Mi trabajo no es usted

Probablemente, todos los cubanos que peinan canas, o tenemos menos pelo que a los 20 años, como es mi caso, recordaremos aquella inscripción que podía leerse en casi todas las cafeterías, merenderos, restaurantes y otros centros gastronómicos, en los 70: MI TRABAJO ES USTED.

Lema al que, por cierto, ¿se acuerdan?, solía acompañar aquel otro que rezaba así: NO PASE: AQUÍ FUNCIONA UN COMITÉ DE PROTECCIÓN FÍSICA. Y firmado por la ADMÓN. Lo que, cuando yo tenía 7 añitos, me parecía muy gracioso, porque sonaba como a dios o faraón del antiguo Egipto: Admón-Ra, Admón VII…

¿Mi trabajo es usted? Pero, ¿acaso podía ser de otra manera, tratándose de camareros, cajeros, porteros, etc.? 

Mirando hacia atrás ahora, se me ocurre que por entonces más de uno ya se había percatado, con lógica preocupación, de cuánto se había perdido, y se seguía perdiendo, en lo que respecta a la cultura de los servicios en la Cuba revolucionaria. 

Y se intentaba solucionar el problema, sólo que al estilo del Che Guevara. O sea, con el estímulo moral y apelando sólo a la conciencia. Esto, con mejores intenciones que eficiencia, huelga decirlo, porque el interés material mueve al mundo. ¡Hasta Marx lo sabía! 

¿Podía ser de otra manera? Porque aquellos eran también los años en los que se debatía enconadamente si los gastronómicos tenían derecho a… ¡quedarse con las propinas que recibían! O si estaban en el deber revolucionario de entregarlas a la Administración: o sea, al dios Admón-Ra. Para así compartirlas entre todos los trabajadores del establecimiento, o donarlas al Estado. 

¡En serio! Ah, ¡qué tiempos tan ingenuos eran aquellos!

También, considerando el que un hombre (o mujer) tuviera que servir a otro como un rezago del pasado jerárquico, y pretendiendo recalcar que todos éramos iguales, el gobierno revolucionario intentó favorecer a toda costa los establecimientos de autoservicio. 

Parecían la solución ideal: sin camareros que debiesen rebajarse, encargándose de las órdenes (¡hasta el nombre del pedido traía ecos feudales!) de los clientes. Al contrario, eran la posibilidad (¡obligación!) de que cada usuario eligiera lo que iba a comer y lo llevara a su propia mesa en la bandeja.

Hoy le llamarían “autogestión”, probablemente.

Muchos establecimientos gastronómicos capitalinos funcionaron así, durante años. Por ejemplo: Cinecittá, la pizzería en 23 y 12, así bautizada en los años 60 cuando la fiebre del cine italiano; y La Pelota, cafetería justo enfrente, cruzando calle 12: uno de los pocos sitios donde se podía encontrar comida después de las 10 de la noche en toda la ciudad, antes tan trasnochadora.

¿Cómo olvidar aquellas carrileras de tubos paralelos y redondos de aluminio, por encima de las que había que deslizar las bandejas llenas? Así como el perpetuo ruido de ese arrastre, y las constantes esperas, porque un determinado plato se acababa.

Desde luego, el sistema podría ser igualitario, pero para nada era cómodo. Ni eficiente o saludable. A menudo, por ejemplo, a uno le tocaba zamparse algún plato frío, a despecho de los sistemas que debían mantenerlo caliente, porque nadie lo había cogido durante media hora o más.

Por cierto, Vita Nuova, otra pizzería de autoservicio, en 21 y L, marcó también otro par de hitos inolvidables en la historia del absurdo gastronómico cubano. 

El primer hito, con platos tan innovadores y surrealistas como la pizza con mermelada de guayaba, y también la pizza con rodajas de platanito. 

El segundo y aún más insólito hito, si cabe, fue cuando, supongo que en respuesta al constante robo de los vulgarísimos cubiertos de aluminio, la administración optó por hacer firmar a cada usuario un papel, donde se hacía responsable del tenedor, el cuchillo, la cuchara y la cucharilla de postre que tomaba. Y después no se le permitía abandonar el establecimiento hasta que no entregara todos los insumos que figurasen en dicho folio.

Lo que, es obvio, ralentizó aún más el servicio. Y tampoco funcionó muy bien.

Personalmente, no me consta que ninguna pizzería llegase a implementar la ridícula iniciativa que aparece en el filme Alicia en el pueblo de Maravillas (1991) de Daniel Díaz Torres, y que fuera censurado, a sólo cuatro días de su estreno público, por sus sarcásticas críticas a la burocracia y otros absurdos nacionales, como atar con cadenas los cubiertos a la mesa, para que así nadie pudiera llevárselos. 

Quizás aquel fue apenas otro ejemplo del inventivo y cáustico humor de mi amigo Eduardo del Llano y sus colegas del grupo Nos-Y-Otros… Pero tampoco me extrañaría que algo de cierto hubiera detrás de todo aquello. 

A fin de cuentas, en este país la realidad suele superar a la ficción. Y Franz Kafka aquí no habría pasado de ser un escritor costumbrista. ¿Quién se asombraría de que un tal Gregorio Samsa despertase una mañana convertido en un monstruoso insecto, cuando tantas cucarachas morales se vuelven ministros de un día para otro?

Volviendo al tema principal de esta diatriba nostálgica: incluso en aquellos ya lejanos tiempos de igualdad casi forzada, y donde casi el peor insulto que podía lanzar un cubano sobre otro era el de “burgués”, todo el mundo sabía que los restaurantes “de verdad” no eran los de autoservicio, sino los “tradicionales”. O sea, con capitán y camareros. Los que le permitían, hasta al más humilde de los proletarios, sentirse señorial por un rato.

Ahora que el desordenam…, digo, el reordenamiento monetario y la “estanflación” han disparado (¡una vez más!) los precios de los comestibles en Cuba, y ahora que las preocupaciones del pueblo se han reducido de nuevo a tres (desayuno, almuerzo, comida), cabe recordar que en los años 70 también se pasaba hambre. Y que, con una campaña constante en contra del mercado informal de vituallas (entonces estigmatizado con el siniestro título de “bolsa negra”), casi la única opción que quedaba para llenarse la panza como es debido, y sin violar la ley, era acudir a los restaurantes.

Por supuesto, desde que la tan famosa y económicamente infortunada Ofensiva Revolucionaria de 1968 nacionalizara hasta el último negocio hasta entonces privado (¡incluido el más humilde puesto de fritas!), todos los restaurantes eran estatales. Y el derecho a comer en sus mesas sólo se adquiría reservando un estricto turno previo. Lo que debía hacerse, obligatoriamente, por teléfono.

Mi padre entonces ganaba un salario casi principesco, por ser un pionero de la televisión en color en el país. Mi madre, en tanto dentista, tampoco cobraba poco. Y mi abuela materna tenía el sustancioso retiro de su difunto esposo, que fue contador en el central azucarero de Güines. 

Así que dinero había en la familia. Y, en consecuencia, un par de veces por semana acudíamos a los restaurantes, a “pegar la gorra” y hasta a guardar, en los sempiternos “nailitos”, alimentos para dos o tres comidas más, toda vez de regreso a casa.

Todo esto gracias a la paciencia casi monástica de mi abuela… y la resistencia de su dedo. Porque, con insistencia digna de mejores fines, la madre de mi madre se sentaba por horas y horas a marcar, en el disco metálico del viejo teléfono Kellogg de negra ebonita de la casa, los números de cuanto restaurante nos quedara cerca en El Vedado, el barrio donde residíamos. Y así hasta que lograba reservar un turno para nosotros cuatro, los que luego seríamos cinco, cuando nació mi hermano Joan Manuel en 1976.

Así nos volvimos asiduos a varios sitios. Los que más recuerdo eran el enorme Moscú (antiguo cabaret Montmartre, hasta que mataron allí al esbirro batistiano Blanco Rico), un restaurante de comida rusa que luego se quemó en 1991 y cuyas calcinadas ruinas, en 23 y P, no fueron demolidas hasta recientemente; El Conejito, frente al rascacielos FOCSA (con sólo 39 pisos, hasta hace muy poco fue el más alto de la capital y de todo el país), especializado en platos hechos de conejo, y cuya arquitectura imitaba una taberna victoriana que el mismo Shakespeare no habría despreciado; y El Cochinito, de 23 entre H e I, donde el cerdo era la clave del menú, como era de esperarse.

¿Éramos privilegiados? Sí y no. 

Pese a los buenos oficios de mi abuela, hubo unos cuantos lugares del mismo Vedado a los que nunca pudimos ir: los auténticos sitios de élite. Por ejemplo, La Torre o El Emperador, en la cúspide y los bajos del FOCSA, respectivamente; El Monseigneur, en 21 y O, frente al Hotel Nacional, donde había tocado el piano y cantado el insigne Bola de Nieve; y El Polinesio, en los bajos del hotel Habana Libre, en 23 entre L y M, con su oscura, fantástica ambientación de las islas del Pacífico. Sólo excepcionalmente acudimos a alguna pizzería estrella, como La Romanita, en 11 entre 16 y 18, y Montecatini, de 15 y J.

En todos estos templos de la distinción y la buena cocina, casi tanto como el exótico menú, el gélido aire acondicionado y la rica ambientación de los locales, lo que siempre deslumbraba al niño que yo era entonces era la elegancia, cortesía y eficacia de los camareros. 

Aquellos esbeltos, indiscutibles dueños del salón, eran capaces de sortear las mesas con una bandeja atestada de platos al hombro, con la agilidad de consumados bailarines, así como podían recordar pedidos largos y complicadísimos, siendo capaces de tener unas palabras de elogio para las señoras y una sonrisa (¡ah, esas sonrisas!) de simpatía para los más pequeños. 

Y siempre con aquellos uniformes impecables y bien entallados, con corbatas o lacitos perfectamente atados, zapatos relucientes y medias sin huecos…

Ahora me doy cuenta de que tuve el privilegio de ser atendido por auténticos fósiles vivientes: un personal de servicio adiestrado en la dura escuela del capitalismo, bajo el lema de que “el cliente siempre tiene la razón”. 

Estaban orgullosos de su destreza para servir, la cual los había hecho miembros de la despectivamente llamada “aristocracia obrera”. Para nada estaban avergonzados de servir. Aunque, por desgracia, ya no estaban en sus años mozos, ni mucho menos.

Por entonces, bastaba con salir de ese circuito elitista de los restaurantes de lujo para chocar duramente con la otra cara de la gastronomía: los letreros de “no hay agua fría” y los menús surrealistas. En un merendero “pan sin croqueta” y, en el de enfrente, “croqueta sin pan”. 

También había camareros (¿espantaclientes?) de uniformes sucios y lacitos torcidos, calzados con tenis viejos y, además, genéticamente incapaces de sonreír, así su propia vida dependiera de eso.

Cuando yo le preguntaba sobre el particular a mi padre o a mi madre, ellos siempre me explicaban, frunciendo el ceño, que era triste pero lógico: si a esos gastronómicos los obligaban a entregar cualquier propina que recibieran y, por tanto, ganaban lo mismo trabajaran o no trabajaran, entonces cualquier client… no, usuario (¡hasta esa palabra se cargó de turbias resonancias a capitalismo!), sólo los molestaba. ¿Cómo iban entonces a tratarlos bien?

Luego cayó el socialismo en Europa del Este, llegó el Período Especial en Cuba, la necesidad de moneda fuerte trajo el auge del turismo occidental en la Isla, y los inversionistas extranjeros que contrataban cubanos para trabajar en sus hoteles exigían “buena presencia”, eufemismo que a menudo se volvía en “no aceptamos negros, más que como limpiapisos”. Tal como también exigían que los camareros y el personal de servicio sonrieran a los clientes, una habilidad casi olvidada entre nosotros.

¿Cómo iba a convertirse en un buen personal de servicio, de la noche a la mañana, alguien a quien le habían inculcado, de modo casi subliminal, pero durante muchos años, que servir a otro ser humano era denigrante?

Así, las requeridas sonrisas resultaban, en el mejor de los casos, tan falsas como billetes de 6 dólares. 

Los turistas extranjeros, por supuesto, acostumbrados a un servicio mucho mejor en sus naciones de origen, notaban la desgana y se quejaban con insistencia. Sin embargo, los gerentes no cubanos de los hoteles carecían de potestad para deshacerse fácilmente de un camarero, por gruñón o ineficiente que fuera. Sobre todo, si este era miembro del Partido y había ganado su puesto en la Bolsa de Empleos (la que se quedaba, en nombre del Estado, con buena parte del dinero que su contratador foráneo pagaba por el derecho a “explotarlo y denigrarlo”).

Incluso así, muchos cubanos soñaban y sueñan con trabajar en el turismo, en contacto permanente con las tan ansiadas divisas.

Después llegaron las paladares y alguien redescubrió una verdad de Perogrullo: que las muchachas y chicos de buena presencia ¡atraen a los clientes! 

Así que se volvió habitual ver a agraciadas jóvenes, a menudo estudiantes universitarias, sirviendo mesas en los restaurantes particulares. Torpemente, por lo general, pues llenan de espuma el vaso al verter la cerveza, ¡y por la izquierda! 

A veces, perezosas, se niegan a cambiar los cubiertos caídos al suelo, se equivocan en el pedido y hasta en la cuenta (¡siempre a favor de ella, por supuesto!) y, como remate de la función, ponen mala cara cuando la propina no es tan cuantiosa como esperan (pues se creen con derecho automático a ese plus).

En Europa está establecido el 10% de la cuenta como propina; en Estados Unidos ya se eleva al 20%. En ambos casos, los camareros, que pueden no cobrar sueldo alguno, se esmeran por merecerlo. A menudo, les resulta hasta un buen negocio. 

Por comparación, en la Cuba actual de las MYPIMES, cuyos dueños explotan de veras a sus trabajadores en jornadas larguísimas, y sin que quieran saber nada de sindicatos ni derechos laborales, ¿cuántas sonrisas genuinas se ven entre los que sirven las mesas?

Muy pocas, sin duda. ¿Cabe extrañarse, acaso? 

No se puede olvidar que todos esos jóvenes, contratados por su cara y no por su habilidad profesional sirviendo mesas, están ahí sólo por una cosa: el dinero. 

El burdo y vil metal es lo único que les interesa. Desde luego, su trabajo no es usted.





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Historia de la transexualidad: las raíces de la revolución actual 

Por Susan Stryker

“Romper la unidad forzada de sexo y género, aumentando al mismo tiempo el alcance de las vidas habitables, tiene que ser un objetivo central del feminismo y de otras formas de activismo por la justicia social”.