Más julios y menos eneros

Padre de tres infantes, una niña de 5 años, otra de 2 y un bebé “varoncito” en camino. La mayor nació en París, la más pequeña en São Paulo y el tercero probablemente nazca en Santo Domingo, he aquí un parentesco con rasgos itinerantes. 

Adulto, mucho vivido y poco experimentado, me desarrollo hoy en un ambiente de itinerancia. Viajar un poco no viene con mi trabajar sino con mi presencia en un núcleo familiar expatriado. Cubano de nacimiento y crecimiento; francés naturalizado y socializado, y hoy viajando un mundo que a veces me espanta.

Voilà moi, un cubano cualquiera perdido por los países; un hombre, un macho beta lambda. Y es, últimamente, que esa idea me angustia: “¿cómo he llegado yo aquí?”. En estos días la sensibilidad se me ha escapado por los sucesos sin precedentes en la isla (archipiélago) de Cuba. Por primera vez, el pueblo expresa su sentir, sin otra convocatoria que la de la tristeza, la desesperación, el terror y el horror que cada cubano nacido después del 59 ha tenido que experimentar. Estas causas de caos y manifestaciones me guiaron hasta mi propia vida, como ser social cubano fuera de Cuba.

Recuerdo que cuando llegué a París un amigo me sorprendió al llamarme “exiliado”. Esa idea del “exilio” me molestaba mucho, por una simple razón: yo había salido de Cuba porque así lo quise, fue una “decisión personal”. En aquel momento consideraba como mía la responsabilidad de haber dejado mi país, mi ciudad y mi familia. Mucho tiempo después entendí que si no hubiese sido por el gobierno de la Revolución, yo nunca hubiese dejado Cuba, de la forma en que lo hice, para siempre.

Yo nací en enero de 1991; en ese año el gobierno cubano y Fidel estaban agarrándose al poder por los dientes, como hoy también suele suceder: ideología y represión. A partir de ese mismo año la sociedad cubana tuvo que “apretarse los pantalones”, había muchísima escasez y el entretenimiento de la provincia caribe-soviética había llegado a su fin. 

A partir de ese momento también, la actitud de Fidel Castro, autoproclamado máximo líder de Cuba, era más testaruda, más reacia, más adicta al poder; el gran líder se sentía personalmente traicionado y/o utilizado por los soviets. Ese mismo sentimiento de rabia frustrada y odio era lo que habían generado Fidel y la Revolución dentro de la sociedad cubana; el júbilo revolucionario, el entusiasmo mayor de las manifestaciones revolucionarias están siempre conformadas por la saña y el rencor al otro, al diferente, al que no dice que sí, al universal, al liberto. 

Los años 90 fueron bien sombríos; la sociedad cubana y lo cubano comenzaron rápidamente a desmoronarse más, a perder esencias y existencias debido a la precariedad, a la desesperanza, a la soledad y al desamparo. Durante treinta años la Revolución había destruido toda novedad e innovación y dejado al pueblo en trapos, batiéndose entre sí para sobrevivir.

Mi madre y mi padre ya para ese entonces estaban separados; yo crecí con mi familia materna. En el Maleconazo, manifestación instantánea, que después fue reprimida y tomada por las brigadas de respuesta rápida, mi tío fue apresado, por andar sin camisa, por caminar por la calle Reina, por cualquier cosa. 

Yo recuerdo muy vagamente los corre-corre de aquellos días, el “dicen que…” reinaba en casa, el miedo, los apagones. Mi madre, médico legista con una carrera despuntante, “vivía para su trabajo”; a su cargo, su madre retirada sin retiro y dos hermanos menores con los problemas de dos hombres blancos y heterosexuales en un barrio de Habana Vieja, y luego estaba yo, aquel niño que crecía casi sin padre y con una madre ejemplarmente ausente por momentos.

Recuerdo que el pensar de mi madre en cuanto al barrio era bien desconfiado. Ella era una hija de la Revolución, nacida y crecida en una ya revolución fallida; desarrollada intelectualmente en un sistema educacional que si bien parece de excelencia, está ligeramente minado de bases ideológicas bien arcaicas, represivas y dictatoriales. 

Yo era un niño negro en una familia blanca; para mí, ser “un negro de quicio” no era una posibilidad. Yo debía estudiar y, sobre todo, fuera de ese barrio. Un negro de quicio, así llamaba en aquel entonces el gobierno revolucionario a aquellos jóvenes y adultos que se descarriaban de la vida laboral, apáticos socialmente; quienes eran discriminados y procesados legalmente por su non sentire. Por aquellos años, la Ley de Peligrosidad arrasaba; el jefe de sector que te cogiera sentado en la puerta de tu casa te llevaba esposa’o.

Bajo esa presión en válvula de injusticia vivía yo, si decidía no hacer las tareas, pues por el lenguaje mi madre actuaba siempre con una inconsciente represión hacia ella y hacia mí.

Estudié mi primaria entonces en un barrio del Cerro, en Carraguao, en la misma calzada, para no estar, supuestamente, bajo la intervención del gueto; es importante señalar que esa niñez fue la de un niño medio en la sociedad de La Habana, niños como yo eran muy poco recompensados, aunque “no podíamos quejarnos” y nuestros padres “hacían lo imposible” para darnos un futuro mejor. Sin embargo, la incapacidad de nuestros padres y madres de percibir el devenir de la sociedad cubana nos expuso al maltrato de nacer y crecer en la Cuba revolucionaria.

Cuando tenía 7 años fui captado para jugar basquetbol e integré el equipo más conflictivo de toda la ciudad de La Habana. El municipio Cerro contaba con grupos de varias edades y todos eran las fieras del terreno, sobre todo porque preferíamos dar golpes que ser golpeados en el pecho o en el rostro por aquel entrenador. En cada competición, los niños eran martirizados sin control, cada coach podía comportarse como quisiese frente a la institución y los parientes.

Uno de los profesores en cuestión fue juzgado por tener relaciones sexuales con un niño preadolescente que “no se negó”. Yo recuerdo cuando el equipo se bañaba desnudo en la cátedra, saltando “en cueros” con cubos de agua, y él nos miraba; o cuando cada uno tenía que esperar su turno para entrar a hacer algún ejercicio y los muchachitos se sentaban en sus piernas. 

Con la gracia de la institución revolucionaria que prefirió mirar a un lado para evitar escándalo, el profesor cumplió una baja sentencia, tan baja que hoy entrena aún equipos de basquetbol en otros municipios. Así, era una práctica deportiva sin supervisión real, sin la gestión educativa adecuada, sin responsabilidad ni mesura. Niños víctimas de un sistema amoral.

Por los años 97 o 98 ya casi ni me veía con mi padre; él estaba de novio con una jugadora de voleibol y la engañaba con enfermeras jóvenes y menores. Mi padre era ginecólogo de éxito, del cual no aprendí más en aquel entonces que a limpiarme los zapatos antes de entrar al “ladita”. Un negro bonito e inteligente él.

Cuando tenía 9 años, mi padre salió de viaje para una misión médica internacional cubana; un año después se decidía a dimitir de su posición allá. A partir de ese día, mi padre no pudo entrar más al país. El Gobierno revolucionario lo había castigado. Su salario guardado en Cuba fue decomisado, mi abuela paterna repudiada al punto de negar la existencia y la mención de su propio hijo; durante un par de años yo crecí con la idea de que mi padre había hecho algo mal. Mi persona era magnificada por la imagen de mi padre y a su vez él era destruido ante mi persona.

Solo volví a verlo doce años después. Mi abuela, su madre, fue a visitarlo al extranjero años antes y allí falleció repentinamente. Cuando se hizo la gestión para el transporte del cadáver: el doctor Bubaire no tuvo derecho a entrar al paísni siquiera para entregar el cuerpo de su madre a sus familiares. 

Mi padre nunca más ha regresado a Cuba, perdió a su familia, por la cual ya tiene poco interés; dejó de amar a su primogénito pues el tiempo de separación creó una brecha infinita, perdió el amor a un país por no poder en ninguna circunstancia ser parte de él.

Mi padre es hoy un hombre de éxitos sin existencia, un hombre de ninguna parte, y lo más descorazonado es la imposibilidad de establecer incluso un lazo sentimental con su tierra y su gente; el dolor le ha hecho suprimir su alma. Sin Alma, pero sin amo.

Así me quedé sin papá, sin otro modelo masculino más que las barbas de Fidel Castro.

En la preadolescencia me radicalicé un poco, la violencia y el bandidismo eran mis terrenos de juego, salir en bicicleta a jugar a los arrebatadores, por las calles con una banda; en las noches, salir a los bonches y estar con “fuerza de cara” (bad boy attitude). Estaba en la escuela secundaria con más broncas del municipio Cerro; ya se habían dado casos de “punzonazos y chavetazos” entre los niños de aquella escuela; las niñas ya practicaban, en su mayoría, el sexo como un juego de jardín y los embarazos y los abortos se comentaban por los pasillos. 

En aquel entonces, las bolsas canguro estaban de moda, la mía estaba llena de punzones y así los pasaba entre los colegas de la escuela; para mí era todo un juego, nada serio y lamentable. Solo pensábamos en demostrar quién era más hombre hiriendo a otro. Ser abakuá era la tendencia también, pues eso nos permitía violentar a uno con el respaldo de un grupo. En aquella época fue además el boom de los profesores emergentes y de las relaciones sexuales entre no educadores y no educados, un mundo sin control.

Algunas profesoras nuevas de Las Villas se prostituían y las de Sancti Spíritus vendían caramelos y chicles. Aquellas jóvenes descubrían La Habana y para nosotros era un provecho dejársela ver a través de nuestra bragueta. ¿Pero qué puede un niño de 12 o 13 años? Todas estas cosas eran sabidas, pero las medidas tomadas siempre fueron insuficientes, pues el sistema educativo estaba ya deshecho y lo importante era experimentar y simular con los niños, con la educación y con el país. Muchos amigos fueron presos también, incluso siendo menores, pues los centros de reeducación estaban abarrotados y, para la alta dirección de Educación y los altos funcionarios en cargo, un joven de 13 y 14 años “ya sabe lo que hace” y debe ser juzgado.

Yo, en ese entonces, quería ser Profesor General Integral (PGI), por la simple razón del shortcut hasta la enseñanza. El deseo pasó en cuanto supe que antes de comenzar a ser escogidos para tal profesión había que hacer un acto político frente a la Oficina de Intereses de Estados Unidos.

Y mientras tanto, ¿la familia? Una madre ahogada por la frustración de lo cotidiano, lavando a mano, con detergente en polvo, manteniendo a su madre desocupada, a un hermano descarado y a otro entrando en las jugosas manos del alcoholismo cubano. 

Todos los días eran horas de espera, de ómnibus, camellos, o lo que pasara. Yo para la escuela y mi madre para el trabajo; trabajo que ella amaba apasionadamente, al punto de ni siquiera salir del país, a nada. Mi madre tuvo muchísimas oportunidades de viajar y conocer el mundo, pero tenía miedo de los americanos, decía que por aquellos países no se respetaba al ser humano y que la gente tenía que pagarlo todo; eso me contaba mi madre cuando yo llenaba un pan con cucharaditas de azúcar. Esa era la educación revolucionaria que mi madre recibió y que me transmitía a diario. La precariedad y el esfuerzo continuo por su familia y la Revolución eran demasiados como para quitarle la venda de los ojos. Además, el favor alimentario de algún coronel o el amor con algún capitán no la ayudaban tampoco a no nadar en ese mar de mugres.   

Cuando cumplí mis 15 años no me quedaban muchas opciones, al menos escolares; debía decidir si quería encerrarme en un preuniversitario en el campo para intentar garantizar mi entrada a la universidad o seguir en la calle, haciendo un diplomado de técnico medio. Naturalmente, yo debía escoger sin opciones. La fuerza del estudio y del saber me obligaba a encerrarme lejos de mi familia por un período de tres años, en las afueras de La Habana, de lunes a viernes, regresando el fin de semana a casa. Fue ese mi escoger y me vi allí entonces. Era esa la propuesta de la Revolución para jóvenes como yo.

Yo estuve en uno de las tantas instituciones conocidas por Ceiba. Existían algunas mejores y peores, una especie de centro penitenciario para adolescentes o no ya adolescentes, pues los profesores, funcionarios y vecinos de aquel lugar eran adultos, y todos, de una manera u otra, terminaban intercambiando mercancías, pensamientos, fluidos o golpes con los niños y niñas que allí estudiaban. Tres años de pura pesadilla. 

El pueblo cubano, sobre todo mi generación, está muy acostumbrado a este tipo de sistema de educación que desapareció hace poco. Aún están los nostálgicos terribles que recuerdan con gozo los tres años de preuniversitario; esa nostalgia viene con el gen de lo desagradable, de lo horroroso, de lo sucio, de lo terrible.

En esos tres años de aislamiento colectivo casi forzado, pude ver lo que un niño de 15 años no debería. El robo era un trazo de la experiencia en ese lugar: llegar a tu cama y no tener toallas ni sábanas, llegar a tu taquilla y no tener más comida; robarle al otro entonces su toalla y su sábana, cambiarlo o venderlo en el pueblo por un poco de ron artesanal o cigarros, pedirle entonces a tu familia otros neceseres. En aquel lugar la Revolución había eliminado bien las castas sociales, visibles y superficiales de la sociedad cubana; en ese lugar, aquel que fuese privilegiado sufría en carne propia el peso del sistema (educativo y social) cubano; amanecía aquel dichoso ser una mañana sin zapatos, sin ropa, sin maletín, sin uniformes, sin comida, sin joyas, “le metían un palo”. Todo esto era experimentado o atestiguado por mí, en soledad, sin adultos que tomaran las riendas o nos dieran las herramientas para afrontarlo todo.

Eran dos edificios llenos de niños, de menores, las hembras hacia un lado, los varones hacia otro. Esta separación era inestable, los aleros se llenaban en las noches para correr y meterse en alguna que otra cama para “acostarse” con una muchachita o muchachito; los profesores hacían guardias y le caían a patadas a aquel que detuviesen en otro dormitorio. Algunos cayeron de esas alturas, unos diez metros contra el suelo campestre; otras fueron espiadas y violadas por habitantes de la zona. Todo podía acontecer entre esos dos edificios. 

En los niveles más limpios se buscaban los respiraderos para pasar una noche de sexo oral; algunos profesores rentaban las cátedras o aulas y se tenía entonces el lujo de una mesa o un sofá. Mientras tanto yo vivía la sexualidad completamente en frustración, por olores, por sabores y por gustos; la enseñanza era, sobre todo, aprender a ser y a comportarse como una rata.

Así era el ambiente de ese liceo. El entorno social además era de un total desprecio por el estudiante y por sus mejores pupilos. Recuerdo que a muchos de los que medían menos de un metro sesenta los golpeaban en las noches, los estrangulaban mientras dormían, los lanzaban del segundo piso dentro de una caja; todos estos eran juegos de “hombría”. 

Las niñas también tenían lo suyo, a las más “blanquitas” y delicadas les esperaba un suplicio en lo cotidiano; obligatoriamente, si no querían perecer en esos tres años, debían convertirse en personas repugnantes para hacerse respetar. Recuerdo que en medio de un curso un par de chicas rompieron en sollozos: “yo quiero regresar a mi casa”, decían; signos de debilidad que en la sala de clases invocaban la burla de sus colegas y en las noches atraían las golpizas.  

Por suerte para mí, el pasado de ligeros bandidismos y mi altura basquebolística me ayudaron, casi, a no ser destrozado dentro de aquellos muros. Sin embargo, mis sentidos se desarrollaban entre torturas y pavorosos gritos. Pude ver lo que nunca durante cada uno de esos días, las ratas inmensas que cenaban en familia en el platanal justo al lado del comedor ; mis amigos que eran bañados en orina y saliva porque no querían someterse a las órdenes injustas de un jefe de pabellón; amigas que perdían el cabello por la ansiedad; madres que llegaban gritando a los pasillos pues su niño recién llegado fue apuñalado y perdió un brazo; profesores despedidos por “magullar” jovencitos; defecar sosteniéndome de pie durante años; lavarme siempre con solo un balde de agua fría, en invierno o en verano; frijoles con gusanos; moho en los colchones y mierda en los lavaderos; un encierro semanal durante 900 días.

De qué no se salva uno cuando nace y vive dentro de las grandes garras de la Revolución. Así, de lugares como esos y peores, salía la juventud habanera; de los que lograban salir caminando, algunos iban al mito de la UH (Universidad de La Habana), otros a una escuela de Artes, otros a cursos técnicos; los de más abajo eran captados por el Ministerio del Interior o las Fuerzas Armadas, los de nivel inferior iban a ninguna parte y los que realmente no sabían qué hacer de la vida inanimada de la sociedad entraban en las vías de la salud pública cubana: técnicos en ciencias médicas, enfermeras, másteres, licenciados y hasta vanguardias del internacionalismo. En mi caso, por no sé qué voluntad divina salí destrozado y voluntario a la especialidad de Filosofía en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Habana.

Yo creí durante un mes que la Universidad sería al año siguiente, después de terminar mi condena en aquel centro mordaza; sin embargo, olvidé el año obligatorio de atención a la Revolución, el Servicio Militar Obligatorio. 

A los que lograban “universitarse”, les tocaba un añito y a los que no, se “jamaban” dos. Yo me fui en el primer grupo. La experiencia fue una gran pérdida de tiempo, cuarenta días de internamiento en una de las mejores unidades militares de Alamar y luego un año jugando y bobeando en una empresa de Correos de Cuba. Yo fui uno de los agraciados de Ramiro Valdés y de todas las madres que movieron la Tierra para no ver su hijo encerrado en un batallón de gente desquiciada. En esa promoción, estuvieron los hijos de los lamebotas y cómplices del Gobierno revolucionario, y estuve yo. Nada importante que señalar; desperdicio de 369 días, y aprendizaje del cómo funciona, también, la esclavitud cubana. Mano de obra infantil barata y descaro, he aquí elementos de la sucia y vil gestión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cubanas.

Entrar en mi primer año universitario fue como el final de mi relación directa con la institución cubana. Aquel departamento de Humanidades no lo era más. Las “deshumanidades” me desmitificaron la Universidad de La Habana, la escalinata. El espíritu universitario era rutinariamente festivo; el contenido estudiado era girar la tuerca de un tornillo sin rosca. La mayoría de los jóvenes de mi Facultad no éramos más que pollitos en una industria de alitas de pollo. Éramos 73 estudiantes de Filosofía (marxista-leninista). 

La maître M. P. se abofeteaba y se horrorizaba al ver muchachitas masticando en sus cursos; alguna profesora de Historia sentía el “sabotaje” en sus lecciones; los turnos se suspendían para apalear disidentes y yo ya resentía inhumanidad. Nunca me otorgaron el carnet de la Federación Estudiantil Universitaria, aunque la membresía es “obligatoria”; se repetía un sistema electoral donde los candidatos eran irreconocibles por sus labores o célebres por su ocio. Sin embargo, no votar tampoco era una opción entendible para la institución y sus secuaces en la UH. En una “no conversación” forzadamente mantenida por tres dirigentes de la Unión de Jóvenes Comunistas fui advertido que ellos también eran la Revolución y mi perfil les era desagradable. En lo particular, me encanta escuchar al terror hablar; tu ego pasa y da una vuelta, es no dejar entrar el horror pero sentir el destrozo; magullarlo tú al mismo tiempo, con el silencio, con la actitud, con el lenguaje y perder de nuevo el control; pero siempre sabiendo quién lleva la verdad con espíritu de justicia. Cuán injusta es la Revolución, como gobierno, como Estado, como único, autocrático, falocrático y dictatorial poder.

Debajo de un Anthony universitario, se manejaba en su esencia un corto historial disidente y una experiencia traumática con el Departamento de la Seguridad del Estado (DSE). Desarrollado completamente el sistema auditivo y nervioso al sonido de una moto Susuki y un carro Lada, que podía ser modelo 1300 o 1500, pero que siempre tenía un jadeo de bien usado. Un Lada torturado, torturando por y con los torturadores; sufría así la industria automovilística soviética. A veces yo corría, detrás de la puerta, mirando por la rendija, cuando escuchaba aquel motor encenderse y doblar la esquina; hubo rojos, blancos, verdes, pero sobre todo hubo Omar y Pablo.

En la Universidad ya eran estos dos agentes quienes me atendían “de antes”. Mi validación como gusano en la Universidad de La Habana fue cuando el agente Pablo me hizo una visita sorpresa; la secretaria docente de la Facultad se apareció en la puerta buscando mi rostro, con el suyo enmudecido y pálido, como si hubiese visto la misma muerte. “¿Quién es Anthony Bubaire?”, preguntó mirándome, pues esa señora ya conocía mi nombre. “Te están esperando en la Secretaría”. 

Ya sabía yo quién podía ser y, claramente, enviaron al policía “bueno”. Es siempre el bueno el que debe atemorizar a los otros; no obstante, siendo oficial operativo del Ministerio del Interior cubano (MININT), como agente operativo del DSE, cómo podría ser él entonces bueno. ¿Cuál era la positiva misión que tenía esta vez? Es bien conocido por todos los cubanos vivos hoy en Cuba que la representación de un delito, dicho “de Estado”, es una razón para perecer como persona y vivir eternamente con el terror de que el inquisidor esté esperándote a la vuelta de la esquina. Así como quemaban sus brujas en España en el siglo xv, en el siglo xxi Cuba hacía de tribunal de oficio con todo un pueblo; la moral revolucionaria diariamente impuesta.

De los encuentros múltiples con Omar y Pablo habría una novela para contar, pero mi memoria me falla y la experiencia ha dejado en mí una huella tan profunda que aún no es “valorable” recitar al respecto.

Sí es importante, igualmente, acotar que el régimen cubano está protegido por una capa fina de agentes operativos que funcionan como seres sociales normales, aplicando peso, ideología, temor y sospecha en todas las esferas de la sociedad cubana. Podría incluso pensarse que cuando se habla de “pueblo cubano”, de manera nacional o internacional, por las vías institucionales y los medios de prensa, se estaría hablando de los oficiales operativos del MININT en civil; pues, quienes tambalean la sociedad cubana, quienes dirigen el paso y el comportar del rebaño social son oficiales que apagan llamas cívicas con coacción e invisibilidad. 

No existe un centro de trabajo o institución en Cuba que no posea en su lecho organizacional un escritorio para la Seguridad del Estado o algún que otro agente que trabaje a modo de chivato. Cada agente, dependiendo de su zona geográfica o su especialidad, es captado desde muy joven. No trabajan relacionándose entre sí; pero sí laboran juntos, como perros ovejeros que se esparcen entre las ovejas.

La inocencia ante este poder ejecutivo sería pensar que existe cierto desconocimiento del material trabajado por parte de los agentes de la Seguridad del Estado. Sin sublimar el trabajo que ellos realizan, puedo testificar que, aun esos agentes, desconociendo conceptualmente la labor que ejecutan, pueden ser espeluznantemente efectivos en el ejecutar; desde el jadeo de Miguel Díaz-Canel hasta el transportarse de Pablo y Omar, ya existen directivas precisas sobre el procedimiento a aplicar a cada una de las figuras que disida, a tal punto, que ya hoy en Cuba, disidir, desacordarse de cualquier política institucional, ya otorga el estatus de “disidente”, “contrarrevolucionario” o “gusano”.

Estas etiquetas circulan en todos los departamentos ligados a la Seguridad del Estado, pues el Estado cubano combate, sobre todo, el pensar. Esto hace que yo, trabajando como asistente de producción de un documental biográfico prorrevolucionario, pueda ser confrontado a improperios como “cabrón” o “gusano de mierda” por parte de un total desconocido, vinculado con agentes de civil que, de tan solo ver mi nombre y mis apellidos escritos sobre un papel, ya supo qué actitud adoptar; una reacción así instantánea me ayudó, temerosamente, a vislumbrar en los ojos de ese señor lo diabólico de la Revolución cubana. 

Por eso y por mucho más, no se podría esperar una “concientización” de la verdad y de la justicia por parte del sistema de Seguridad. Desde los más altos cargos del Comité Central, se forman canes de guardia que no soltarán ni reflexionarán en cuanto al poder estatal.

“¿Tú y cuántos más?”, me decía mi madre; “Y ni te atrevas a decir que lo haces por mí”Con lágrimas en los ojos me empujaba y me imploraba que dejara el país. ¿Y por qué no? Solo estaba, o al menos solo me sentía en esa lucha por la libertad de Cuba. En el último conversatorio con Pablo y con otro señor, jefe de ellos al parecer; entre muchos altibajos, me dijeron que sin “tocarme”, sin ni siquiera estar allí, el peso del DSE caería sobre mí. 

Yo pensé y dije que ya sabía, pero pronta fue la corrección del agente Pablo cuando me dijo: “Tú no sabes”. Yo en ese momento pensaba en la destrucción de Heberto y en la persecución de Reinaldo; pensé también en la soledad de Virgilio; pensé en mí y ahí estuvo mi culpa.

Con tan solo dos maletas, una de libros y otra de ropas, dejé Cuba y dejé todo, salí a cualquier lugar para nunca volver; no perdí ni carro ni casa, perdí una vida. Naturalmente, gané otra, más saludable y seguro más admirable. Pero el cambio fue definitivamente una ruptura, otra ruptura. Yo soy entonces un exiliado, un desterrado político-social-psicológico. Sin preparación de absolutamente nada, sin tener opción de vida, sin construirme como ser social en profundidad. La Revolución nos impide y nos desaparece esa posibilidad de ser.

Desplumada, sucia y cabizbaja estaba la gallina por las manos de Stalin y así fue a comer, luego, granos de maíz del piso; regocijándose como si nada, en las botas del tovarich Iósif, “el hombre hecho de acero”.

Cada cubano que a partir del año 1959 ha tenido que obligatoriamente salir de Cuba, buscando cualquier cosa, huyendo de esto o de aquello, encontrándose solo y con los suyos, y sin nadie y con mucha gente; sin tener elección real de a dónde ir o a dónde pertenecer; sin tomar lo que le es suyo y sin saber lo que les pertenece; cada uno de esos cubanos estamos en una eterna muerte ciudadana. Olores, sentires, maneras nos fueron arrebatadas e invisibilizadas al salir de Cuba e incluso viviendo en Cuba. Y es así que para todos aquellos que vivieron la Revolución, Cuba les está en cualquier parte, en el café que hoy me quedó más azucarado, en el reencuentro con un mamey, en el color del cielo azul con una nube, en el aire del mar, en el correr, en el andar.

Los cubanos que vivimos fuera de Cuba llevamos años vagando, marinando gestos y culturas, tomando como identitario una pasión, sin ni siquiera a veces saber de nuestro escudo, de nuestra lengua, de nuestra flora. Así intentamos olvidar y reprimir el desastre de nuestra infancia, la precariedad, los gritos, los llantos. Así evitamos pensar en nuestra adolescencia eviscerada sin plataformas de propuestas, sin ocio y sin conocimiento; con mucha bebida y mucha droga, vomitando antes de llegar a casa con mami, llorando en Emergencias con una dextrosa en el brazo; los abortos, las enfermedades, las muertes y las prisiones.

La adultez en penuria, la vejez miserable, el eslogan espiritual del proceso revolucionario sexagenario. La vida de todos los cubanos vivos en este siglo ha sido generalmente afectada por el gobierno de la Revolución cubana. 

Niño, joven o adulto, pueden atestiguar que, semiológicamente, todo el desagrado de su vida vivida en Cuba viene del mandato indefinido de Fidel y la obra sombría del Partido Comunista cubano. Ese vellocino de oro que es el archipiélago extendido en el mar del Caribe esconde bajo su vellón un desagradable muro carcomido por roedores y hediondez, desde el alfabetizado guajiro que nunca más cultivó la tierra hasta los parquecitos de la Habana que un día fueron teatros y cines. 

Cuba bajo la Revolución es un cadáver flotante del cual salen cada vez más gusanos y del que moscas mierderas perdidas se alimentan incesante e inconscientemente.




Anthony Bubaire

¿Sigo siendo un disidente cubano?

Anthony Bubaire

Fui pueblo, fui juventud, fui disidencia y viví bajo un trauma tal que hoy puedo ponerme en la piel de cualquiera de esos “oficiales operativos” y de sus víctimas. De mi experiencia han pasado más de diez años; sin embargo, ni un bando ni otro han cambiado.