Los repetidos fracasos de los planes y experimentos de Fidel Castro en el plano económico fueron compensados con una entrega total y definitiva de la soberanía estratégica a la Unión Soviética, que compró la Isla con once millones de cubanos a cambio de la incondicionalidad del régimen hacia su geopolítica imperial y su hostilidad contra Estados Unidos de América y Occidente. Mientras tanto, la Isla sería una prolongación del poder soviético, cuyo Gobierno enviaría miles de cubanos a Angola y apoyaría cuanta acción o política imperial concibieran los sóviets.
El Gobierno trataría infructuosamente de sovietizar la sociedad cubana, de enseñar ruso en muchas escuelas, de cambiar la historia y de descristianizar la sociedad. Cuba fue insertada en el bloque económico soviético, que era un sistema imperial semicerrado titulado Consejo de Ayuda Mutua Económica. Trataban de borrar la memoria histórica de Cuba y rehacer la vida de tal manera que Marx había creado el mundo y Lenin lo había redimido. Para los cubanos toda esta sovietización siempre forzada, ridícula, fue considerada un retroceso histórico, pues los cubanos miraban a Rusia con la compasión con que se mira a un pueblo condenado al atraso por la opresión.
El costo de todo el proceso fue un grave daño antropológico a la nación cubana. La sumergieron en la improductividad, la tendencia al éxodo que ha sido creciente hasta hoy, el desgarramiento familiar masivo y una enorme confusión en la nueva generación que se defendería hasta hoy con la simulación como mecanismo de defensa. La sovietización entró en la escuela por la fuerza, en la cultura, en el cine y en los medios de difusión, y entró grotescamente y de manera humillante en la propia Constitución: la declaración expresa del Estado cubano como ateo, de la fidelidad y el alineamiento a ultranza a la Unión Soviética en las relaciones internacionales y de la consolidación o legalización del poder total del Partido Comunista.
En definitiva, ha sido un poder totalitario y personal de Fidel Castro, porque en Cuba el Partido Comunista nunca ha tenido otro poder que no sea para ser un mecanismo de administración, propaganda y represión incondicional a Fidel Castro.
Lo tragicómico fue que esta dependencia de la Unión Soviética, el sometimiento más servil y antisoberano, solo se terminó cuando se acabó la Unión Soviética. Y se acabó la Unión Soviética y los rusos dieron la bienvenida al capitalismo. Es ridículo pero cierto que, en los cuerpos represivos, intelectuales y de periodistas oficiales, así como en ciertas esferas del poder del régimen en Cuba, existe mucha más nostalgia por el poder soviético de la que puedan tener Putin o cualquier exgeneral ruso o exjerarca del Partido, incluyendo a los que amanecieron millonarios con la caída de la tiranía comunista.
Siguiendo esta secuencia encontramos que las transiciones en Europa oriental fueron un buen ejemplo para el pueblo de Cuba, pero solo hasta cierto punto. Bueno por la inspiración y la esperanza que sembraron. Bueno, porque demostraron que el cambio sí es posible, que el comunismo sí tiene fin y que puede ocurrir sin violencia y sin venganza.
Pero el régimen cubano ha reaccionado contra la historia, primero maniobrando a costa de la inercia de la cultura del miedo, de sus recursos represivos, de la indefensión del pueblo y del estado de guerra ficticia con los norteamericanos. Así logró mantener, más que nunca el campamento y el ambiente de trinchera durante lo que llamó el “Período Especial”y hasta ahora. Occidente le abrió las puertas al comercio y el régimen aceptó con muchas condiciones y limitaciones la inversión extranjera. Finalmente apareció Chávez, con su poder neototalitario en Venezuela, que fundió con el totalitarismo opresor de Cuba.
La actuación egoísta y antipopular de la clase gobernante en Cuba es diferente a la que tuvo la élite dirigente comunista llamada “nomenclatura” en Europa central y oriental. En general, esa nomenclatura permitió o se hizo a un lado ante el movimiento popular, la historia y el clamor por la democracia. Esa nomenclatura aprovechó y pactó para venderse a sí misma muchos bienes y recursos y así amanecer ricos en la democracia.
En Cuba, los de la clase del poder han creído descubrir hace mucho tiempo que ya eran ricos, que podían ser más ricos y dueños del país, que podían dejar una herencia de riqueza a sus herederos manteniendo el poder totalitario con cierta dosis de capitalismo. Al mismo tiempo no quieren permitir ningún cambio político, ni libertad, ni derechos, porque estos son incompatibles con el poder totalitario que tienen y que quieren conservar, aunque modificado en imagen para sus hijos. Están ciegos estos cubanos. Y no solo ellos.
Solo comprendiendo lo que ha significado y significa la opresión económica en el totalitarismo, que he tratado de describir, estamos listos para entender la insistencia en prolongar el régimen sin derechos por parte de la clase en el poder. A esta actitud es a la que llamo “la arrogancia terminal o arrogancia final”.
Esa actuación de arrogancia fatal del grupo o clase en el poder es el mayor peligro para Cuba y no es un peligro potencial, es ya un mal que produce más daño a la sociedad, sufrimiento al ser humano, angustia, incertidumbre y que sienta las malas bases de otra etapa de la vida de este pueblo basada en la corrupción institucionalizada, la trampa, los privilegios, el abuso de fuerza, el miedo, la falta de derechos y oportunidades, la marginación y la pobreza de la mayoría. Lo peor es que todo esto se está enmascarando en esas distracciones y en ese fraude-cambio o cambio-fraude que parece haber sintonizado con el deseo de estabilidad de los que quieren, aunque sea sobre la injusticia, el petróleo cubano y hacer de Cuba una isla mercado, burdel y balneario. También sintoniza con los intereses de los que quieren quitarse de encima el compromiso de los derechos humanos sobre Cuba porque trae muchos problemas.
Interesados en la estabilidad falsa, necesitan decir que “hay cambios” y tratan de impulsar la cooperación con los cambios sin derechos. Todo esto bendecido por algunos que han convertido en doctrina la idea antisoberana y antipobre de darle “un voto de confianza a Raúl Castro”.
Aquí llegamos al punto de definición de la historia inmediata de Cuba, de la suerte en juego de nuestro pueblo y de la posibilidad de vivir y morir de cada cubano en su propia tierra y no en el exilio, de la posibilidad de violencia o reconciliación, de Estado de derecho o de Estado sin derechos que traiga nuevas tragedias después de vivir 53 años sin libertad.
Pero la definición no debe dejarse solamente al Gobierno —y a unas pocas personas el poder total—, la definición la debemos y la podemos hacer todos los cubanos, reclamando nuestros derechos y viviendo la reconciliación. Esa será la fuerza mayor que determinará que se produzcan los cambios hacia la democracia y que se produzcan pacíficamente.
Esa tomadura de pelo, esa burla, ese “megafraude” a escala nacional de sociedad e historia solo puede traer la descompensación, la ira, o la desestabilización con violencia; inclusive en caso de ser estable lo será como una consecuencia inmoral de un régimen inmoral que vuelve a sumergir al pueblo cubano en la desesperanza, en el éxodo, en la corrupción y en la desigualdad mayor que la que se produce en el comunismo salvaje.
Para decir esto hay que decirlo así como anuncio, para que nadie se engañe pensando que al pueblo cubano se le puede engañar o someter indefinidamente, y como anuncio de las malas consecuencias, el castigo y el sacrificio que le impondrán para conquistar el respeto por su dignidad, una dignidad que tenemos por ser sencillamente seres humanos, pero que a ningún pueblo se le ha cuestionado como al nuestro.
Cuando comenzó la Perestroika en la URSS dirigida por Mijaíl Gorbachov, en Cuba se produjo cierto estremecimiento o cierto desconcierto debido al contraste. Imagínense que la URSS era el santuario ideológico y la sociedad modelo que se enseñaba en las escuelas.
De pronto los cubanos buscaban desenfrenadamente Sputnik y otras revistas donde encontraban radicales críticas al sistema comunista, ironías y burlas sobre sus absurdos e ineficiencias.
Los cubanos ciertamente no tenían ninguna simpatía por los soviéticos; estos en Cuba eran símbolo de atraso, de mala calidad, de lo burdo y lo opresivo. Si no había agresividad y odio contra los rusos (aunque sí contra sus dibujos animados porque eran un castigo para los niños), es porque los cubanos consideraban a los rusos más desgraciados que nosotros mismos. Cuando pensábamos en los rusos, la expresión era: “allí es peor que aquí”.
Pero la sumisión del régimen cubano y su “guataquería” llegaron a ser un sovietismo forzado que se trataba de imponer en la cultura cubana. Esta sovietización llegó a convertirse en ley y en la propia Constitución[1] se mencionaba expresamente a la URSS como referente en las relaciones internacionales y aliado total de Cuba. La presencia de los oficiales soviéticos y sus satélites, también de profesionales en el ejército, cuerpos represivos y otros sectores estratégicos era propia de la relación entre la metrópoli y su colonia.
Mucho se ha escrito sobre estos eventos, por ejemplo: el propio Fidel Castro ha reconocido públicamente que la instalación de más de cuarenta cohetes nucleares en Cuba destinados a aniquilar a los Estados Unidos en 1962 no era una necesidad defensiva de Cuba, sino un gesto de solidaridad con la URSS.
Habían sido tan “buenos” con nosotros que podía ponerse en peligro nuestra existencia para complacer las ambiciones militaristas de la potencia. Mientras los pueblos de Cuba y Estados Unidos corrían el peligro de ser exterminados, el Che estaba seguro en las cuevas llamadas “Los Portales”, en Pinar del Río, donde puso su estado mayor. ¿Quién más se iba a refugiar ahí? ¿Para quién estaba asegurada la supervivencia mientras que la mayoría del pueblo cubano moría? En todo caso toda esta maniobra fue realizada sin el conocimiento y consentimiento del pueblo cubano que corrió el peligro mayor.
De esto han hablado muchos expertos, politólogos, militares, políticos de la época, desde Fidel hasta McNamara. Quien no ha podido hablar es el ciudadano cubano.
El caso es que, en la “gloriosa” Unión Soviética, los propios gobernantes comenzaron a renegar del sistema perfecto y, por supuesto, para esto sí tuvieron todo el apoyo popular. Por primera vez en más de setenta años, los rusos apoyaban a sus gobernantes libre y alegremente. Paralelamente se fueron liberando del comunismo y de sus nexos los países dominados por este imperio.
Fue una ridícula demostración de inconsistencia política e ideológica, pero también de miedo a la libertad, que el gobierno cubano tuviera que retirar nada más y nada menos que las publicaciones soviéticas de los estanquillos. Eran subversivas, qué paradoja. Pero no se puede hablar de una liberación del pueblo ruso, sino de pasos que por su condición de imperio son más lentos y espaciados. Los antiguos jerarcas se hicieron ricos, no todos, y nuevos ricos surgieron mientras el poder era secuestrado por un grupo heredero de la KGB.
La estrella que se encendió en la Primavera de Praga de 1968 y que parecía anulada por los tanques soviéticos volvía a brillar ahora nada menos que en Moscú. Los polacos por su parte habían abierto en 1980 los senderos de la liberación con el movimiento “Solidaridad”, que indiscutiblemente fue la otra fuente más cercana en el tiempo que animó a todos los pueblos de Europa del Este a quitarse la pesadilla de arriba.
Mucho se ha escrito sobre esta etapa y también se han hecho muchas comparaciones tomando a Cuba por ejemplo, sobre las que muchos se preguntan: ¿por qué aquí no ocurría lo mismo? No soy historiador pero tampoco conozco a alguien que pueda explicar con ciencia lo que no ocurrió. Lo que sí sé es que en Cuba no ha habido perestroika y que mientras la mayoría en todo el mundo consideraba al bloque comunista de Europa como un conjunto tiránico con su gente y simpatizaba o apoyaba los cambios hacia la democracia, con Cuba no ocurría ni ocurre lo mismo. Como ya hemos dicho, para muchos Cuba era “la isla de la libertad”.
La realidad es que en Cuba se ha mantenido un orden de no derecho que ha instalado una cultura del miedo y que, al mismo tiempo, ha jugado con las circunstancias internacionales a su favor y en contra de la libertad de los cubanos. Pero este juego, como todo juego, no lo han jugado solo partidos y movimientos de izquierda; sino, también, de centro y de derecha; sectores intelectuales y artísticos; Estados del norte y del sur, del este y del oeste; muchos intereses geopolíticos desde diversas posiciones.
Particular importancia ha tenido en toda esta etapa el embargo de Latinoamérica a Cuba. Los gobiernos latinoamericanos en su conjunto, con excepciones contadas y temporales que hace años que no existen, han mantenido embargada la solidaridad hacia el pueblo cubano. Han silenciado en los últimos años de manera total la realidad de falta de derechos y democracia que hay en Cuba.
Las explicaciones serían extensas. Al miedo de muchos gobiernos a sus propios pueblos y a la influencia subversiva e injerencia del régimen cubano en sus países hay que sumar la complejidad socioeconómica y la desinformación que existe en esos pueblos sobre Cuba.
Mientras se producía la liberación del comunismo y del imperio soviético por parte de los países de Europa oriental y el propio pueblo ruso, en Latinoamérica se producía un proceso que fue llamado de democratización.
Argentina, Chile, Paraguay y también Nicaragua tuvieron elecciones libres y parecía iniciarse una etapa democrática descalificando la vía armada como vía de cambio excepto en Colombia, según predecía y orientaba la doctrina sostenida por líderes de la Revolución en Cuba.
Previamente a esta etapa, en Latinoamérica diversas corrientes políticas con una estrategia u otra se habían involucrado en la lucha por los cambios sin excluir la vía armada. Por su raíz en la sociedad y la cultura de estos pueblos, los cristianos eran mucho más que una corriente, porque con diversos matices ideológicos constituían la componente más numerosa de las comprometidas con los cambios por la democracia y la justicia social en Latinoamérica.
La propia Iglesia, consecuente con el Evangelio y el Concilio Vaticano II, realizó jornadas como la de Medellín y Puebla, que ciertamente iluminaban a todo el continente con una visión donde la persona y su dignidad, su libertad y el bien común, la justicia social y la paz primaban claramente por encima de intereses económicos egoístas. No era un nuevo proyecto político, sino una visión sobre el ser humano y la sociedad que, en América Latina como en ninguna otra parte, iluminaba a los pueblos porque brotaba de su propia Fe, su Historia y su Esperanza.
Pero paradójicamente comenzó una desmovilización de los cristianos del mundo político o, al menos, un alejamiento de esta visión como fuente inspiradora de proyectos políticos y de compromiso con los pobres. Es como si le dijeran: “ya no hay peligros. Vuelvan a sus templos, dejen la política”. Algunos pasaron a diversos movimientos políticos de izquierda y de derecha.
Al producirse los cambios democráticos, la orientación que toman la mayoría de los gobiernos parecía no tener en cuenta la experiencia vivida por esos pueblos por salir de la desigualdad y la pobreza. Sectores políticos e intereses económicos que en su momento determinaron la política de Estado consideraron que el peligro comunista había pasado, y que la cuestión ahora era hacer buenos negocios.
La aplicación de doctrinas mercantiles con un tono tan determinista como lo es el neoliberal se concretó en proyectos donde el mercado era lo primero. La democracia no fue capaz de iniciar un proceso de eliminación de la desigualdad y de ascenso de la calidad de los más pobres.
No se puede hablar en términos absolutos, pero los movimientos de inspiración social cristiana, con sus diversos matices, al alejarse en sus planteamientos políticos y electorales de sus fuentes y su misión, se fueron diluyendo, perdiendo influencia política y social.
De esta forma las políticas neoliberales en América Latina prepararon el camino a los proyectos neototalitarios.
Un proyecto inspirado en el humanismo cristiano para Latinoamérica no significa necesariamente gobiernos de etiqueta social y democristiana. Y de ninguna manera un proyecto político de la Iglesia, pues sería una confusión de planos.
La realidad latinoamericana, su propia experiencia histórica y sus raíces demandaban en las décadas pasadas y demandan todavía un proyecto democrático que, en el respeto a todos los derechos humanos, sea capaz, también, de iniciar el camino de la justicia social y la eliminación de la desigualdad. Eso es lo que necesita también la sociedad cubana.
Una vez más, después de un proceso de democratización, se instalan políticas de choque que amenazan con la extinción de la clase media, aumentan el número de pobres y los niveles de pobreza, mientras por otra parte los Estados se debilitan con la corrupción y el narcotráfico.
En este contexto, a finales de la década de los 90 y con todo el apoyo del gobierno cubano pero también con una mayoría electoral, el golpista coronel Hugo Chávez Frías llegó al poder por las vías democráticas.
Chávez y su equipo llegaron al poder usando los canales que las democracias en Latinoamérica han conservado para que los pueblos puedan decidir. Pero ningún pueblo, tampoco el cubano ni el venezolano, decide renunciar a sus derechos civiles y políticos. Si la vía electoral utilizada para llegar al poder es legítima porque el sistema lo garantiza, no es legítimo que ese gobierno comience a secuestrar el Estado y a privar de espacios de libertad a sus ciudadanos. De manera manifiesta, el proyecto principal del chavismo comienza a ser, y ya es, la permanencia en el poder.
Con otro estilo y por otras vías, pero tal como ocurrió en Cuba, estos “redentores” llegan al poder en nombre de los pobres, pero muy pronto ya los pobres no tendrán voz ni para decir que son pobres.
En definitiva, el comienzo del milenio encuentra a los pueblos de América Latina atrapados como en un sándwich político entre el neoliberalismo y el neototalitarismo. Sin embargo, mientras funcionen los mecanismos democráticos para que los pueblos puedan elegir, existe la posibilidad de renovar los gobiernos, y reorientar las políticas y el camino de la sociedad según la voluntad del pueblo.
El desfasaje y las diferencias de Cuba con Europa oriental y Latinoamérica son enormes; no hay que explicar por qué Cuba no se ha liberado como si fuera un pecado del pueblo cubano, pues más duró el comunismo en Rusia y más castigados están aún los coreanos. De lo que hay que hablar es de la solidaridad. Necesitamos amigos y no jueces.*
* Este texto forma parte del libro La noche no será eterna (Hypermedia, 2018) de Oswaldo Payá.
Nota:
[1] Nos referimos a la Constitución socialista proclamada el 24 de febrero de 1976. Es una Constitución muy similar a la adoptada por los demás países del entonces llamado “campo socialista” y a la de la extinta URSS. Esta Constitución, además de hacer referencia explícita a la indestructible amistad con la URSS y a la fidelidad a los lineamientos ideológicos del campo socialista, proclama al Partido Comunista de Cuba como la fuerza dirigente superior de la sociedad y declara que a él se subordinan todos los demás poderes estatales y organizaciones sociales.
La maldita pesadilla de Cuba
¿Por la patria? Todo, casi todo. Entre la espada y la pared no hay acomodo.