La palabra sacrificio se deriva de la unión de los vocablos latinos sacro y facere, y significa “hacer sagradas las cosas”. Para el Diccionario Oxford, representa “la ofrenda hecha a una divinidad en señal de reconocimiento u obediencia, o para pedir un favor”, así como “esfuerzo, pena, acción o trabajo que una persona se impone a sí misma por conseguir o merecer algo o para beneficiar a alguien”.
Para los devotos del cristianismo, este concepto está representado en la figura de Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz para salvar a la humanidad. Sobre este paradigma se construye la fe cristiana, que conmina a sus creyentes a entender el valor de realizar un esfuerzo extraordinario para alcanzar un beneficio mayor, venciendo los propios gustos, intereses y comodidades.
Pero estas ofrendas no llegaron con la era cristiana. Mientras Abel degollaba a todos los primogénitos de sus cabras en honor a Dios, los vikingos ofrecían animales y personas a Odín para que les abriera los caminos y, en algún lugar de la América precolombina, una virgen se inmolaba para conseguir mejores cosechas o la esperada lluvia para los sembrados.
Habría que ver desde cuándo se remonta este sentimiento humano, el de entender el esfuerzo o el castigo como directamente proporcional a una recompensa mayor.
En lo particular, me resulta cuando menos cuestionable semejante recurso. Rechazo la idea de victimizarme para luego obtener algo mejor. Creo que en ese sufrimiento voluntario hay mucho también de regodearse en el disfrute del castigo, algo que entonces, para mí, se contradice con ese maravilloso súper objetivo de un bien mayor.
Cuando era niña y escuchaba aquellas historias lejanas de personas consagradas a los dioses en una piedra donde se desangraban hasta morir, me invadía una mezcla de miedo y júbilo. Hay siempre algo de morboso en querer saber los detalles de la muerte ajena. También hay mucho de alegrarse de estar vivo, de no ser uno el que sufre, de no participar como “ofrenda”.
Espíritu de sacrificio le llaman a esa cualidad humana de dolerse hoy para gozar mañana. O de dolerse hoy para que otro goce mañana. En la mayoría de los casos, no es posible medir el dolor necesario para conseguir la recompensa en un futuro que tampoco se conoce a ciencia cierta cuándo será. Si es que será.
No solo las religiones hablan de sacrificarse. También lo hacen los políticos, que a su modo son sacerdotes de cultos diversos. Todos los políticos piden esfuerzo, trabajo y paciencia para conseguir la recompensa prometida. Son cosas que solo pueden pedirse desde la inmunidad.
Es curioso que sea desde el poder donde se demanden siempre los sacrificios. Salvo Jesucristo —que por cierto, luego resucitó—, ninguno de los que pide sacrificios pone su propia piel, su propia sangre o sus propios derechos, en aras de un bien superior para todos. El favorecido es quien pide al menos beneficiado que continúe sin disfrutar de un mínimo de bondades para que los demás puedan perpetuar su privilegio.
No me interesa que alguien se inmole por mi felicidad o mi futuro. He visto a mis padres junto a su generación hacer horas y horas de trabajos voluntarios, guardias obreras, cortes de caña, racionar sus alimentos y posponer sus necesidades para que sus hijos heredaran una patria mejorada y justa. El resultado podemos verlo: hijos que se fueron a otra parte para tener una vida más digna y un país que, luego de seis décadas, no ha conseguido la prosperidad prometida.
A raíz de la cercana votación del nuevo Código de las Familias en Cuba, un avispero de opiniones ha invadido las redes sociales y la sociedad civil cubana. Personas todas que desean que nuestro país se convierta en un lugar mejor, con una vida realmente digna y llena de oportunidades para todos, se han visto obligadas a marcar su posición respecto al debate de si se debe ir a la votación y, en caso de asistir a las urnas, si se debe marcar las casillas del “Sí” o el “No”.
Está más que claro que, aunque el contenido de este Código no dependió exclusivamente del Gobierno, este se llevará el crédito de su resultado. De todas las maneras posibles para los que nos mandan, es desde ya una victoria rotunda en la que poco importa el resultado. Detrás de cada una de las propuestas, donde se ganaría muchísimo en lo que respecta a nuestras familias, los ancianos, los niños, las víctimas de la violencia y la comunidad LGBTIQ+, está la mano de incontables activistas que durante décadas trabajaron para conseguir que en una sociedad tan retrógrada como la nuestra se presentara una propuesta como esta.
En 2012, en plena candidatura para su reelección, el presidente Barack Obama manifestó su apoyo a la legalización de la unión entre personas homosexuales. Esta declaración fue hecha a pesar de que ponía en peligro su continuidad en la presidencia por cuatro años más. Estaba muy claro para él que “todos los estadounidenses deben ser tratados por igual y de manera justa”. Esta fue una afirmación atrevida y totalmente desaconsejada por sus asesores. Sin embargo, Obama no se contuvo por eso.
Está fuera de discusión que los derechos humanos no deberían ser llevados a plebiscito, pero no es la primera vez que algo así sucede. Eliminar la esclavitud y conseguir que las mujeres pudieran participar en los sufragios son un buen ejemplo de lo que digo. Considero que lo importante ahora mismo es entender que, por encima de cualquier consideración, debe estar siempre la persona y su derecho a la vida, al amor, a la felicidad.
Entiendo las razones que impulsan a algunos opositores, dentro de los cuales hay muchos a los que respeto y admiro, a no acudir a las urnas o a marcar la casilla del “No” en el referendo para este nuevo Código de las Familias. Respeto su derecho a tomar cualquiera de estas posiciones, pero no puedo ni podré estar de acuerdo nunca con ellos en este asunto.
Durante más de sesenta años se le ha pedido a este pueblo las más disímiles inmolaciones para llegar al paraíso socialista. Aquellos que eran niños en 1960 nunca disfrutaron los frutos de los sacrificios de la generación precedente. Al contrario, envejecieron viendo sus vidas desgastarse mientras el edén prometido, como el horizonte, siguió siendo una línea ilusoria que se aleja en la medida en que pretendemos acercarnos.
No quiero pedirle a nadie paciencia, aplazamientos o el sacrificio de no luchar por sus derechos más elementales con la promesa de un futuro mejor. Estoy cansada de los corderos. En especial, de aquellos que ponen en la piedra su propio pescuezo para que otro realice aquello que desea.
Las libertades individuales no están por debajo de la libertad de todos. La libertad de todos puede ser conseguida poco a poco, con la colocación en su justo lugar de derechos humanos que deberían haber sido desde siempre elementales.
A mí no me interesa quién se lleva el crédito por esta conquista social. Todos sabemos que, para el poder, es una operación de ganar-ganar porque ha desplazado una decisión tan importante como esta a un referendo. Este código de familia no debería ser votado, pero lo será. Mientras el Código Penal, por otro lado, ni siquiera fue llevado a consulta popular.
A un pueblo, cuyos habitantes han brindado tantas ofrendas en el camino, no se le pide más sacrificio. Cada pedacito de libertad personal que se logre es tan importante como su finalidad mayor, porque las personas que se encuentran amparadas por este nuevo código, aunque aún resulte incompleto y perfectible, no son en ningún caso minoría, sino parte fundamental del país al que aspiro.
Si hay que quedarse con algo en esta historia, yo me quedo con la felicidad de mis amigos y familiares homosexuales, que podrán tener derecho a casarse y formar una familia como yo. Me quedo con esas niñas que ya no serán moneda de cambio y que podrán escoger si desean un matrimonio a los 18 años. Me quedo con los ancianos que estarán más protegidos. Con quienes podrán tener descendencia gracias a la gestación solidaria. Con quienes lograrán cierto amparo en los casos de violencia doméstica, en un país donde resulta alarmante el aumento de los feminicidios, y en el cual la Ley Integral contra la Violencia de Género no será analizada hasta la lejana fecha de 2028.
Pero, sobre todo, me quedo con la imagen de la mano levantada de esos patriarcas militares para la aprobación en la Asamblea Nacional del nuevo Código de las Familias. Esa mano en el aire de los mismos que persiguieron a los “elvispreslianos” me saca una sonrisa. Por ese brazo levantado y por la vida misma, mi voto en este caso será un enorme SÍ.
© Imagen de portada: Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba.
Julio Antonio Fernández Estrada: Un Código para el país que yo quisiera
El Código de las Familias será aprobado. Ninguna votación promovida por el Estado cubano ha tenido un resultado distinto al que el Estado espera desde 1959.