El hombre, vestido de blanco, camina con una rosa blanca en la mano. Blanco sobre blanco. El hombre va loma abajo hacia el mar, por una calle anchísima, llena de gente común que lo deja ser. El hombre va sereno.
Una imagen tan frágil, so freaking naive, insoportable para los que secuestran la libertad de toda una isla, de todas las islas dentro de esa isla y de las que una vez se separaron y decidieron flotar libres en las aguas del afuera. Una imagen así de nítida debe ser destruida antes de nacer. Lo saben. Es demasiado poderosa. Demasiado cercana.
El hombre no camina entonces. La rosa blanca y el hombre se quedan contra su voluntad dentro de la cárcel en la que han convertido su casa. Los gritos de odio de los otros hombres que se le oponen, más por no perder las prebendas que la dictadura les ofrece que por convicción, hacen crujir los cimientos de la casa y del hombre que saca un cartel que es en verdad un grito de auxilio. También saca su rosa por entre los hierros de la ventana. Icónico. Tristísimo. Solo.
Azul, blanco, azul, rojo, una estrella, blanco, azul. Ese trozo de tela, la bandera, es secuestrado también para cubrir la ventana del hombre y al hombre y a la rosa. La estrella, una vez suspendida en medio de un triángulo rojo-sangre-derramada, se muda al centro del todo, a su mano. Una rosa blanca puede ser, además, una estrella.
No me gusta escribir desde el odio, desde la ira. No soporto existir ahí. No se me da bien. El dolor me funciona mejor. Por eso siempre espero hasta que ese fuego se me vuelva llaga en la garganta y sea tanto y tan intenso que explote en palabras. Pero las palabras, única arma de ese hombre y mías, hoy no pueden esperar. Pongo todo lo que siento dentro del vaso de la batidora, aprieto el botón y lo veo convertirse en una mezcla turbia que me rehúso a beber.
Desde un teléfono prestado, el hombre hace una last call a un cardenal. Le habla de sentimientos oscuros, como los míos en esta hora. Como yo, se niega a existir en ellos, a que lo posean. “Rece por mí”, le dice y, click, teléfono desconectado. No hay salida. Toca convivir con los demonios. Los propios y los otros, esos que pitan aún en sus oídos como un tinnitusde frases hechas, consignas, vaciedad.
“Eso es Patria: no sentirse solo. No me quites eso, Fernando. Si me quitas eso… ¿qué me queda?”. Releo en Facebook un fragmento de la obra de teatro con título premonitorio que escribiera el hombre tiempo atrás. Un amigo en común acaba de postearlo. No conozco la obra, como apenas conozco al hombre, pero me emociona hasta las lágrimas. Ahí viene el dolor. Lo siento pasearse por mis venas, hinchándolas, volviendo densa la sangre.
Cuánta gente sola este 15 de noviembre en Cuba. Outsiders de esa Patria de la que habla el hombre en su obra. Un país entero de gente sola en su casa/prisión. Solos. Cercados por otros que en lugar de rosas blancas blanden palos con clavos en la punta, listos para romperles la cabeza y echar un vistazo a ver qué hay dentro. Un niño sale solo a la calle vestido de blanco y termina preso. Un niño de 15 años preso por vestirse de luz. Por ser luz. Preso. La soledad.
El pasaporte, la recién conseguida visa y la incertidumbre acechando desde la gaveta. El hombre se quiebra. Se sabe muerto en vida dentro de su país. Se salva en las palabras de consuelo de las mujeres de su casa y supone que las salva a ellas de toda grisura, de todo horror, con la decisión que está a punto de tomar.
Veo una foto del hombre arrastrando una maleta en el aeropuerto de La Habana. “Se piró”. “Nos abandona”. “¿Dónde dejó su fucking responsabilidad?”. Pienso, pensamos muchos. Otra vez la ira dando el berro. Ya teníamos listo el pedestal, solo nos faltaba el héroe, o el mártir, nos daba igual. Pero el héroe nos abandonaba a nuestra suerte.
El hombre, al salvarse, dejaba atrás, encerrados en lo oscuro de sus pieles, en la real soledad de sus celdas, a esos otros que, desde el margen del margen que es el contén del barrio, pusieron sus cuerpos por la causa y pagan hoy el precio mayor. Esa imagen del hombre arrastrando una maleta nos escupió en la perra cara la verdad de que si eres negro y disidente en Cuba, se te fue el avión, papi, te jodiste. Eso me duele, y mucho.
Con una barba de dos días, con todo el privilegio que le da su figura de hombre blanco, universitario, que habla como se espera hable un político, el hombre le calla la boca a muchos y pone ideas de cambio en las cabezas de otros tantos. Desde ese mismo privilegio, adueñándose de él, no abandona a los que dejó atrás, menciona sus nombres. Que los escuchen todos, que los sepan.
El hombre no pide asilo. Planea, ingenuamente quizá, volver en unos meses. Tiene una misión, dice. A solo unas horas de llegar se hace incómodo hasta para los que lo ayudaron a salir de su isla. Le habla directamente a la izquierda ciega del mundo. Le espeta en su propio patio las verdades que tantas veces hemos pensado mientras escroleamos desde el sofá.
Me asusta la soledad. De siempre. Pero es el silencio que muchas veces viene con la soledad lo que verdaderamente me aterra, lo que hace que me sienta incómoda en la casa que también es mi cuerpo y que se empieza a llenar de pensamientos raros. Por eso hago bulla en la casa vacía. Por eso las palabras.
Al escuchar al hombre hablar pienso en su soledad. Pienso en todas las cuentas que se debe estar pasando él ahora mismo por desviarse, por abandonar, por dejar a tantos otros que confiaron en él, físicamente solos, presos. Pero la Patria está donde uno la ponga y donde pueda hacer, gritar en libertad, donde pueda llevar a término su misión, sea esta cual fuere. Donde nos sintamos, en definitiva, menos solos.
© Imagen de portada: Sobre una imagen original de Yimit.