La Habana necesita un hombre libre

Digamos que hay una ciudad que necesita a un hombre, que la ciudad se llama La Habana, que es un día de invierno, que son las 5:00 p.m. 

Ubiquemos esta utopía en el Vedado, para mayor exactitud en 23 y L. El cruce de estas calles supone un flujo constante de personas con distintos fines: unos apresurados por llegar a casa; otros recién salidos de ellas, dispuestos a adentrarse en la noche mítica que aún sueñan. 

Nuestro personaje se encuentra en cualquiera de las cuatro esquinas, lo tenemos delante de nosotros, de espaldas; solo podemos detallarlo a contraluz, definir sus contornos, su altura y peso corporal, el color de su pelo, algunos detalles de su vestimenta.

Señalemos que es una figura de exquisita intrascendencia.

Se encuentra mirando hacia la esquina opuesta; espera el momento en que los semáforos coincidan en su simulación de color verde, exigiendo a los peatones proseguir su camino. Las señales lumínicas establecen su coincidencia como las máquinas tragamonedas que alguna vez existieron en la ciudad. El hombre empieza su trayecto arrastrando los pies a través de la avenida; la atraviesa en diagonal, dispone de un corto plazo de tiempo. 

La vida moderna exige un ensayo de rapidez: delimitar el espacio en cortas secuencias de tiempo, sin dejar esperanza a la contemplación.

La juvenil ancianidad de nuestro individuo delimita cada paso; los veinte segundos, que se establecen como concordancia entre las luces sobre su cabeza, están a punto de vencerse. Da dos pasos más, queda justo entre las dos avenidas cuando los cronómetros adquieren otra tonalidad; no se asusta, tan solo se detiene, sin mirar a los lados. Se acomoda en el centro de la intersección imitando a Buda. Cierra los ojos.


Esta ciudad bulímica dice ansiar cambios, pero nunca los espera. Se asusta ante cualquier hecho violento que le remueva su zona de confort, ante cualquier acción que no venga suministrada a cuentagotas. Está preparada para actos rutinarios que los extranjeros califican de pintorescos, pero que definen el actuar diario de sus gentes: la voz alzada y la crítica banal y estéril. La libertad a medias es el panegírico que espera esta ciudad; nada más, ni siquiera la esperanza. 

Indiquemos que nuestro hombre es libre, que piensa ser libre, que solo eso tiene.

El hecho de que una persona, llagada de anonimato, se plante en medio de la calle, ya supone una brusca sacudida a la vida urbana

Los primeros en reaccionar son aquellos que poseen algún vehículo motorizado, aquellos que esperaban impacientes la variación de las señalizaciones para continuar su marcha. Invierten los primeros diez segundos en toques de claxon, incitando a la estatua humana a desplazarse, a dejar la vía libre. El ruido constante de los automóviles paralizados empieza a despertar a curiosos, transeúntes añejados en el tedio diario buscan la causa de los molestos sonidos. Algunos de los caminantes se detienen, otros continúan murmurando sobre la locura en que está sumida la sociedad; imbecilizados, nombran imbécil al que se encuentra inmóvil.

El momento preciso puede detener el tiempo, y este hombre del que hablamos, sin saberlo, se ha plantado como un coágulo de sangre en una arteria principal de la ciudad, le detiene el pulso por unos instantes, la hace sudar con fuerza. 

Unos escasos minutos pueden influir de manera directa en la vida de una persona, remover el suelo sobre el que plantan sus pies. Quizás estos escasos minutos no influirán sobre una ciudad dormida, pero sí sobre sus ciudadanos.

Comienzan a agolparse ojos curiosos en las esquinas, se escuchan voces elaborar hipótesis. Nadie conoce con certeza las razones del individuo que venimos siguiendo hasta el centro de la calle. Nosotros, que somos meros espectadores de un experimento mental, solo podemos establecer teorías sobre su comportamiento.

Supongamos que la razón que mueve a nuestro hombre es nula, que nuestro gólem decidió plantarse en medio de la calle solo porque se agotó el temporizador del semáforo. Esta premisa no será válida para los curiosos que pueblan la acera. Quizás unos pocos, que serán calificados en la multitud como los menos “profundos”, plantearán la misma hipótesis. El Habanerus vulgaris achacará el comportamiento a la locura; incluso llegará a comportarse de manera violenta con nuestro individuo: atravesarán la calle, lo empujarán con el objetivo de sacarlo del camino. Nuestro obelisco permanecerá inmóvil.

Los más intelectuales buscarán las cámaras profesionales que filman el ejercicio artístico; a falta de estas, las imaginarán escondidas entre los móviles que tantean las manos de los espectadores. Calificarán el momento como un performance que busca poblar la calle; le darán numerosas interpretaciones, al desconocer los verdaderos propósitos del “artista”; exigirán comprensión y respeto, enarbolando la bandera del arte (la bandera virtual que dicen defender) ante cualquier agresión.

Aquellos a los que la prensa y la ideología califican como gusanos y disidentes, verán en el Mesías la evocación de la libertad de expresión, la cúspide de sus sueños. Tratarán de tomarlo bajo su ala, brindarle su apoyo; verán en él a su semejante, al luchador incansable, al hombre que se opone al sistema de gobierno en el que vive.

Verán la luz. 

Detrás de ellos, un selecto grupo de especímenes en peligro de extinción verán al Anticristo, al que dice lo que ellos pretenden callar, deshacer, eliminar. Calificarán el momento como un acto subversivo y contrarrevolucionario.

Los niños serán sensibles, mirarán conmovidos este espectáculo circense. Aquellos que aún ostentan pureza lo seguirán con la vista, no buscarán razones, serán llevados de la mano por sus acompañantes, arrastrados incluso. Los adultos transmitirán su exégesis a aquellos curiosos que pregunten el porqué. Quizás alguno de estos infantes, con el paso del tiempo pueda, quiera, revertir la solución que le inocularon sus mayores.

Una vena abierta en una ciudad deforme, avinagrada, vencida por el tiempo y el cansancio. Esta gota establece la precipitación del agua en el vaso, supone la inmovilización total. La vida moderna predispone la estulticia o la alienación como medidas más seguras para la felicidad; expone el agujero de escape en medio del túnel, la puerta al paraíso. 

Tú, que estás leyendo, decidirás las razones, acertadas o no; asentirás con la cabeza pensando que muchos de los que te rodean actúan de tal forma; salvarás a dos o tres afines contigo de semejante generalización.

(Dirás no estar de acuerdo, que el comentario anterior no retrata la sociedad en la que te encuentras, o la que conoces, si has estado en La Habana; que quien escribe estas líneas desarrolla una distopía que invita al pesimismo, a la tristeza. Mirarás la ciudad que “conoces bien” con ojos esperanzados, verás en cada uno de sus habitantes un corazón magnánimo, sin darte cuenta de que cada vez son menos los que poseen esa cualidad. Disfrutarás de la esperanza latente en los ojos de tus amigos, de tu familia, de las personas con las que te cruzas en las aceras, de los que ves tomando un café o discutiendo de política. Como el gato en la paradoja de Schrödinger, estarás y no estarás equivocado).

Se esculpirá la desidia en tu rostro, el inicio de la apatía.

Llegará la policía, sí señor. Por las buenas, le espetarán al individuo que se levante, que está conducido. Por las malas, lo violentarán hasta convertir su ropa en jirones. Ningún camino lo llevará a Roma… Tampoco a la estación.

Cada segundo hace más intenso el ruido en las calles, más inverosímiles las respuestas a la motivación. El embotellamiento de las vías se hace más evidente, incluso podrá estrangular secciones aledañas, donde se hace complicado disponer de una interpretación a los sucesos. 

Esta corta detención del tiempo se acerca a su fin, y la ciudad se dispone, una vez más, a absorber la bocanada de aire que establece la resurrección del ahogado, a seguir su lento camino hacia la muerte.

Las fuerzas del orden obligarán a los mirones a seguir su curso, indicarán a los vehículos que sorteen al individuo. Será la única salida: seguir su camino como si no hubiera pasado nada extraordinario, contar a sus amigos, a su mujer y sus madres, al llegar a casa, cómo un idiota se sentó en medio de la calle e impidió el tránsito. 

Narrar una anécdota más. 

Rugen los motores con fuerza y avanzan por el costado del hombre-roca, con ganas de chocarlo, de reventar su confianza con el impacto.

La vida continúa, los curiosos se aburren o son obligados a seguir su camino. Los vence la indolencia; están acostumbrados a la acción del entusiasmo momentáneo. Se olvidan de aquel que yace inerte en medio del asfalto, la montaña humana. Ceden al tiempo, a la costumbre de vivir, con sus problemas y sus necesidades más superfluas.

Nuestro hombre, versión austera de Prometeo, sigue inmóvil, sin emitir palabras o suspiros. Este experimento poético no ha servido de nada: hemos sido vencidos por todas las circunstancias; al menos eso dicta la apariencia. Pasan las horas, los autos, llegará el ejército, y tampoco lograrán moverlo. Ni a palos romperán su ancla. Los medios de desinformación masiva cumplen su función: no dicen nada.

Anochece.

Ahora amanece; el rocío cubre su pelo, sus párpados congelados en la noche más fría. Se levanta, con los ojos cerrados; las luces encendidas con el verde que quema, que apura. Como Lázaro, se levanta y anda.




El meme, el choteo y la Revolución - Daniel Álvarez Mateo

El meme, el choteo y la Revolución

Daniel Álvarez Mateo

¿El choteo al que se refiere Mañach sigue latente en el cubano del año 2020? ¿El meme es la versión digital del choteo? ¿A qué responde el meme? ¿Qué es un meme