“El verano henchía el aire, el viento soplaba adecuadamente,
el aliento del mundo era largo, tibio y lento.”
Ray Bradbury
Es tan fácil sustraerse de la realidad, ver lo que dejamos atrás. Como algo que se hace sin esfuerzo, como sentarse y observar una postal.
Decir, Cinco Puntas, es reconciliarse con el tiempo de la pandemia del Covid. Mencionar las prohibiciones. No bañarse en el mar, no pernoctar en las playas. No poder limpiarse de toda la mierda del encierro y la decadencia de un país.
A menudo, me excluía de cumplir las reglas. Nunca me ha gustado obedecer ciegamente una restricción. Nadar a contracorriente es excitante.
Hallé un espacio maravilloso entre cinco piedras, que parecía un jacuzzi natural. Debía llegar antes de las ocho de la mañana. Porque después de esa hora pasaba la patrulla de la policía a chequear la zona.
No niego que pasé sustos, incluso tuve que esconderme, ocultando el cuerpo y la cabeza en el agua, o detrás de las rocas.
Una mañana, me agarró un policía. Su piel era indiada, debía tener unos treinta y pico de años. Usaba la camisa gris del uniforme demasiado apretada; mostrando una incipiente barriga.
Cuando me increpó, escuché una voz de oriental, con su cantaíto característico.
Se sabe que entre los habaneros y orientales existen pugnas. A los orientales se les dice vulgarmente “palestinos”, porque han inundado la capital.
Antes los devolvían a su provincia, como indocumentados. La mayoría viene huyendo de la miseria. No son nada bobos. Al poco tiempo tratan de instalarse con una mujer, preferiblemente madura y que viva sola. Ahora les permiten ser policías, porque los habaneros odian ser policías. Primero muertos.
A veces, te hablan de mala forma. Este ni siquiera me dio los buenos días: “Oiga ciudadana, ¿usté no sabe que está prohibido bañalse en el mal? Sale, o me da su calné deidentidá.”.
Por poco le suelto la carcajada en su cara. Tuve que aguantarme. “Mire, es que tengo escabiosis y el mar me ayuda con la picazón”.
Al parecer, no me entendió. Entonces me expresé mejor: “tengo sarna”.
Menos mal que la mentirita me salvó. Seguro iba a meterme una multa por la cabeza. Eso a ellos les encanta.
Parece algo contradictorio que las medidas nunca toquen a los practicantes religiosos. Ellos hacen sus rituales de limpieza, matan gallinas y palomas, después de pasárselas por el cuerpo a sus ahijados, y las tiran al mar. Aunque, en realidad, los animales no duran demasiado en las aguas, pues el mar vomita todo lo que le echan.
Así consiguen alimentarse las tiñosas. Y los homeless aseguran su jama. He visto millones de cosas en el diente de perro; incluso, hasta un carnero enterito.
Las playas de mi niñez: más limpias, más libres. Algunas guardan relación con casas en la playa. Eso ocurría cuando a mi padre le asignaban una por ser un trabajador de vanguardia. Siempre la entregaban con una factura de comida; además de una caja de refrescos y otra de cervezas.
Estuvimos hospedados en Guanabo, Brisas del Mar y Boca Ciega. Eran residencias de dos pisos, con escaleras al cielo que nos llevaban a las habitaciones superiores, con ventanales acristalados, protegidos por cortinas, y amplias terrazas con vista al mar.
Cada uno de los espacios, perfectamente distribuido: portal, sala, comedor, cocina, cuarto de criado y patio trasero. Imposible olvidar las mullidas butacas, donde se podían hacer siestas durante la tarde.
Moradas auténticas; no como los cuartos de solares con barbacoas de Centro Habana y Habana Vieja. Cuchitriles en que malviven los miserables de Víctor Hugo, en una ciudad arrasada por la desidia; con derrumbes físicos y espirituales. ¿A qué bonanzas pueden aspirar sus habitantes?
Resultaba extraño el hecho, quizás no, que en ninguna hubiera televisor, solo se podía escuchar la radio. Por las noches poníamos Nocturno, con los éxitos de los sesenta: Nino Bravo, Gianni Morandi, Rita Pavone, y los Fórmula Quinta; aquel quinteto que mal versionaba a The Beatles.
A mí, particularmente, me gustaba Sergio Endrigo, cantando en español “hay gente que ha tenido tantas cosas, lo bueno y lo malo del mundo…”. Y qué tristeza con aquella “casita gris” que creíamos oír en el “casi tan gris como es el mar de invierno” del tema de despedida cantado por Juan y Junior.
Días de gloria. El mar por la mañana, por las tardes, al anochecer. Arena blanca, limpísima. Mis padres, jóvenes y felices. Sin el daño posterior, la enfermedad incurable de un despertar violento. Y la vejez, con una jubilación permeada por el olvido de los que trabajaron por un país bajo un arcoíris que devino de colores funestos.
Mi padre dejó de existir, luego de su jubilación en el sector del turismo. A nadie le importa un anciano. Los viejos y mierda son lo mismo. Los 250 pesos cayeron al fondo de un baúl. Los 250 pesos no le sirvieron ni para pagar su caja de muerto.
Mi madre dejó de existir, luego de su jubilación en el sector del turismo. El papel, los libros que encuadernaba, se fueron por el retrete. Los 230 pesos volaron con las hojas escritas, sucias.
A los dieciocho, yo iba al Círculo Social Obrero “Braulio Coroneaux” (La Concha). Era el asignado al Instituto del Turismo. En esa época, aún tenía buenas ofertas en el restaurante y en la cafetería.
De igual modo, conservaba taquillas para guardar la ropa. Aunque ya no tenía equipamientos para deportes acuáticos, tampoco salones para bailes y fiestas. Todo el mundo sabe que estos antiguos clubes privados o balnearios están abandonados y hechos mierda.
Andaba con mi escolta, una negra gigante, que había conocido en el preuniversitario. Formábamos un dueto peculiar. La negra retinta y la blanca flaquita. Si nos ponían juntas a hacer malabares, quizás podríamos haber sido una atracción de circo.
Alta, gorda, inteligente, con mejores notas que yo en las ciencias, nos conocimos en décimo grado. Ella casi no hablaba, emanaba una ternura mezclada con timidez. La profesora de Matemáticas nos reunió en el mismo círculo de estudio, pues mis notas en la asignatura eran pésimas.
Todos los domingos, arrancábamos tempranito. Ya en la playa, ella huía del sol, y se tendía a la sombra. Mientras yo me aterrillaba y me ponía roja, como un camarón.
Mito destruido, la blanquita corrompe a la negra. Como no podíamos costear el restaurante, porque nunca llevábamos dinero suficiente, propuse un método efectivo para comer. Si lográbamos que un par de amigos interesados nos invitaran, luego de zamparnos los platos, decíamos que necesitábamos ir al baño.
Mientras haya bebidas alcohólicas de por medio, la gente se relaja. La cosa era esperar allí diez o quince minutos. Para luego escabullirnos por otra puerta, lejos de la mesa donde estaban los tipos.
No dejó de ser una aventura peligrosa, aunque valía la pena el riesgo. A comienzo de los años 90, mi negra zafó el cuerpo. Se fue de Cuba, casada con un español que le doblaba la edad.
Con frecuencia, recuerdo los fines de semana en los campismos Puerto Escondido, Peñas Blancas y La laguna. Al lado de esta última, El Abra. Envidiábamos sus cabañas, porque tenían aire acondicionado y mejores condiciones. Pero solo las rentaban a turistas internacionales.
La reservación la compartíamos entre un grupo de amigos. Había que cargar con ventiladores por los mosquitos; más los comestibles. La comida del restaurante solía ser mala y grasosa.
Por la noche, fiesta y pachanga. Víctor tocaba la guitarra y cantaba Hotel California, metiendo una pila de forros. Dentro de la cabaña, Laurita hacía una imitación de Marilyn Monroe en The Seven Year Itch, con un ventilador para levantar la falda.
Más tarde, alguien sacaba un cigarrito loco y se armaban parejas. Terminábamos en esos baños nocturnos en el mar, en los que nadie usaba trusa. Aquellos entretenimientos duraban hasta el amanecer. Luego, dormíamos hasta las dos de la tarde.
De la playa Santa María, conservo las memorias más tiernas. Las últimas veces fui con parte de la familia; la que todavía quedaba en Cuba. Mis sobrinos-nietos y sus padres estaban en trámites de salida, por la reclamación del abuelo, desde los Estados Unidos.
Se respiraba júbilo, había juegos en el agua, buceo y carreras por la arena. También regaños y besos. Todas las acciones implican una cercanía con los niños. La sensación de nostalgia y apego no termina. Quedan las fotografías y los videos. Ahora, siempre que tenemos oportunidad, hablamos por WhatsApp.
Carol y Marcelo han crecido, residen en Naples con sus padres. Son excelentes estudiantes, y hablan inglés como los yumas. No volverán a ser aquellos niños. Para ambos, la mentalidad cubana, la precariedad, resultan tópicos desdibujados. Son pollitos recién salidos del cascarón.
Pero, allá lejos, bajo un sol castigador, permanecen nuestras playas. Cada vez más sucias, y más solas.
Héléne esperaba a su ruso
¿Quién no ha sido víctima de una pasión insana? La persona que no ha pasado por esto, que lance la primera piedra.