10 de marzo, 5 de abril
Carlos Prío Socarrás despierta gritando en medio de la húmeda noche. Ha tenido una pesadilla escalofriante: Guillermo Alonso Pujol lo persigue por las escaleras de Palacio con un machete. Prío, corriendo como un loco, llega al despacho presidencial y al abrir la puerta se encuentra a Batista sentado en la silla, sonriéndole, mientras fuma un cigarrillo. Mira a su alrededor para convencerse de que ha escapado de la garra onírica del futuro.
Mary, su mujer, está a su lado. Le pasa la mano consolándolo:
—¿Carlos, estás bien?
—Sí, fue una pesadilla.
—¿De nuevo?
—Me humilla, mi amor, me persigue. ¿Qué puedo hacer?
—Ya te he dicho, olvida todo eso. Deja que el pasado sea pasado.
—Ojalá pudiera, me siento preso.
—Carlos, te he dicho, tienes que ser más decidido con la gente, con todo.
—Veremos.
Él le da un beso, se vuelve y cierra los ojos.
Vuelve la garra quimérica. Suena el timbre escandaloso del teléfono. Millo Ochoa lo llama de urgencia. Los generales Cabrera Uría y Soca Llanes han sido detenidos en sus mansiones de la Ciudad Militar. Juan Consuegra está preso. La jefatura en poder de Salas Cañizares. Una compañía de tanques, con el capitán Julio Sánchez Gómez a la cabeza se ha sumado al golpe. La aviación está en manos del excoronel Manuel Larrubia.
—¡¿Batista?!
—Sí, señor presidente.
Prío se viste y corre para Palacio. Lo reciben sus colaboradores íntimos. No puede creer que creyera en Batista.
—Esto se veía venir, señor presidente, Batista es un ladino indecente.
Millo Ochoa lo llama de nuevo:
—Hay que resistir, señor presidente, la FEU está con nosotros. ¡Cuba lo necesita en esta hora suprema!
Llaman sus hermanos Antonio y Miguel:
—Carlos, este tipo si tiene que matar, mata. Lo mejor es dejarlo que se estrelle y se joda. Ya tú cumpliste con la patria.
Llama Carlos Hevia:
—Señor presidente, Cuba lo necesita.
Este es el momento de la verdad.
“Y qué hago ahora…”.
La indecisión es un zigzag delirante. Le perturba el revoloteo de la conciencia, luchando por fraguar la voluntad que pende entre irse o quedarse, luchar o rendirse, vivir o morir. ¿Por la patria? Todo, casi todo. Entre la espada y la pared no hay acomodo. Tres horas después Prío, despeinado, convoca una conferencia de prensa:
—Tengo noticias de que el Estado Mayor del Ejército ha sido tomado por antiguos oficiales del general Batista. Al pueblo no le puede pasar inadvertido lo que significaría para la República que se rompiera el régimen constitucional. En los cubanos confío.[1]
Contempla la amplia ventana que da al soleado jardín. La primavera ataviada con crisantemos, tulipanes y begonias. Las mariposas atontadas vuelan sobre el rosal. El presidente tiene las manos recogidas sobre el pecho. Siente una profunda angustia que lo hace temblar. Suda frío cuando la punta de algo duro y metálico se afinca contra la tela almidonada y lisa de la camisa. Apenas cierra los ojos en medio del estruendo, seco, apagado. Herida helada en el pecho, pasado del ebrio delirio.
—¿Qué pasa, viejo?
—La maldita pesadilla de nuevo.
—A ver, que estás empapado en sudor.
—¿Qué hora es?
—Las 3 y media de la madrugada.
—¿Qué día es hoy?
—Carlos, estamos en abril, 5 de abril.
—¿De qué año?
—¿Pero qué te pasa, estás loco?
—Dime, por favor.
—1977, ¿qué año va a ser?
¡Pueblo cubano, despierta!
Se levanta un domingo inflamado en La Habana de agosto de 1951. En el estudio de la CMQ, Chibás lanza su perorata incendiaria. Grita y gesticula en la cabina, pero no ha podido presentar la prueba. Algo repetido muchas veces: el acusado Aureliano Sánchez Arango y el supuesto robo de los fondos del Desayuno Escolar amén de la construcción de un reparto en Guatemala. Chibás es la montaña cívica, Sánchez Arango, el pantano fétido.
La polémica vital del circo nacional se discutirá en el Hemiciclo de Educación. Debate y contradebate: Baquero le zafa al Gastón con Francisco Ichaso de moderador. La noche señalada aparece Chibás, maleta en mano, anillo en dedo. Le es prohibida la entrada. Ni puertas ni ventanas abiertas. Del hemiciclo a Aureliano en los micrófonos (las malas lenguas dicen que Chibás se apendejó, pero hay fotos del ortodoxo en la puerta, enmaletado).
El humor criollo se ensaña con Chibás. Hasta en la comparsa de Santiago se baila la conga La maleta y el loco. La culpa la tiene La Osa de Bohemia, por instigar la bronca. Chibás cae en la trampa. El 29 de julio promete pruebas: “Oiga bien el pueblo, el próximo sábado a las nueve y media de la noche”. No habrá pruebas. El Sagitario de la Ortodoxia debe inmolarse. Toma el micrófono ese 5 de agosto. Es el último aldabonazo.
La alocución comienza así: “¡Pueblo cubano, despierta! Hace cinco siglos el tribunal de la Inquisición le gritaba a Galileo: ‘¡Mentiroso!’”. El plan es tirarse un tiro que le roce la pierna, pero con el nerviosismo se descarga la pistola en la ingle. El traje de dril cien se enchumba en sangre. La Habana entera es testigo de la agonía. Llevan a Chibás al hospital, donde un joven periodista de nombre Pinelli lo entrevista en un elevador.
Once días después, 15 de agosto: el médico y senador sale del hospital. La suerte lo acompaña. El golpe de Estado liderado por el general Batista se descubre; los implicados terminan en la cárcel. Chibás sale electo presidente por el partido Ortodoxo en las elecciones de 1952.
Durante los próximos cuatro años, el presidente, presionado por un Partido Comunista que se ha hecho muy fuerte, comienza una política de nacionalizaciones contra las compañías estadounidenses. En las elecciones de 1956, Chibás vuelve a salir, aunque por un margen muy pequeño. Lleva de ministro sin cartera de justicia al agitador Fidel Castro Ruz. A poco, el gobierno se desboca en la crisis. Hay rumores de una intervención americana. Castro, apoyado por el ejército, se adelanta con un golpe. Es el 1 de enero de 1959.
Chibás no puede creer que su brazo derecho lo traicione. Era izquierdo. Esa misma tarde, mientras Castro entra victorioso en La Habana, el presidente se dirige al pueblo desde los micrófonos de la CMQ. Ahora nadie lo escucha. Todo el mundo grita: “¡Fidel, Fidel!”. La breve alocución, justo antes del disparo fatídico nunca fue grabada. Comenzaba así: “Pueblo cubano…”.
¿Martí, dictador?
Cierra el siglo XIX. Nadar toma fotos en las catacumbas. Renoir, en su lúgubre cuarto, se orina en los pantalones. Gauguin, enfermo de sífilis, prepara otro viaje a París. Andrew Carnegie se compra un cuadro de Whistler. La reina Victoria se derrama té encima del vestido rosado que le regalara su madre. Un exgeneral judío de nombre Dreyfus se pudre en una ergástula en la Isla del Diablo.
El poeta está solo en su tienda. Se escucha la conversación alejada de los centinelas. Hay olor a hierba mojada, justo antes del llamado de la muerte. Martí termina la carta del día 18 a su amigo Manuel Mercado. Llega el general Masó. Más tarde aparece Gómez con sus tropas. Martí pronuncia un breve discurso. Nos dice Rafael Santmanat:
“El orador cálido y agitador de la palabra taumaturga y subyugante que fascinaba y atraía, hizo vibrar el alma de sus soldados, y hubo en el campamento como una inefable y vivificadora fragancia de libertad, de alegría y de valor”.
El enemigo se acerca. Gómez le ordena a Martí que permanezca en la retaguardia, junto a las fuerzas de Masó, protegido por sus ayudantes los hermanos Ángel y Dominador de la Guardia. Martí titubea y se dispone a salir, pero algo le dice que se quede. La intuición se presenta cual pájaro cetrino en el pasto seco, frente a su tienda. Vuelve adentro y espera.
Casi treinta años después, el achacoso poeta medita en el despacho de su residencia en el destierro de Miami, la conciencia mordida por el desliz de la historia. Un pájaro cetrino se posa en el marco de la ventana.
Quién le iba a decir que sería el primer presidente de Cuba y también su primer dictador.
Imagen de portada: Eduardo Chibás.
Nota:
[1] José Duarte Oropesa, Historiología cubana, vol. III, Ediciones Universal, Miami, 1974, p. 203.