No, no… El tema de este artículo no es el que, seguramente, muchos piensan con sólo leer el título.
Porque no voy a hablar aquí de los niños palestinos y ucranianos que crecen viendo a los soldados israelíes y rusos pelear a tiro limpio con sus padres, en eso que algunos analistas serios llaman “guerra asimétrica” y otros, rasgándose las vestiduras, genocidio y terrorismo, según el caso. O el bando.
Ni tampoco versarán estas cuartillas (¡porque ya toqué el, para tantos cubanos, hiper nostálgico tema de los juguetes básico, no básico y dirigido, una vez al año!) sobre el sueño de tantos varoncitos crecidos en los 70 y 80 A.J.G. (antes de los juegos de computadora), que era tener una pistola o metralleta plástica hiperrealista y que sonara bien alto, para no hacer más pum-pum con la boca al jugar “a los pistoleros”. O, por el contrario, una bien fantástica: una que al disparar encendiera lucecitas de colores y generara ruidos extravagantes. Siempre evitando el sssh o el frzzz de las armas láser y otras de ciencia ficción.
Porque, especificidades como pistolas de dardos o de agua, ya eran un sueño casi imposible.
Y sí, bueno, ¿para qué digo, una y otra vez, “de esta agua no beberé”, si luego me zambullo de cabeza en lo más profundo?
No me queda más remedio que hablar de aquellas pistolonas Made in Hong Kong que nos fascinaban, no tanto por el juguete en sí, sino por los dibujos en la caja: Ultraman, el héroe nipón capaz de aumentar su tamaño, enfrentando monstruos enormes y deformes.
Tengo que mencionar otra vez esas dos pistolas “espaciales” rusas que mi padre nos trajo de la URSS, a mi hermano y a mí: feas, cuadradas y rojas. Cuyas baterías, además, obviamente no diseñadas para el calor tropical, tardaban apenas semanas en sulfatarse, convirtiéndolas en simples tarecos, tan voluminosos como decepcionantes.
Y a mi primera pistola de agua: verde transparente, con la capacidad de contener apenas medio vaso de líquido y un alcance de menos de tres metros, ¡tan distinta de las actuales hidro armas, de impresionante presión y capacidad!
Tampoco debería olvidarme de aquella Uzi que, aficionado a las armas desde niño, me compraron a los 8 años: negra, imponente en sus verosímiles detalles y negritud, incluso siendo plástica. Lo más gracioso ¿o preocupante? es que sus dimensiones, pensadas para las manos pequeñas de los usuarios infantiles, correspondían exactamente a la versión MicroUzi, desarrollada años después.
Ni de aquel par de revólveres plateados que le compraron a mi vecino y amigo Fillito, con un antifaz negro y el dibujo de un cowboy enmascarado de enorme sombrero blanco que no venía en el kit, ¡qué desilusión! Al que sólo muchos después, ¡rehenes de la programación socialista que éramos!, pudimos identificar como el Llanero Solitario: ¡Hiii, Silver!
Eran otros tiempos. Más inocentes. Todas esas armas carecían de la reveladora banda naranja alrededor del cañón que, posteriormente, tantos asaltos de criminales reales usando juguetes hiperrealistas obligaron a los fabricantes a incluir en sus diseños.
Bien, ya lo mencioné. Rota queda la lanza por la nostalgia; fin de la digresión.
Ahora ya puedo hablar del verdadero tema de esta croniquilla: las otras armas de nuestra infancia. Las que no se compraban en la tienda (por lo general) sino que construíamos (nosotros o nuestros padres) con ingenioso despliegue de habilidades artesanales. Para emular a nuestros mayores héroes de aquellos tiempos: los protagonistas de las series televisivas del espacio Aventuras del Canal 6.
Pertenezco a esa generación cuya infancia estuvo marcada por los horarios. Porque, cuando éramos niños, no existían videos, ni computadoras, ni paquete semanal, ni posibilidad alguna de ver otro programa que no fuera el transmitido desde el ICRT. Y a su hora fija.
Así, de lunes a viernes, después de ver, de 6 pm a 7 pm, los dibujos animados (preferíamos ¡y con mucho! los cubanos a los socialistas, que podían ser auténticas obras de arte, pero no conectaban tan bien con nuestra sensibilidad), y tras otra media hora de algún programa infantil bastante desangelado (desde Escenario Escolar a Caritas, desde Tía Tata cuenta cuentos a Amigo y sus amiguitos y A jugar), a las 7:30 pm llegaba el plato fuerte: El capitán Furia o Los vikingos; Robin Hood o El corsario negro.
Y toda la muchachería de la Isla se ponía, en pocas semanas, a imitar a sus modelos de la pequeña pantalla: cuando la aventura era de capa y espada, o de piratas, como El Capitán Tormenta o Enrique de Lagardere, tocaba “espadearse” con palos imitando a sus protagonistas y la esgrima improvisada se volvía furia nacional.
Algunos teníamos, entonces, la suerte de contar con espadas reales. Como aquellos dos floretes de plástico, rojos y casi indestructibles, que mi padre me trajo de la Unión Soviética, con sus máscaras de esgrima y todo. Uno duró hasta que empecé la universidad.
O la espada ancha medieval del mismo origen (e igual de plástica y roja, claro) que también usé con fervor hasta que perdió su guarda blanca, se doblaba como si fuera de merengue y apenas si servía como látigo ancho. Aunque eso, siempre, fue muchos años después de que dejara de entrarme en la cabeza el cónico casco de bogatir y mi mano de casi adolescente ya no pudiera embrazar el escudo redondo, ya diminuto.
También estaban los pocos afortunados que habían logrado, gracias a números bajos en el sorteo del 6 de julio, comprar alguno de los escasos juegos de armadura medieval Made in Hong Kong, con casco con visera y penacho, escudo pentagonal, coraza y espada, todo de plástico azul metálico o dorado. Vistiéndolos, hasta el más criollo se creía, por lo menos, un caballero del rey Arturo o un colega de Ivanhoe.
Aparte de esos pocos, los más envidiados eran los hijos de aquellos padres con destreza manual algo superior a la media. Capaces, por tanto, de convertir un palo de escoba lijado en un sable pirata, por el inventivo recurso de atravesar con él un viejo cucharón de comedor, luego doblado hasta asemejarse de forma sorprendente a la guarda de taza y nudillera envolvente, típica de dichas espadas.
Pero también en una katana (¡codiciadísimas, tras años viendo películas de Sato Ichi, el espadachín ciego, interpretado por el gordo e inolvidable Shintaro Katsu!), mediante el sencillo expediente de colocarle, a presión y guisa de mango con guarda, un protector de goma de los que se usaban en los manubrios de las motocicletas alemanas MZ y las checas CZ y Jawa. ¡Viva el CAME!
Pero, si muchos padres colaboraban de buen grado con los ingenuos sueños esgrimísticos de sus hijos, la cosa se ponía un poco más delicada cuando “en el bombo” estaba una aventura de arqueros o ballesteros. Como La flecha negra o Guillermo Tell de la montaña.
Lo que trae ¡al fin! a colación la circunstancia concreta que inspiró estas líneas: la abrumadora cantidad de mini videos o reels que, en Facebook, me están llegando desde hace algunas semanas. Mostrando cómo construir y operar ingeniosas pistolas, ballestas y otros artefactos incalificables, hechos casi siempre de bambú. Accionados por ligas, presión de aire u otros artilugios sin pólvora. Y capaces de lanzar dardos, balines o balas cilindrocónicas de madera tallada, con una abrumadora precisión y a desconcertante distancia.
¡Ah, el ingenio humano para la destrucción no conoce límites, por lo visto! Lástima ¿o suerte? que nuestros antepasados de las cavernas nunca vieron esos tutoriales.
Porque ¡cuántas veces no tratamos, mis compinches de juegos fantásticos y yo, de fabricar, por ejemplo, arcos que valieran la pena! Sin gran éxito, hay que decirlo.
Por desgracia ¿o fortuna? en Cuba no crece el tejo, ese árbol recto y flexible del que los galeses hacían sus temibles long bows. Así que usábamos roble cubano, cuya elasticidad, al secarse, era mucho menor, por lo que apenas resistían unos pocos disparos antes de rajarse o partirse sin remedio.
Por supuesto, entonces ignorábamos tanto que la construcción de un arco funcional implica muchas horas de trabajo eligiendo, cortando, puliendo, curando y barnizando la madera, como que lo mejor es no encordar la duela sino hasta poco antes de que se vaya a usar. Para que no sufra tanto y dure más.
Y no quiero ni hablar de las ballestas: la primera que hicimos Fillito y yo tenía como duela una tabla de barril. Además, rígida. Porque lo que impulsaba el rayo de bicicleta con la puna afilada, que era el virote o perno, era un elástico.
Dejando aparte aquella saeta de aluminio, nuestras flechas también daban más risa que miedo, por lo general. Aunque hubiera leído mil veces, en las páginas de Roger Lancelyn Green o Conan Doyle, que la mejor era la cuarta pluma del ala del ganso gris. ¿Dónde íbamos a conseguir una oca, fiñes como nosotros, y en plena Habana, además? ¿Y tan generosa que nos donara sus duras rémiges, por otro lado?
Así que, cuando decidíamos mejorar la estabilidad de nuestras saetas, por lo general recurríamos a las plumas que estaban más a nuestro alcance: de gallina o paloma. Ambas de pobres cualidades aerodinámicas, en tanto que fuertemente curvadas, ni que decirse tiene.
Y menos mal: casi al final de nuestra infancia, decididos a tomarnos la artesanía arquería más en serio, mi amigo Fillito y yo, él con 10 y yo con 9, optamos por prescindir del naturalismo de las plumas y garantizar la estabilidad de nuestros dardos con aletas de cartulina pegadas. Así como ponerles una cabeza hecha de auténtico metal.
Bueno, tampoco esperen acero de aleación afilado ni nada similar: las recortamos de latas de leche condensada. Y se doblaban si daban muy fuerte contra la pared.
Eran unas flechas rústicas, sin duda, pero era lo mínimo que merecía el auténtico arco con el que Roque, el primo de Aymarita, una vecina, nos deslumbró aquel mismo verano. Tan alto y grueso que sólo él, que nos sacaba al menos 5 años, podía tensarlo. Y que, usando como saetas varillas de soldar, sin plumas ni cabeza, las enviaba a más de una cuadra de distancia.
O sea, un reto irrenunciable, para los chamas que éramos.
Nunca olvidaré cómo, para probar nuestros flamantes dardos artesanales, Fillito apuntó a Mirringa, la gorda gata barcina de Marta Hedras, desde el otro lado de la calle. Ni cómo, por esas jugarretas del viento y la puntería, la saeta atravesó limpiamente a la inocente y anciana minina, matándola en el acto.
El primer contacto de los niños con la muerte es siempre traumático, pero también inevitable. Una vez aceptado el hecho, ni lloramos. No tratas de revivir a la musulunga ensartada; sabíamos que no tenía sentido.
La dueña de la occisa nunca supo qué le había sucedido; siempre pensó que se había ido con algún gato. Y nosotros tampoco la sacamos de su fantasía. Pero la enterramos en un rincón del solar yermo y, sin cruzar palabras, de común acuerdo, a su lado, en la fosa, depositamos las cinco flechas que habíamos fabricado con tanto esfuerzo.
No queríamos saber nada de armas tan poderosas.
Fue, en cierto modo, el fin de la carrera armamentista en el barrio. Algo casi tan ingenuo como cuando cierto papá (¡un Inocencio, claro!) en pleno Medioevo, intentó prohibir las ballestas con la excusa de que eran armas muy crueles y cruentas.
Y ya se ve dónde estamos…
Todavía hoy, cuando paso por mi antiguo barrio natal, los ojos se me van hacia el edificio de microbrigadas que construyeron, muchos años después de que me mudara. Y a veces me pregunto si los huesos de Mirringa, inocente víctima cuadrúpeda, seguirán en sus cimientos, mezclados con las cinco saetas de marras.
Hay que decir que, aunque no fueran tan potencialmente letales como las flechas, los niños de entonces también jugábamos con algunos artilugios artesanales y perfectamente legales, pero que estaban muy lejos de resultar inofensivos. Juguetes que ninguna empresa en su sano juicio se atrevería hoy a comercializar siquiera.
¿Qué varón no tuvo un tirapiedras hecho con una sólida y elástica horqueta de guayaba? Con ligas recortadas de cámara de automóvil o, mejor, de camión.
El mío (¡esteticista que era!) estaba, además, forrado en tape rojo y negro. Porque los cubanos de entonces creíamos a pie juntillas que todo mejoraba entizado con esa llamativa cinta aislante. Y algunos seguimos pensándolo hoy.
Enteipado o no, era mortalmente eficaz: una vez maté tres gorriones en la misma tarde, usándolo. Aunque admito que empleé como proyectiles, no vulgares guijarros irregulares, sino balines de cojinetes de bolas, perfectamente esféricos.
Reconozco, también, que la idea de usarlas como munición no fue mía: a un amigo le rompieron el cúbito con uno de aquellos tiros, y desde media cuadra de distancia, en una de esas periódicas y cruentísimas guerritas entre pandillas infantiles a las que, de vez en cuando, me pregunto muy seriamente cómo sobrevivió mi generación de varones.
De ahí, la inspiración…
Por supuesto, si uno quería experimentar el placer de la guerra con munición real, pero con menos riesgo de lesiones, en vez de balines de acero o piedras era preferible usar vulgares boliches. No de los rojizos y blanditos de los ficus, sino de los verdes y duros, esos de los que las matas de la esquina (¿serían ocujes?) se llenaban, cada primavera.
Los mismos que sólo años después, cuando estudié Biología y supe lo que es una inflorescencia en sicono, pude identificar como flores, que no frutos: ¡como los higos!
Lanzados a mano, no eran un problema para nadie. Pero, propulsados por un buen par de ligas, podían dejar hermosos moretones que luego cambiaban de tono con los días, como un viviente arco iris.
¿Quién dice que a los niños cubanos nos faltó color en nuestra infancia, porque sólo teníamos TV en blanco y negro?
Más pequeños y de menor alcance que los tirapiedras, pero bastante más peligrosos (¡al menos en potencia!), dada la naturaleza malvada de sus diminutos proyectiles, eran los tiragrampas: versión sofisticada de la clásica liga doblada para tirar tacos en el aula, pero mejorada para disparar trocitos de alambre de teléfono (¡o mejor si más duro!) doblados en forma de U.
¡Ah, qué jóvenes éramos y qué a prueba de todo nos creíamos! Aquellas mini-herraduras alcanzaban tal velocidad que perfectamente podían sacarle un ojo a cualquiera. Lo cierto es que todavía no entiendo muy bien por qué rara vez había que lamentar accidentes mayores entre quienes las usábamos.
Tras los tiragrampas llegaron los tirachícharos, algo menos peligrosos: versión elegante de las cerbatanas, en la que el impulso al guisante no se lo daban tus pulmones, sino un dedil. O, mejor aún, un condón; los llamábamos “protex”, se conseguían en las farmacias y nos daba tremenda pena pedirlos, porque los intuíamos oscuramente relacionados con ese sumo misterio para los niños: el sexo.
Algunos habíamos leído de los fieros dayaks de Borneo, cazadores de cabezas siempre atacando a Sandokán y compañía, con sus cerbatanas de dardos envenenados. Muchos hasta compramos, llenos de ilusión, la versión infantil de aquella arma exótica, cuyos proyectiles se adherían al blanco mediante ventosas y enseguida, ¡cómo no!, tratamos de insertarles agujas o alfileres, para convertirlas en armas auténticamente peligrosas.
Rara vez funcionaba, siendo sinceros. O quizás nos faltaba el entrenamiento constante y los pulmones reforzados de los guerreros cazadores de cabezas.
Había también tirachapas: especie de minicatapultas de mano, accionadas por un gatillo que liberaba el tapón de botella de refresco o cerveza, para que la elasticidad de la larga liga de goma de cámara lo impulsara, en una trayectoria parabólica aplanada, pero bastante errática e impredecible.
Y no faltaron inventos más exóticos y peligrosos: tras ver en TV la rara arma arrojadiza de cuatro puntas y forma de cruz que usa Marlon Brando para matar conejos desde su caballo, en aquel exótico filme del Oeste que protagonizó junto a Jack Nicholson, Fillito, Ricardito y yo no paramos de suplicar hasta que el padre del primero acabó regalándolos una vieja y oxidada llave de clanes. A la que limamos, pacientemente, los cuatro extremos, afilándoselos de forma muy impresionante.
¡Se clavaba casi como quiera que uno la tirara!
¡Qué lejos estábamos de saber que justo ese era el origen del extraño artilugio de Brando, que creíamos un arma india tradicional! Tampoco sabíamos que el gran actor la había fabricado él mismo, ni que estuvo a punto de matarse varias veces, al caer del caballo empuñándola. Bien que, terco siempre, logró imponerla al director del filme. Y a la mierda con el anacronismo…
Fillo, el padre de Fillito, prudentemente, reclamó su llave de clanes convertida en arma y nunca volvimos a verla. Por suerte para todos, supongo.
Ya en el Pre, y como consecuencia colateral de las películas de samuráis y karatekas, muchos fans acérrimos al Japón feudal y las artes marciales nos hicimos de nunchakus, esos dos palitos característicamente unidos por un cordón o una cadena, que tan bien manejaba Bruce Lee. Y también fabricamos shurikens o “estrellas de ninja” arrojadizas, igual de artesanales, limando con paciencia asiática recortes cuadrados de acero, para así afilarlos por los bordes y mejorar drásticamente su aerodinámica.
Eran, desde luego, artefactos peligrosos. Aunque, por lo general, más para los que los manejábamos que para cualquier hipotético adversario.
¿Cuántos futuros cintas negras no lucimos, con el estoicismo de medallas o cicatrices ganadas en combate, las clásicas uñas moradas en las manos? Una consecuencia inevitable de no haber apartado a tiempo el dedo, antes de que el palito móvil nos lo machacara contra el palito inmóvil.
¡Y cómo dolía, aquel trastazo…!
También, todos aquellos aspirantes callejeros a shinobis (guerreros de las sombras, el poético apelativo nipón para los elusivos e impredecibles ninjas) recuerdan lo doloroso que era cuando se nos olvidaba el guante, a la hora de lanzar la estrellita? ¡Ahí venía otra cortada en el dedo!
Debo decir que, no obstante, algunos perseveramos, contra viento y marea. Hasta tener, en toda la palma de la mano de lanzar, auténticas almohadas de callos, las que habría envidiado hasta el más curtido pelotari vasco, profesional del jai alai.
Mientras que, con un desprecio por nuestra seguridad digno del más aguerrido piloto kamikaze, otros tratamos de subirle la parada a los ninjas. Pasando de la shuriken nipona al chakram hindú: el temible aro cortante arrojadizo, típico de los aguerridos guerreros rajputs.
Por supuesto, no podíamos hacer aros de acero afilado por todo el borde exterior. Así que nos limitamos a aprovechar (los cubanos somos geniales reciclando, se sabe) otro juguete muy de moda en los 80 y totalmente inofensivo (al menos, en teoría: el disco volador o freesbee). Emblemático del pacífico hipismo, entre otras cosas.
Es que, además de disfrutar lanzándonoslo y atrapándolo, lo mismo en la playa que en la cuadra, se nos ocurrió insertarle cuchillas de afeitar (ah, aquellas Sputnik, Neva o Leningrad socialistas que cortaban tan mal la barba, ¡pero tan bien los dedos y las virutas del lápiz, a la hora de afilarlo!
Advertencia: no lo intenten en sus casas.
El sorprendente resultado del experimento armamentístico fue que, al lanzar el disco (usando un guante de machetero, ¡y con mucho cuidado, eh!, que tampoco éramos masoquistas ni suicidas… o no del todo, al menos), las cuchillas, mal sujetas al plástico, de inmediato empezaron a salir disparadas, por efecto de la fuerza centrífuga del giro.
Dios debe existir. Y estaba de buenas ese día, además. De otro modo, no se explica que ninguno de los participantes en aquel primer y único lanzamiento del revolucionario freesbee-chakram callejero cubano perdiera un dedo ni otro miembro más importante…
Oh, podría escribir mucho más sobre el tema. Mencionar, por ejemplo, el interés casi malsano de los niños y adolescentes cubanos, crecidos en un país donde ni nosotros ni nuestros mayores tenían (ni tienen) acceso regular a las armas de fuego, por toda pistola o fusil.
Una curiosidad que provocó que muchos desarrolláramos punterías dignas de francotirador, usando baratos y rudimentarios rifles neumáticos rusos, en los kioskos de la ochentera SEPMI (Sociedad de Educación Patriótico Militar). Cuando cada pellet valía sólo un centavo y el lema era la frase fidelista de TODO CUBANO DEBE SABER TIRAR, Y TIRAR BIEN. Lo que hacía concebir a todo turista de Colombia, país donde se usa el verbo “tirar” en un sentido sexual, extrañas expectativas sobre la moral en la mayor de las Antillas…
Podría revelar, también, como algunos reuníamos, ¡centavo a centavo!, de vuelto de la bodega en vuelto de la bodega, los dos o tres pesos que era el mínimo presupuesto con el que valía la pena visitar el célebre campo de tiro vedadense de El Hueco. Donde se podía disparar con un arma del nivel siguiente: un fusil calibre 22, ¡ruso también, por supuesto!, cuyas balas costaban la barbaridad de ¡un medio cada una!
Pero siento que ya me he extendido demasiado en este ejercicio de nostalgia… que duele a la larga, visto lo poco que queda de todas aquellas glorias hoy, en la Cuba del 2024.
Además, tampoco quisiera que ninguno de los ultra suspicaces radicales del gobierno pensara que en estas líneas estoy incitando al pueblo hastiado de tanta miseria a armarse.
Aunque, pensándolo bien, ¿y si cada cubano se construyera una…?
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