Después de todo, Trump llegó hasta el final. Tras tildar de loser a John McCain por haber sido capturado por el VietCong, ¿cómo podía el presidente reconocer que perdió en buena lid contra quien él mismo había llamado “el peor candidado de la historia”?
El comportamiento de Trump tras la derrota fue consistente: hizo lo que siempre ha hecho, que es justo aquello de lo que acusa con ímpetu a sus adversarios; en este caso: intentar robarse la elección. Las presiones a los republicanos de Georgia y de Arizona, así como al vicepresidente Pence, las ridículas demandas judiciales, las bizarras teorías de la conspiración que presentó la defensa montada por Rudy Giuliani, la no asistencia a la inauguración de Biden… Ciertamente, el final del trumpismo fue patético, como lo fue el comienzo, con aquel Sean Spicer, primer secretario de prensa, gritándole a los periodistas que la multitud presente en la inauguración de Trump había sido “la más grande en la historia”.
La falsedad era flagrante, pero no accidental; marcaba ya la pauta de los cuatro años por venir. Como los grandes populistas, Trump no es un simple mentiroso; los políticos al uso, un George W. Bush, una Hillary Clinton, un Obama, mienten alguna que otra vez; Trump ha sido, fundamentalmente, otra cosa: un giro decidido hacia una política que no está basada en los hechos, rechazando los consensos básicos de la democracia para adentrarse en la ficción.
De cierta manera, Trump, prototipo del mal gusto —cómo olvidar aquel inodoro dorado de Trump Tower, inmortalizado por las revistas de papel couché en la época cuando el magnate neoyorquino triunfaba en NBC con su reality show The Apprentice— solo podría ser rescatado desde cierta mirada artística, que valore la originalidad por sobre todas las cosas. Así como es imposible salvar la revolución cultural maoísta —que sabemos no tuvo otro móvil que luchas de poder en el seno del Partido Comunista chino—, sino como espectáculo artístico, una suerte de apoteosis del arte moderno, y el neomarxista Badiou, al idealizarla, cae a su pesar en el fascismo; los sucesos del 6 de enero fueron algo de eso: un amago de lo que Badiou llama “evento” —1766 fue, significativamente, una de las referencias de los insurrectos—, y dejan unas estampas que, con toda su variopinta parafernalia y su élan de pueblo manifestándose, pueden sin embargo complacer a los radicales del arte y a los fascistas disfrazados de patriotas o anticomunistas.
(No es que en el otro bando no haya kitsch. El poema leído en la inauguración por la youth poet laureate Amanda Gorman, celebrado en CNN y The New York Times, es un dechado de “mala poesía”, un esfuerzo por presentar un mensaje optimista adornándolo con recursos literarios. Pero todo dentro del kitsch republicano: esa dosis de ritualidad que es necesaria para mantener el civismo y cierto sentido de nación. El trumpismo es justo un rechazo de este tipo de rituales —su negativa a memorializar a las víctimas de la pandemia es significativa al respecto— en favor de un kitsch más cercano al fascismo, como evidenciaron las dos últimas celebraciones del 4 de julio, en las que, en flagrante ruptura con la tradición, la presidencia estuvo involucrada como nunca antes en esos actos, y, más recientemente, la Convención Republicana, que también transgredió las normas y posiblemente la ley, en tanto el presidente aceptó la nominación desde la propia Casa Blanca. Si en su convención los demócratas habían usado un estilo visual ágil, muy contemporáneo, con toques de buenismo en el festejo de la diversidad del país, los republicanos combinaron un estilo anticuado, declamatorio, reminiscente de los años cincuenta, con pompa fascista, como evidenció el final operático del evento).
El 6 de enero fue, como se ha dicho, el momento en que la ficción y la realidad se encontraron por un momento. Después de dos meses de insistir —Trump, sus acólitos en el Congreso y toda la maquinaria propagandística del movimiento MAGA— en el infundado fraude, ¿cómo asombrarse de que miles de sus fanáticos seguidores marcharan al Capitolio para impedir que el voto electoral fuera certificado? “Estas son las cosas que pasan cuando una victoria electoral sagrada y abrumadora les es arrebatada de manera tan vil a los grandes patriotas que han sido tan maltratados durante mucho tiempo”[1], afirmó el propio Trump en Twitter.
El asalto fue la consecuencia, no ya del rally celebrado horas antes en The Ellipse, sino de cuatro años de un gobierno que, visto en retrospectiva, no fue otra cosa que un extenso MAGA rally: un grito de guerra contras las instituciones, un asalto a la división de poderes que constituye a la República norteamericana y un abrazo —a veces tácito, a veces expreso, siempre bien interpretado— a la derecha radical.
Desde luego, la mayoría de los que votaron por Trump el 3 de noviembre no son creyentes de QAnon, ni miembros de las milicias, ni nacionalistas blancos. Votaron, sin embargo, por un candidato que se negó, en repetidas ocasiones, a desautorizar a QAnon, a los Oath Keepers y a los Proud Boys. (Si los hubiera desautorizado, por cierto, posiblemente estos no habrían acudido a las urnas y la diferencia de votos en favor del ganador habría sido aún mayor. Los partidarios de Trump decían que eran una “mayoría silenciosa”; quedó demostrado que son una minoría vociferante). Votaron por un candidato que había declarado una y otra vez que si llegaba a perder era únicamente porque las elecciones estaban amañadas. Que vaciló en usar el Defense Production Act cuando era absolutamente necesario, pero amenazó con invocar el Insurrection Act y con disolver ambas cámaras del Congreso.
Votaron, en suma, por un supuesto salvador de la patria que, dejando un saldo de incompetencia y corrupción nunca visto en este país —el presidente se rodeó de ministros ineptos y aduladores, y desoyendo la recomendación de los Servicios de Inteligencia, otorgó security clearance a su hija y a su yerno, poniéndolos en altos cargos para los cuales no estaban calificados—, intentó convertir a los Estados Unidos en una república bananera.
Y al fin, Trump, que siempre ofreció una imagen tercermundista del país —según él, cualquier ilegal, con solo cambiarse la gorra, lograba votar no ya una sino hasta una segunda vez—, dejó la estampa barroca, o real-maravillosa, de la toma del Capitolio, justo colofón de su grotesca presidencia. Una estampa que recuerda, no ya tanto la toma del Capitolio habanero durante el gobierno de los Cien Días —que el periodista italiano Aldo Baroni, en su libro Cuba, país de poca memoria, describiera como “una vergonzosa conga de excesos y raterías en que el Capitolio se vio obligado a calzar alpargatas y a desgarrarse en lúbricas contorsiones los últimos jirones de su toga deshecha”—, sino más bien al caos de las guerras civiles suramericanas: los montoneros de Aldao cazando a Francisco Narciso de Laprida. Los autotitulados “patriotas”, por mucho que se autoproclamen guardianes de la Constitución, no representan las “leyes y los libros”. ¿Por qué, si no, ondearon banderas de la Confederación?
No vencieron, esta vez, “los bárbaros”, pero el trumpismo continúa; sigue vivo y coleando. Teniendo la oportunidad de condenar a Trump en el segundo impeachment, el Partido Republicano optó por no hacerlo, dejando el terreno abierto para una nueva candidatura en 2024, lo cual mantendrá al Partido congelado por lo menos hasta las midterm de fines del año que viene.
Cuando el primer juicio, el argumento de muchos senadores —incapaces de negar las evidencias de abuso de poder presentadas por los demócratas— fue que faltaba poco para la elección, por lo que había que dejar al pueblo “hablar”. “He’s been impeached. He’s learned his lesson”, dijo la senadora Susan Collins. Pues bien, una vez que ocurrió la votación y el pueblo “habló”, el presidente se negó a aceptar el resultado e incitó una insurrección contra el gobierno. La lección del primer impeachment, para Trump, no fue la necesidad de ajustarse a las normas democráticas, sino todo lo contrario: saltándoselas una y otra vez, la transgresión quedaba normalizada, y el caudillo salía fortalecido a ojos de sus seguidores.
Así, Trump sobrevivió a un octubre lleno de escándalos que habrían obligado a cualquier otro presidente a renunciar: los primeros fragmentos publicados de su larga entrevista con Bob Woodward, donde el presidente no solo reconoce que desde el comienzo de la pandemia minimizó a conciencia el peligro del coronavirus, sino que, movido por su incontrolable necesidad de alarde, llega a revelar secretos de Estado (“He construido un sistema de armas nucleares que nadie en este país ha tenido hasta ahora […]. Tenemos cosas que nunca se han visto o de las que no se ha oído hablar. Tenemos cosas de las que Putin y Xi no tienen ni idea”[2]); la publicación de sus tax returns en The New York Times, que desmienten, por un lado, el mito del Trump exitoso hombre de negocios, y por el otro, indican posibles irregularidades, fraudes fiscales y, lo que es peor, conflictos de intereses dadas las ingentes deudas contraídas con entidades foráneas; el incumplimiento de su familia de las normas convenidas en el primer debate electoral, al negarse a mantener puesta la mascarilla; el espectáculo mismo, tan lamentable, del debate…
La negativa a aceptar el resultado electoral, lo que se ha llamado, con razón, “the Big Lie”, vino a ser una continuación de esa normalización de la transgresión donde Trump ha jugado, de cierta forma, el rol del artista moderno, forzando a los republicanos a adoptar ese papel que a muchos no les queda bien, y poniendo a los demócratas en un rol de académicos, de aburridos defensores de la tradición y las instituciones. Lo que es, de hecho, un combate entre Trump —la revolución conservadora que él encarna— y la democracia, es presentado como una lucha entre Trump y el deep state, entre Trump y Washington D.C., entre Trump y la burocracia.
Al cabo,la democracia, tal como existe en Estados Unidos, es identificada con la burocracia, y emerge el ideal de la democracia directa: ese vínculo inmediato entre el líder y las masas, tan distinto al debate parlamentario, que Trump cultivó en sus pintorescos rallies ya no solo durante sus dos campañas electorales, sino a lo largo de una presidencia que desde el inicio quiso verse como una ruptura, un Evento donde el pueblo, al fin, se manifestaba más allá de toda mediación o corrupción elitista:
“Hoy, no estamos simplemente traspasando el poder de una administración a otra o de un Partido a otro, sino que estamos traspasando el poder fuera de Washington D.C. y devolviéndoselo a ustedes, el pueblo”[3], proclamó el presidente 45 en su discurso de inauguración.
Interpretando su derrota como injusticia, Trump encarnó al final lo que siempre, en un habilísimo cálculo político, pretendió representar. Esa parte del país que se siente abandonada, humillada, cancelada por una élite decidida a imponer sus valores seculares y quitarles las armas, ahora lo ve como última evidencia de ese despojo iniciado décadas atrás, en los años sesenta: así como ellos han sido privados de su lugar en la nación, marginados, Trump ha sido privado de su sitio en la Casa Blanca, expulsado alevosamente de su lugar. “Los olvidados hombres y mujeres de nuestro país” que él reivindicó en aquel discurso inaugural, esos que, aunque por un lado se proclaman defensores acérrimos de la libertad y responsabilidad individual, culpan siempre a los otros —las élites, los emigrantes— de su real o percibida precariedad, cuentan ahora con una afrenta más, una afrenta gigantesca, en su larga lista de agravios.
De este modo se ha sellado el pacto entre Trump y sus seguidores, y ese fringe de la derecha, que hasta ahora había permanecido al margen de las instituciones, comienza a volverse mainstream con el acceso al Congreso de políticos que siguen inequívocamente el modelo de Trump. El caso de Marjorie Taylor Green, la recién electa congresista de Georgia simpatizante de QAnon, que acaparó tantos titulares en enero y febrero, es ejemplar: ella dice en redes sociales cosas que incitan a la violencia, es privada de participación en los comités de la Cámara de Representantes y se convierte, para sus partidarios, en una víctima de la llamada cancel culture. Exactamente la historia de Trump y sus dos impeachments: ambos justificados, reacciones constitucionales al abuso de poder y a la conducta criminal, pero leídos por la derecha trumpista como acciones de una izquierda dictatorial que se empeña en poner cortapisas a la libertad de expresión.
La Primera Enmienda fue, justamente, la base de la defensa que presentaron los abogados de Trump en el segundo juicio. Que los senadores republicanos se hayan negado, de nuevo, a condenar al gran subversivo, marca por un lado el completo control del trumpismo sobre el Partido, y por el otro, la primacía del ejecutivo sobre el legislativo que caracterizó a ese gobierno movido por la idea de una “presidencia imperial”.
Apoyado por masas fervientes y un Partido amedrentado, Trump ha humillado definitivamente al Congreso, actuando como si en Estados Unidos hubiera una democracia directa, no una democracia representativa. Con ello, no ha hecho más que aumentar la polarización del país, dándoles un argumento a los sectores más radicales del Partido Demócrata: el espectáculo lamentable de los republicanos en los dos impeachments favorece la posición —hasta ahora no compartida por el presidente Biden— de quienes defienden la necesidad de hacer cambios importantes en la composición del senado, como incluir representación de Washington DC. y Puerto Rico, o eliminar el “filibuster”.
Ciertamente, los senadores republicanos representan a una minoría, y esa minoría, los que apoyaron a un potencial dictador, se empeña ahora en verse como víctimas de una dictadura. En un esfuerzo por minimizar la gravedad de los hechos del 6 de enero, los comparan a las protestas del verano pasado. La equivalencia no puede ser más falsa: George Floyd es una víctima; los que asaltaron el capitolio son víctimas imaginarias: creen, o quieren creer, que les robaron la victoria, pero las evidencias y los tribunales indican lo contrario.
Los mismos medios que, cuando las elecciones de 2018, agotaron hasta el cansancio el tropo de la invasión, magnificando aquella “caravana” que iba a ser poco menos que el final de la nación y la civilización misma, ahora que se produjo una invasión real, la minimizan. En los discursos del CPAC (Conservative Political Action Conference) el mes pasado, no hubo la menor referencia al asalto al Capitolio: toda la atención la acaparó la cancel culture. Así como antes minimizaron una amenaza real (el coronavirus) y magnificaron otra que no lo era (la caravana), ahora ignoran la amenaza de la violencia de extrema derecha, para exagerar la amenaza que representa el socialismo/comunismo.
Cada iniciativa de welfare state, cada programa del gobierno, será vista como un paso al comunismo. Lo cual resulta tan manido como refutado por la historia. Ya en los años treinta, la creación de Social Security y otros programas del New Deal fue denunciada por los republicanos como “creeping socialism”. Cuando se propuso la creación de Medicare, en los sesenta, Ronald Reagan lo tildó de “socialised medicine”, anunciando que, de seguirse por ese camino, “cualquier día ustedes y yo vamos a terminar contándoles a nuestros hijos y nietos cómo eran los Estados Unidos antes, cuando los hombres eran libres”.[4]
Hoy en día no hay debate sobre esos programas y, aún tras la aprobación del Affordable Care Act, Estados Unidos sigue sin parecerse en nada a la Unión Soviética, pero los conservadores siguen usando el fantasma de comunismo para meter miedo. El trumpismo (“Kamala Harris is a monster, she is a Communist”) ha sido visto, a propósito, como una variante última, aggiornada, del macartismo.
(Es cierto que en Cuba se pasó de un programa reformista, progresista, a un orden político y económico propiamente socialista —en su clásico ensayo “What is Castroism?”, Theodore Draper define justamente al castrismo como un movimiento que tomó el poder sobre la base de una ideología social-demócrata, pero lo consolidó sobre la base de una ideología comunista—, pero también es cierto que eso fue una anomalía, algo que solo se explica por el contexto histórico nacional y el contexto internacional de la Guerra Fría. La desgracia de Cuba fue —diríamos retomando la frase de aquel conocido ensayo de Ernesto Guevara— una “excepción histórica”. Seguir creyendo lo contrario es reproducir involuntariamente una falacia fundamental del guevarismo: la idea de que hay alguna “lección” que aprender de ese país que pasó, en pocos años, de una ley de reforma agraria que redujo el máximo de propiedad territorial a 40 hectáreas, a otra que lo dejó en 5 caballerías, para en los años siguientes meterse de cabeza en una caricaturesca “construcción paralela del socialismo y el comunismo”).
En los días que siguieron a la toma de posesión de Biden, quedó clara cuál sería la estrategia del trumpismo: presentar el gobierno de los demócratas como un esfuerzo ya no solo por satanizar a los partidarios de Trump, sino por controlarlos. Ellos, que dan pábulo a cuanta teoría de la conspiración vincula las cosas más insospechadas, desconocieron sin embargo el vínculo directo entre el 6 de enero y la militarización de Washington D.C. dos semanas después. Tucker Carlson, opinador estrella de Fox News, denunció el despliegue militar del 20 de enero como un signo de ese poder opresivo, cuasitotalitario, del nuevo gobierno. No una necesaria medida de seguridad, motivada por los violentos hechos acaecidos dos semanas atrás, sino una declaración de guerra contra la mitad de Estados Unidos. Oyendo a Carlson, parecía que Washington era poco menos que Praga tomada por los soviéticos: “The American government is at war with its own people”. (La gran ironía es que eso era así en los últimos meses de Trump. De nuevo, los trumpistas acusan a sus oponentes de lo que ellos hacen. Es el mundo al revés).
La encuesta realizada en el CPAC es reveladora: detrás de Trump, los políticos más favorecidos para la candidatura a la presidencia en 2024 son dos clones suyos: los gobernadores de Florida y South Dakota. Esta última, Kristi Noem, afirmó: “La Covid no aplastó la economía, el gobierno aplastó la economía”. Esto es, si el resto de los estados hubieran adoptado la misma estrategia que el suyo: la no intervención —“South Dakota es el único estado del país que nunca ordenó cerrar a ningún negocio o iglesia. Nunca establecimos un mandato de confinamiento. Nunca le dijimos a la gente que usaran mascarillas”[5]—, no habría habido depresión económica alguna. Según Noem, los mask mandates constituyen graves atentados a la libertad individual: “Ningún gobernador debería arrestar o multar a nadie por ejercer sus libertades”. Sin embargo, solo dos semanas antes de su discurso en el CPAC, esa misma gobernadora había anunciado que vetaría cualquier proyecto de ley que intentara legalizar la marihuana.
El mayor problema de la nación, para los asistentes al CPAC, es “election integrity”. No “election interference” —la interferencia de la Rusia de Putin, documentada en el caso de 2016 y, según un reporte de inteligencia recién desclasificado, también en 2020, no les preocupa demasiado—, sino “election integrity”. Un eufemismo para decir que la elección fue fraudulenta. Para perpetuar este mito, la derecha trumpista se repliega, curiosamente, en el relativismo: en una entrevista con George Stephanopoulos en ABC, el senador Rand Paul, puesto en la disyuntiva de aceptar o no que lo del fraude es “a Big Lie”, replicó: “Donde tú te equivocas es que, los que están en el bando liberal como tú, enseguida dicen que es una mentira, en vez de decir que todo puede verse de dos maneras distintas”.[6]
“We have to respect all viewpoints in America”, señaló unos días después Stephen Miller, el asesor de Trump, en Fox News. Y en ese mismo canal, Tomi Lahren, quejándose de la supuesta complacencia de la prensa hacia Biden, comentó que está bien que sean liberales, pero que no pretendan que no tienen un “bias”, que no pretendan que lo que dicen sean hechos…
Así, para el trumpismo posterior a la derrota no hay más que relatos, interpretaciones, historias. Significativamente, en la conclusión de su discurso, la propia Kristi Noem reivindicó la primacía de la narración sobre los hechos desnudos: “A menudo olvidamos que las historias son mucho más poderosas que los hechos y las estadísticas. Nuestras historias tienen que ser contadas. Es la única manera de inspirar y motivar al pueblo de Estados Unidos a preservar este gran país”.[7] Su relato sobre el coronavirus ignora flagrantemente los hechos —ya no solo que la pandemia es la causa de la depresión económica, sino que South Dakota, siendo predominantemente rural, es uno de los estados con mayor tasa de mortalidad en todo el país— para ofrecer una variante más del dogma republicano sobre la malignidad del gobierno y la santidad de la libertad individual (siempre que se trate de los nasobucos, que pueden salvar vidas, no de una sustancia bastante inocua como la marihuana).
En el caso de la pasada elección, desde esta perspectiva digamos narrativista, contrafactual, existirían dos relatos: en uno la elección fue legítima, en el otro fraudulenta, y si se impuso el primero es solo porque los que lo defienden ostentan el control de los medios de comunicación, y no porque haya habido un conteo de votos electorales que arrojó un resultado objetivo: un candidato ganó y otro candidato perdió, al margen de toda narrativa.
No es ya, necesariamente, que Trump diga la verdad y los demócratas mientan, sino que cada lado tiene “su” verdad, y esa verdad de los trumpistas, el cuento de una elección que les fue robada con nocturnidad y alevosía, es la historia que ahora, en esa versión última de la identity politics que preconiza la gobernadora de South Dakota, tiene que ser contada para inspirar a futuras generaciones y preservar la identidad nacional.
Esa historia madre, el proton seudos del trumpismo por venir, ignora, desde luego, otro hecho flagrante: “the Big Lie” fue además “a Big Grift”, una gran estafa. Trump no solo capitalizó la derrota en términos políticos, sino también literalmente, al solicitar donaciones que supuestamente serían usadas para sufragar los gastos de las demandas judiciales interpuestas por su campaña; sin embargo, la mayor parte del dinero recaudado no se destinó a los esfuerzos legales, condenados de antemano al fracaso, sino a organizaciones como el Make American Great Again Committee y el PAC Save America.
El gran moneymaker se hizo de nuevo de oro, tumbándoles dinero a aquellos olvidados hombres y mujeres de la América profunda, los humildes a los que dice amar. Una vez más quedó en evidencia la transacción que ha sido el gobierno de Trump: a cambio de una gratificación fundamentalmente simbólica —al fin y al cabo, ¿en qué puede beneficiarle a la gente pobre de West Virginia el muro, si la mayoría de los inmigrantes ilegales no van a ir a ese estado a quitarles sus trabajos?; ¿en qué les ha beneficiado la bajada de impuestos, si la mayoría de ellos no tienen compañías?—, sus seguidores le han concedido un poder que ha sido usado, en gran medida, para medrar.
El contraste entre la patente corrupción del gobierno de Trump —de la cual esta fraudulenta campaña de peticiones fue solo el último caso— y el discurso anticorrupción del movimiento trumpista (“Drain the swamp!” fue uno de los eslóganes en 2016) revela, por cierto, una nueva paradoja del trumpismo. Más que simple hipocresía, se diría que de lo que se trata, en el fondo, es de exacerbar la corrupción inherente a la política y, en última instancia, a la naturaleza humana misma, creando las condiciones para un autoritarismo a lo Putin. Pues, si todos los políticos son corruptos, ¿cuál es la superioridad de la democracia sobre el autoritarismo? Si toda decisión política es absolutamente pragmática, transaccional, ¿qué valor tienen los derechos humanos?
Con razón, los críticos conservadores alegan que el progresismo cae a menudo en el buenismo, confiando de manera no realista en valores como la solidaridad y la tolerancia. Se diría que el trumpismo es, ya no una saludable corrección a ese tipo de sentimentalismo, sino su exacta antítesis: una suerte de “malismo”, que apela a los peores instintos de la gente. A la violencia, en última instancia.
La fantasía última, verbalizada por muchos de los grupos más extremistas de la coalición MAGA, es la idea de una nueva guerra civil. Todo en nombre de la Constitución, pero es evidente que en esa conflagración proyectada ellos serían los confederados y los “liberales” serían los impíos invasores del Norte. Aquí se ve claramente el funcionamiento de la ideología. “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”: esos cambios políticos, sociales y económicos que habrían provocado la decadencia de la nación en las últimas décadas, se han producido de manera paulatina, en el marco constitucional; suponer su inconstitucionalidad es, justamente, salirse fuera del ámbito constitucional, “alzarse”. El trumpismo sabe, deep down, que en el terreno de las leyes y los libros ha perdido la batalla, así que la quiere sacar a cielo abierto, al arrabal cenagoso. Los nuevos revolucionarios quieren prenderle fuego al edificio, romper el contrato fundacional que ha garantizado la estabilidad de la nación durante dos siglos.
Ahora que el trumpismo vuelve a su espacio natural: la oposición, se renueva ese costado antisistema que ya advirtieron los primeros observadores de la campaña de 2016. En el discurso de clausura del CPAC, Trump arengó a los republicanos: “Yo creo que ustedes son más que ellos, pero ustedes son más amables que ellos. Ustedes no son tan agresivos como ellos”.[8] Esto es: aun tras el asalto al Capitolio —que no se mencionó, pero es obviamente el trasfondo de su discurso—, el caudillo les dice a los montoneros que tienen que ser más duros. Concluida su fase institucional, el movimiento MAGA se revela como lo que siempre —de forma más o menos sorda, según el momento y el contexto— ha sido: una apelación a la violencia. Para darle visos de legitimidad, el escenario que presenta es una ficción distópica, un mundo posdemocrático y totalitario donde ellos son víctimas, en tanto han sido privados de libertad de expresión:
“Antes, habríamos debatido. Yo debato. Me han visto hacerlo durante años. Ellos proponen algo. Yo debato. Ellos debaten. ¿Quién sabe quién gana? La gente va y vota. Ven qué pasa. Ellos expresaban su desacuerdo. El público lo escuchaba. El debate y el discurso se producían. Y entonces alguien tomaba una decisión. Ganabas o perdías. El público elegía. Pero ahora no hay debate, porque ellos se niegan a dejar que nuestro lado hable o que se nos escuche. No quieren debate porque ganamos fácilmente en los debates, muy fácilmente”.[9]
Vemos, de nuevo, la decepción del trumpismo en todo su esplendor. Todo lo que de hecho tuvo lugar —cada lado hizo su propuesta; hubo debate; los dos programas electorales fueron escuchados por quien quiso escucharlos; el público hizo su elección, que favoreció a un candidato por un margen no aplastante, pero sí considerable— es desconocido, negado y tergiversado, justamente por el bando que saboteó el debate y sembró el caos. Lo que Trump presenta como una situación efectiva —la dictadura— es aquello que él está intentando crear. Lejos de intentar ofrecer soluciones políticas a los conflictos, el trumpismo es un esfuerzo por agudizarlos, manufacturando las condiciones para la violencia política mediante una intensiva campaña de desinformación y un ataque insidioso al sistema desde dentro.
Quien ahora dice que no le dejan hablar, es justo aquel que convirtió en un circo el primer debate electoral y se negó a participar en el segundo. Cuando ABC decidió entonces convertir el evento en un townhall con Biden, Trump programó otro a la misma hora en NBC, con el obvio propósito de tener mayor audiencia, porque ¿qué atrae más atención que un choque de trenes?, ¿qué jaula del zoológico es la que siempre tiene más espectadores delante? Sin embargo, el townhall de Biden superó en ratings al de Trump. De algún modo, ahí se decidió la elección.
Como escribió el gran John Adams, “facts are stubborn things”.
Notas:
[1] “These are the things and events that happen when a sacred landslide election victory is so unceremoniously & viciously stripped away from great patriots who have been badly & unfairly treated for so long. Go home with love & in peace. Remember this day forever!”.
[2] “I have built a nuclear —a weapons system that nobody’s ever had in this country before […] We have stuff that you haven’t even seen or heard about. We have stuff that Putin and Xi have never heard about”.
[3] “Today, we are not merely transferring power from one administration to another or from one party to another, but we are transferring power from Washington, D.C., and giving it back to you, the people”.
[4] “One of these days you and I are going to spend our sunset years telling our children, and our children’s children, what it once was like in America when men were free”.
[5] “Covid didn’t crush the economy, government crushed the economy.” “South Dakota is the only state in America that never ordered a single business or church to close. We never instituted a shelter in place order. We never mandated that people wear masks”.
[6] “Where you make a mistake is that people coming from the liberal side like you, you immediately say it’s a lie instead than saying there are two sides to everything”.
[7] “As conservatives, we often forget that stories are much more powerful than facts and statistics. Our stories need to be told. It is the only way that we will inspire and motivate the American people to preserve this great country”.
[8] “I believe your numbers are bigger than their numbers, but you’re nicer than they are. You’re not as vicious as they are”.
[9] “In the past, we would debate. I would have it. I debate. You’ve seen me for many years. They throw something. I debate. They debate. Who knows who wins? People go. They vote. They see what happens. But they would have an idea. They would disagree. The public would hear it. The debate and discourse would take place. And then somebody would make a decision. You would win. You would lose. The public would make up its mind. But now there isn’t a debate because they refuse to allow our side to even speak or be heard. They don’t want debate because we have easy victories in a debate, very easy victories”.
Cuba, con el alma al aire
¿Por qué el desnudo, individual o en grupo, se ha convertido en manifestación de protesta? Porque viola una absurda prohibición. Porque arremete contra la moral dominante, impuesta por los falsos atuendos. Y por más falsos discursos. De los falos falenterados.
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