Minoría (v)indicada: rompiendo la burbuja

Me dijo que estuviera sobre las diez, que las chicas comenzarían a llegar sobre esa hora. “Son puntuales”, me escribió Mengana. 

Como exmilitar que ha sabido hacer de la puntualidad una promesa, estuve en su casa a cinco para la hora.


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La noche anterior, rozando el toque de queda, llegué hasta casa de un amigo, periodista independiente, homosexual, gay, maricón, pájara, como suele autoinvocarse a veces. Otro par de amigos suyos ya estaban allí. Solo a uno de ellos no lo conocía personalmente. 

He de confesar que tal vez, hace par de años atrás, me hubiera negado a asistir a una velada donde el único heterosexual era yo. La burbuja institucional de la militancia verde es altamente homófoba, siempre ha sido altamente homófoba, y aunque nunca me comporté como tal, después de tantos años allí dentro, uno puede terminar permeándose de prejuicios absurdos y estereotipos. 

“Ni apretaíto, ni mucho menos relajado”, como diría Juan el calabocero. 

La libertad se educa, no se conquista, le he escuchado decir muchas veces a un amigo cercano.

La casa tenía una terraza mediana llena de plantas. Una mesa de madera al más puro estilo de cantina bucanera. Alrededor de ella estuvimos casi toda la madrugada, sentados en un banco de metal, entre cojines y la bulla de unos ocupas que en la calle de enfrente volvían a dar el berro con alcohol barato y quién sabe qué. “Como casi todas las noches”, confirmó el anfitrión.

Hacía muchos meses que no me mantenía en vilo una noche entera. Me sentía agotado para la media noche, pero tenía la sensación de que iba a tener un domingo diferente, lo más parecido a un fin de semana pospandemia. 


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“¿Y las muchachas? ¿Ya están en la cancha?”, le pregunté a Menga después de soltar la mochila y encender un cigarro con vista al estadio. Su respuesta me confirmó que el sueño y el cansancio no me habían permitido leer bien su último mensaje de WhatsApp: “Ven sobre las 10, no confíes en la puntualidad de las mujeres”. 

Desde hacía casi una semana la ciudad se inundaba con una lluvia atrasada, menopáusica. El cielo estaba cerrado hacia el noroeste, aunque yo nunca he sabido ubicarme en tiempo y espacio.


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La mesa estaba repleta de fosforeras, vasos a medio llenar y cajas de cigarros. La laptop, en una esquina de la sala, amplificaba a un par de bocinas canciones de Elena Burke —hasta ese momento solo había escuchado de ella “Lo material” y “Cántalo sentimental”. 

“Elena es una bestia”, dije en algún momento; intentaba imaginar a algunos de mis excompañeros sentados en esa mesa, todos tan antimaricones, tan lejanos del filin y de conversaciones que no fueran sobre filmes de patadas y piñazos.


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“Ellas siempre hacen lo mismo, pero las entiendo. Algunas tienen hijos y otras viven lejos, menos mal que casi todas tienen bicicletas”, me dijo. “¿Y crees que al final pueda jugar?”, pregunté. “Nunca he jugado fútbol con mujeres”.

Mengana dejó las cosas en el aire. “Solemos jugar entre nosotras. Una de ellas es bastante reacia a que los hombres entren a la cancha”. “¿Por qué?”, pregunté (pensando para mis adentros: “Y entonces para qué me invitaste”). “Porque nunca nos han dado espacio para jugar con ellos. Además, creen que al hacerlo con mujeres nos darán un baile de fútbol haciéndonos quedar en ridículo, pero no jugamos mal. Tú vienes conmigo, así que igual metemos el pie”.


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Ya era tarde para buscar alguna botella de lo que apareciera. Uno no se la puede jugar con la policía en la calle después del toque de queda; los 2000 pesos de multa están a la orden del día. Había que tranzar con una cafetera de café de la bodega y litros de agua.

En un momento en que el dueño de la casa nos contaba sus travesías de becario por Alemania, Austria, Inglaterra, y su paso por Oaxaca y Miami, alguien desde la calle gritó su nombre y todos nos estremecimos. Nadie que llamara a esa hora con ese vozarrón era para algo bueno. “Eso no es conmigo. A mí nadie me grita desde allá abajo y menos así”. “¡Fulanitooo!”, volvieron a gritar. Fulanito se asomó y era la guinda del pastel. Otro socio, que al parecer llegaba muchas veces así, de sorpresa, hacía acto de presencia. 


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El grupo de muchachas ya esperaba en la entrada del estadio, un terreno de pelota con el pasto medianamente cuidado y una pequeña grada que, en lontananza, parecía flotar en el aire. Eran siete y, excepto una, todas habían llegado en sus bicicletas, vestidas con licras, shorts elásticos y tacos para césped. La más adulta, unos cuarenta años quizás, sacaba de dentro de su Fiat polaco una palangana repleta de cervezas Cristal y bolas de hielo. 

Las nubes negras ya estaban sobre nosotros, pero en el medio del terreno un claro daba el sitio exacto donde debíamos jugar, o eso creían las muchachas, porque nada más que abrieron la reja, unas gotas gordas comenzaron a empaparnos. 


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La última pata de la mesa llegaba “entonado”. Aún traía en su mochila una botella vacía de Añejo Especial. Llegó hasta la terraza, se sentó en una esquina del banco y nos saludó a todos con besos en el aire. 

El nuevo invitado rogó quitaran a la Burke, que estaba harto de sentimentalismo romanticón y hasta de la cara de sentimental que se tragó el policía que lo paró en la calle unas cuadras antes de llegar. Cuando alguien preguntó cómo había sido eso, ya me estaba suponiendo todo lo que el oficial pudo haberle dicho, bajo la potestad del toque de queda, para poner otra crucecita en su talonario de multas. Loquito seguro por multar a un maricón, sin que este pudiera justificarse.

“Me pidió el carné y cuando leyó la dirección de Guanabacoa, me preguntó qué hacía tan lejos y a esta hora. Le dije que ya habían pasado todas las guaguas y taxis e iba caminando hasta mi casa. No tenía de otra. El tipo dudó y le puse estos ojos encantadores que tengo. Volvió a mirar mi carné y me dejó continuar. Hasta las buenas noches me dio y todo”.

Fulanito volvió a colar café y le pidió a uno de los amigos que reprodujera en la laptop la carpeta de Miles Davis.

Uno de los temas de la noche donde se nos fueron casi tres cajas de cigarros y dos litros de agua sostenía la idea de seguir visibilizando, al amparo de una actualización de las leyes cubanas, un Código de Familia inclusivo y la puesta en práctica, entre otros muchos derechos, del matrimonio igualitario. Las acciones de la comunidad LGBTIQ tenían que seguir creciendo en cada barrio, en cada ciudad, en todos los esquemas de poder legislativo

Yo recordaba entonces las discusiones en el teatro de la Unidad Militar acerca del artículo 68 del proyecto Constitucional. Allí dentro, luego de cantar el Himno Nacional, el monotema se concentró en un apabullante rechazo a que fuera aprobado el derecho al matrimonio igualitario. “Este país no puede permitir que dos hombres se casen y anden por la calle de manos como si fuera normal. Eso es una aberración”, fue tal vez uno de los comentarios más indolentes y comentados del debate.

“La iglesia ha vuelto con el discurso de odio”, dijo uno de los presentes la noche del sábado y otro le rectificó que no, que el discurso de odio siempre ha estado, lo que ahora con más ímpetu. “Quieren socavar el proyecto del nuevo Código”, continuó el primero. “Es muy fácil decir que los desviados hijos de Dios, los pájaros, nos victimizamos y somos unos trágicos”. “¡Chu, Funda!” gritó Fulanito y yo puse cara de no saber qué había acabado de decir. “Los Fundamentalistas, Ricardo, esa gente pallá-pallá”, me respondió. “¿Esos son los que andan inventando hace rato lo de la ideología de género?”, pregunté. “Los mismos, querido”, confirmó Fulanito.

Sobre las tres de la mañana se volvió a colar café. Yo pregunté por el baño y fui a orinar. Cuando regresé, la luz de la terraza estaba apagada y en su lugar había cuatro velas dispuestas de manera equidistante en la mesa y un incienso de roble colgando de algún lugar. Fulanito había sacado sus cartas del Tarot. Antes, se vino todo un resumen de la historia de las barajas, que si su origen era francés, o egipcio, o de Asia Central. Que la belleza del Tarot Visconti-Sforza no tiene comparación y sigue siendo un misterio… “Dale Ricardo, que te las voy a tirar a ti ahora”.

En términos de adivinación, las cartas nunca han sido el fuerte de mi posible proceder en la vida y esa noche no fue la excepción. Par de veces, en mis años de oficial, fui a tirarme las cartas, a sesiones de espiritismo y santiguamientos ancestrales que me decían lo que yo quería escuchar. La fascinación por lo místico siempre fue más fuerte que muchas horas de guardia operativa y documentos legales.

“Las cartas no son el camino, sino el paisaje, y el paisaje tiende a cambiar en dependencia de las decisiones en la vida”, dijo uno de ellos para intentar paliar mi cara de angustia. Finalmente, todos pasaron por el mazo de barajas llenas de palos, monedas de oro, reyes proscritos y copas donde se sirve la menstruación de la vida.

Cuando habían comenzado a despotricar de amigos, Fundas y conocidos le dije a Fulanito que me arreglara el sofá cama de la sala. Necesitaba tirarme un rato, pero la ingesta de agua, café y el humo negro del Criollo erosionándome la lengua, me impidió descansar más de una hora.

Sentado de nuevo junto a ellos, esperando a las cinco o seis de la mañana para regresar a casa, me venían a la mente de nuevo mis excompañeros, desde suboficiales sacados de monte adentro hasta coroneles y jefes de todo tipo. Para muchos de ellos, sin temor a equivocarme, gente como estos amigos siguen teniendo conductas “elvispreslianas” y constituyen una rémora social.

Los altos jefes eran más medidos a la hora de dar criterios sobre una investigación donde estuvieran involucradas personas LGBTIQ. Pero lo que eran los calaboceros y oficiales recién sacados de un pedazo de surco, se explayaban sin tapujos, refiriéndose a ellos como “locas”, “bugarrones”, “yeguas”, “machorras”. Muchas veces me reí de sus chistes homófobos y sin sentido y les ponía una mano en el hombro en señal de camaradería. Hoy siento vergüenza, más bien repulsión por ellos. En fin, la Revolución.     


***

Cuando desembarcamos en las gradas ya estábamos empapados. El terreno había pasado de ser un diamante de tierra y yerba seca, a convertirse en un lodazal. Las muchachas comenzaron a hablar entre ellas y yo me fui sintiendo dueño y señor del contraste más cóncavo y convexo que he experimentado en mis veintiocho años de macho-varón-masculino-pelo en pecho-lomo plateado. Justo así, como definió una vez un semianalfabeto con grados de Capitán. 

Mi amiga no me lo había dicho, pero la orientación sexual de cada una de ellas no importaba. Con esas muchachas jugué pelota. Las vi hacer swings de play offs, cogidas entre charcos y aguacero. Tomamos cerveza fría. 

No pasarían de ser unas tortilleras-marimachas-tuercas si uno se adhiere, a priori, a ciertos criterios estigmatizantes. Lo confirmo desde el conocimiento de las entrañas de un monstruo verde y castrense en el que viví; desde la transpiración homófoba que intentó dioxicarbonizarme las entendederas.

Admito que subvaloré a todas y cada una de las jugadoras. El aguacero se hizo muy intenso por momentos. Las santanillas eran otro equipo de fútbol que jugaba contra nosotros. El fango se disparaba directo a los ojos con cada zancada y esas muchachas hacían fintas, remates y cambios de juego como si se tratara del equipo nacional holandés de fútbol. Johan Cruyff, jugador mítico de esa selección, dijo una vez que al balón hay que tratarlo como a una bella dama. 

Mi cabeza volvía una y otra vez a mis antiguos compañeros del Ministerio, tan o más jóvenes que yo, tan o más fanáticos de los deportes que yo; tan egocéntricos que serían capaces, con tal de demostrar no se qué, de intentar hacerlas quedar en ridículo y convertir el partido en una verdadera guerrilla. 

No entiendo el devaneo gubernamental acerca de cuáles tienen que ser los derechos de la gente con una orientación sexual distinta a la de los que ostentan el poder omnímodo. ¡Los derechos no se plebiscitan ni pinga!

Ese fin de semana fue la confirmación de estar en el momento, el lugar, y con la gente indicada, aunque el lunes mi cuerpo no haya servido para nada.


© Imagen de portada: Siora Photography.




boca

Me pidieron que abriera la boca

Darcy Borrero

Una publicación así me iba a dejar expuesta al acoso(“Hola, linda”), al juicio (“¿A ella no le da pena eso?”), al machismo (“¿Viste a fulanita encuera?”), al intrusismo(“¿El novio no le dirá nada?”), a la hipocresía… Y hasta al absurdo de que vinculen las nalgas a la “credibilidad” profesional.