta donde se encontraba para saludarlo, rendirle honores y disfrutar por un rato, con orgullo, su compañía. Los pocos que de una u otra manera lo recuerdan siempre lo retoman allí: en la Rampa, o bien en los alrededores de la Esquina de Tejas, muy cerca de donde vivía.
Pero aquí me daré el gustazo de recordarlo también junto al mar. Un mar en el que nunca lo vi entrar, que disfrutaba desde afuera con una de aquellas legendarias pergas de cerveza fría en la mano, acompañado de Lizet y de La Rusa, sin camisa, sentado en la arena, exhibiendo su abdomen absolutamente plano, y cuando yo me acercaba a saludarlo él levantaba la perga y decía: “Bróder, este lagarto está violento”.
Casi siempre en Santa María del Mar, frente al hotel Mar Azul; allí había una instalación pintoresca que evocaba a nuestros aborígenes, se llamaba Los Caneyes y alrededor de la misma se agrupaban los frikis más renombradosde la época, así como una gran parte de la población flotante que abarrotaba Coppelia por las noches.
En aquel entonces, la noche del Vedado era un tejido complejo de roqueros, gays, fisiculturistas, putas, motoristas y otras etnias, con extrañas conexiones entre sí, que le otorgaban una placentera unidad. En este sentido, Frankenstein constituía un enlace importante para todos, una fuente de inspiración: representaba el punto más elevado de lo distinto en una sociedad que siempre ha pretendido homogenizarlo todo, volviéndolo mediocre.
Los fines de semana la diversión se organizaba de manera espontánea: llegaban varios personajes al portal del cine Yara mostrando en un papel las numerosas direcciones de la ciudad donde se celebrarían fiestas (o “motivitos”, como se les llamaba entonces) en donde casi siempre la música rock era la gran protagonista.
La cosa podía ser lo mismo en el Diezmero, en el Cotorro, en Playa, en el propio Vedado y, a veces, incluso, en el pueblo de Bauta, que en aquel momento muchos identificábamos como “el pequeño Miami”.
En todos los casos, resultaba imposible mover a Frankenstein hacia esas aventuras. Pero eso sí, existía una especie de rito o tradición: con independencia del rumbo tomado por cada cual, nos volvíamos a reagrupar todos, ya entrada la madrugada, en los alrededores de Coppelia. Y allí estaba nuestro hombre raro del Cerro, esperándonos, ávido porque le narráramos los sucesos acontecidos durante la noche.
La maldición de Los Zafiros
El matrimonio igualitario es una necesidad para los cubanos.
Su presencia allí, hasta esa hora, estaba condicionada por la hornada de butifarras que salían calienticas sobre las dos de la mañana, frente a la heladería; Frankenstein era punto fijo, uno de los primeros. Ya para ese momento estaba lista su conversación (que a mí me encantaba) compuesta por frases cortas y eslóganes populares.
A veces costaba sacarle las palabras. Solía ser reservado y apartaba su intimidad. Pero recuerdo que un día coincidimos en una aventura sobre los arrecifes de la playita de 16, y la descomunal que descargaba con él de pronto comenzó a aullar de manera delirante, un sonido que al principio atribuí a la cercanía de algún indescifrable animal marino.
Además de conquistador pasivo, Frankenstein tenía fama de ser un extraordinario confidente. Algunas muchachas se le acercaban para pedirle consejos sentimentales, cuestión que él a veces manejaba de manera diabólica con el fin de favorecer a algunos socios.
¿Por qué no he hablado hasta ahora de la “niña de los ojos azules”? ¿Por qué no he hablado de los aguafiestas de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR), rompegrupos, ignorantes, envidiosos y finalmente corruptos?
Los policías no soportaban el pelo largo de Frankenstein, lo interpretaban como una ofensa (y se enfurecían aún más a causa de las nalgonas de la novia de turno del monstruo). Los policías, semianalfabetos uniformados, también fueron protagonistas de aquella época: ahí estaban con sus emblemáticas jaulas para cargar gente y, como ya había presagiado Carlos Puebla, acabar de manera tajante con la diversión.
Como algunos saben, nuestro Frankenstein nos abandonó antes de tiempo. El final de su existencia está marcado por la ironía: tomó la decisión de dejar de ser tan diferente y se sometió a una cirugía estética; la intervención quirúrgica se extendió varias horas y su corazón no soportó.
Murió cuando aún no concluía la primera mitad de los ochenta, y La Habana se cubrió de duelo. Hubo movimiento espontáneo y bastante masivo de personas hacia la funeraria. Los familiares tomaron la decisión de sellar el ataúd, impidiendo que los amigos tuvieran acceso a su nueva imagen.
Yo decidí no asistir a su velorio; pero sí a la misa que se celebró en la iglesia de la calle Infanta el domingo siguiente.
Muchos años después, sentado muy cerca del Cristo, contemplando La Habana, me vino con fuerza a la memoria la imagen de Frankenstein. Entonces escribí:
Siento el vaho que arrastraste de la ciudad, el polvo invicto de las calles trilladas, los conos de tus ojos tragándose los edificios agrietados del Cerro. Ahora tus huesos se deshacen definitivamente, el Cerro se vuelve una barriada subterránea, los nutrientes fluyen entre toda esa diversidad tan pintoresca, personas creativas que te conocieron han llegado a verte agitando las manos entre las multitudes enardecidas del estadio, ve hasta lo más hondo, ya estás entre las marcas que arrastramos en un largo naufragio.
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