De los hermanos Granados Alonso conocí a tres: Juan Carlos, Godofredo y Rigofredo, que fue el mayor. Es muy triste admitirlo: ninguno vive ya. De Juanito escribí y publiqué en Otro Lunes un texto de homenaje a su vida y a nuestra amistad. El 21 de octubre pasado murió Rigofredo, a quien debo recordar aquí por lealtad, respeto y gratitud.
Poco después del año crucial de 1959 y en el preuniversitario del Vedado, en La Habana, se conocieron tres jóvenes estudiantes: Philip [Felipe] Cunill, Emilio Hernández y Rigofredo Granados. Al graduarse, se matricularon en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Ya titulados, Philip, nacido en Manhattan, New York, fue contratado como traductor y editor por la editorial Arte y Literatura, donde publicó obras de notables autores; por ejemplo, Ernest Hemingway, Theodore Dreiser, Dashiell Hammett, Victor Canning, J. D. Salinger, etcétera.
En los casos de Emilio y Rigofredo, se dedicaron, con rigor y reconocimiento de alumnos y colegas, a la docencia en la misma institución de la cual habían egresado. Por unos años, compartieron con varios de los grandes nombres de la época en aquel lugar: Mirta Aguirre, Camila Henríquez Ureña, Roberto Fernández Retamar, Adelaida de Juan, Graziella Pogolotti…
Hoy día Emilio y Rigofredo permanecen solo en la memoria de familiares, amigos, colegas y exdiscípulos. Al primero le tocó la muerte en 2009 en La Habana, luego de una estadía indeterminada en la República Dominicana. Philip [Felipe] es el único sobreviviente, radicado en Miami, Florida, donde ejerció de profesor de literatura hasta su reciente jubilación.
De muchas formas, sus respectivos destinos muestran los altibajos propios de hombres y mujeres nacidos en un país largamente dominado por factores tales como la tutela de un solo partido político autorizado para ejercer el poder en todas las esferas de la existencia. Al frente del Estado y por décadas, se impuso un señor de hubris intenso, erigido sin disputa como comandante en jefe.
Yo, que nací en un decenio posterior, los conocí hacia 1969, bajo ese ambiente nacional, a pocos meses del fracaso estrepitoso de una zafra azucarera que empobreció todavía más al país, arruinándoles la vida a millones de ciudadanos, con lo cual el régimen y su hablador en jefe perdieron cuotas significativas de seducción.
Rigofredo Granados, esposa e hijo.
Entonces estudiaba francés en la Escuela de Idiomas Máximo Gorki con la finalidad de convertirme en maestro o traductor-intérprete. Allí tuve un par de profesores que marcaron mi destino: Mariela Evorová, de la antigua Checoslovaquia, casada entonces con el pintor Tony Évora; y Franklin García, condiscípulo de Emilio, Rigofredo y Felipe. En el verano de 1968 Mariela y Tony se fueron de vacaciones a Praga. Allí los sorprendió la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia que cerró las aspiraciones de crear un socialismo con rostro humano.
Una de las más importantes secuelas de aquella intervención fue el éxodo masivo que provocó. Mariela y Tony se escaparon a Francia, desde donde recibí, unas semanas después, una carta donde ella me contó una versión de los acontecimientos que jamás mencionó la prensa oficial. Por la misma época, a Franklin, quien ya me había presentado a Emilio y Rigofredo en una visita a la Escuela de Letras, lo enviaron a Canadá para pasar unos cursos. Nunca más retornó.
Con Rigofredo y Emilio pude sustituir a Mariela y a Franklin, aquellos mentores lamentablemente perdidos y de quienes no he vuelto a tener noticias. Con los años he aprendido que los mentores más apreciados no se limitan al área académica. Por eso, y regularmente, Emilio, Rigofredo y yo nos reuníamos en la biblioteca de la Escuela de Letras; o a la hora de almuerzo entre lunes y viernes, en el comedor aledaño; o en sesiones inolvidables en la Cinemateca del ICAIC; o para ver una obra de teatro, fuera en el Mella o en la Sala de Teatro Estudio; o en un concierto ofrecido en el teatro Amadeo Roldán.
A partir de cierto tiempo empezamos a juntarnos, después de las nueve o las diez de la noche, en el parque situado frente a la funeraria de Calzada y K, Vedado, a media cuadra del edificio de la Embajada de los Estados Unidos. Era famosa por servir de sitio de velorios para gentes prominentes y ser punto de encuentro nocturno de una fauna social integrada por actores y actrices, gentes de la farándula, de aspirantes a escritores, poetas, músicos, cineastas, pintores y periodistas; en suma, bohemios de la escasa vida loca que puede sobrevivir bajo el socialismo. Allí acudían también hombres y mujeres discriminados por ser homosexuales, individuos desvinculados del sistema laboral y delincuentes de alguna monta.
La Habana, forzada por las nuevas circunstancias histórico-políticas a convertirse en una ciudad casi provinciana y de escaso alumbrado público, comparada con el período anterior a 1959, conservó, sin embargo, una cierta movida nocturna que se prolongaba alrededor de ciertos cabarets y de aquel lugar. Por eso, noctámbulos como los mencionados, se veían inclinados a hacer escala allí; además de tener una cafetería única en su giro: se colaba café toda la noche y cada madrugada, y se vendía panes con croqueta y trozos de panetela dulce.
Rigofredo, más que Emilio, fue una presencia habitual en aquel escenario. A veces llegaba en una motocicleta que compartía con Felipe. Jornada tras jornada iba enterándome de su agudísimo sentido del humor, de su infalibilidad para poner apodos (Matildita, Nosferatu, Bielike, Míster Bacardí), tan eficaces que incluso borraban los nombres propios de los aludidos.
Rigofredo Granados y familia.
Lo recuerdo sonriente, agudo en sus diatribas contra el estado de la nación, acerca de una película producida por el ICAIC o de las cinematografías de los países socialistas, un libro recién publicado, un chisme de salón (literario, artístico, político), o sobre la ocasional llegada violenta de policías al parque para incomodidad y susto de los presentes. En ocasiones lanzaban disparos al aire para espantar de allí a los de pies ligeros. En estas circunstancias extremas, Rigofredo jamás perdía la serenidad, la parsimonia, el porte controlado y la sonrisa sardónica. En menos oportunidades, también nos dirigíamos a la célebre heladería Coppelia, en L y 23, o la del Coppelita de Malecón y 25.
Poco a poco, y a causa de razones muy diversas, dejamos de pasar por el parque. Rigofredo no fue la excepción. Se me ocurre pensar que la causa pudo haber sido su decisión de pasar más tiempo con Elena Soto; una joven, por cierto, cuya familia estaba sólidamente vinculada a la Sociedad Teosófica de Cuba, algo en verdad inusual en la Cuba de ese tiempo. Aunque él no tenía reputación de ser creyente, bastó su relación con Elena para que asistiera a todas las actividades de dicha sociedad, al menos hasta que se casaron. Luego tuvieron un hijo a quien nombraron Aleph, primera letra del alfabeto hebreo y, según Jorge Luis Borges, un punto en el espacio que, a la vez, contiene todos los espacios.
En ese período, Rigofredo se consolidó como profesor universitario. Tuve la fortuna de ser su alumno cuando matriculé en la Universidad de La Habana hacia 1972. La asignatura que impartió fue Lingüística Romance. En el grupo al que yo pertenecí había ciertos estudiantes ligados al nuevo poder por su origen familiar, lazos personales o linaje político. Sobresalían dos mujeres: Niurka, hija del líder comunista Aníbal Escalante; y Natalia “Naty” Revuelta, examante de Fidel Castro antes, durante y luego de los hechos del Cuartel Moncada (1953), y con quien tuvo una hija, Alina Fernández.
Rigofredo mostró siempre firmes credenciales de conocimiento, de dominio de los temas impartidos y de control de la disciplina en el aula, sobre todo cuando Niurka y sus seguidoras le hacían preguntas capciosas con el interés de ponerlo en aprietos y dejar en evidencia cuán bien preparadas y listas eran ellas. Era, y lo fue más tarde en varias universidades de New York donde ejerció hasta que su salud se quebrantó, un docente con mucha tabla y autoridad, y un académico que produjo ensayos sobre Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz y el Modernismo hispanoamericano.
En una conversación reciente, Felipe Cunill me informó de una faceta de Rigofredo que yo desconocía. Su colaboración en las traducciones que él hizo por décadas para Arte y Literatura. Tenía, me dijo Felipe, un excelente dominio de la lengua española. Cuando, en tanto traductor, no estaba satisfecho con las frases o expresiones que había vertido a este idioma, se comunicaba con Rigofredo. Generalmente se enfrascaban en discusiones de estilo donde, de paso, desplegaba su talento para la ironía y hasta el mismísimo choteo. Felipe subrayó que “siempre podía contar con él personal y profesionalmente,” sin olvidar añadir otro dato sobre Rigofredo para mí también inédito. Ambos practicaron la caza submarina, lo cual les dio la oportunidad de participar con éxito en una competencia no exenta de azares peligrosos —léase tiburones— frente a las costas de Pinar del Río.
Rigofredo Granados y familia.
Transcurrían los años 70, que, en los sectores de la economía, la educación y la cultura, fueron bautizados como los del Quinquenio Gris, a pesar de que ese ciclo ha sido bastante más dilatado. Son varias las características que lo retratan: apagones, escasez de alimentos y de productos industriales, censura, dogmatismo, depuraciones en los centros de enseñanza, el empuje en el campo de la cultura a favor del realismo socialista, arrestos, condenas a prisión o al ostracismo. Un proceso muy largo, aterrador e intolerante. Valga recordar las conclusiones del I Congreso de Educación y Cultura, la ruptura de intelectuales extranjeros con la Revolución a causa de la detención y autocrítica del poeta Heberto Padilla y, finalmente, el alineamiento subordinado a la Unión Soviética y a sus aliados en Europa oriental.
Un fragmento de la Constitución de 1976 constituye una prueba al canto de lo afirmado:
GUIADOS APOYADOS en el internacionalismo proletario, en la amistad fraternal y la cooperación de la Unión Soviética y otros países socialistas y en la solidaridad de los trabajadores y pueblos de América Latina y el mundo;
CONSCIENTES de que todos los regímenes de explotación del hombre por el hombre determinan la humillación de los explotados y la degradación de la condición humana de los explotadores; de que solo en el socialismo y el comunismo, cuando el hombre ha sido liberado de todas las formas de explotación…
En ese contexto, ser profesor universitario y practicar la imprescindible libertad académica es sinónimo de ocupación altamente peligrosa, máxime en el ámbito de las humanidades. Rigofredo nunca clasificó entre “los asalariados dóciles del pensamiento oficial”, según la frase de Ernesto Guevara. Tampoco Emilio. Debido a ello, y unido a la vileza de algunos colegas y estudiantes, un día nefasto ambos fueron llamados a una reunión con el decano, presidida por un oficial del Departamento de Seguridad del Estado (DSE). Los acusaron de haber cometido diversionismo ideológico y, por ende, de actuar como portavoces de la CIA. En consecuencia, él y Emilio perdieron sus puestos.
Emilio, tras muchas vicisitudes, fue a parar de traductor para el Ministerio de Salud Pública. A Rigofredo le ofrecieron un empleo de cazador de cocodrilos que, por supuesto, no aceptó. Se convirtió, por cuenta propia y con la solidaridad de amistades, en fabricante de zapatos de mezclilla. Su futuro había sido cancelado. Por tal motivo, inició gestiones para emigrar y, al cabo de varios trámites, consiguió tres visas para entrar en España (Elena, él y Aleph).
Antes de marcharse, hizo un par de zapatos ortopédicos para Aleph. Sin embargo, le ocultó a Elena, hasta que se establecieron en Madrid, el hecho de que en medio de las suelas había escondido tres mil dólares. ¿Por qué no se lo dijo? El Código Penal de la época castigaba con presidio la posesión de monedas convertibles. Además, quería evitar que se comportara nerviosa ante los funcionarios de Inmigración del aeropuerto José Martí. Luego de seis meses en esa ciudad, pudieron trasladarse a Union City, New Jersey, en 1979.
Rigofredo Granados.
En los Estados Unidos pudo regresar a los estudios universitarios. En 1983, culminó una maestría en Artes y Ciencias; en 1985, otra en Lenguas Romances; y, en 1991, se graduó de un doctorado en español en la New York University con una disertación sobre “El modelo retórico/estilístico en la prosa mística de Teresa de Ávila”. En esos años fue contratado por varias universidades. Desde 1987 hasta su fallecimiento, el 21 de octubre de 2021, se vinculó como profesor en el New York City College of Technology (NYCT).
Sus colegas lo describen como siempre atento y preocupado por ellos, unificador, que hizo posible mediante una eficaz labor personal y docente de captación que, en el presente, un tercio de los matriculados en cursos de lenguas en el NYCT sean hispanos. Su sabiduría individual y el buen uso del tacto en sociedad le dictaron que nunca se inmiscuyera en las posiciones políticas de sus compañeros de claustro. Jamás se ausentó de las actividades organizadas por cada uno de ellos. El decano y la directora del departamento admitieron que fue el verdadero artífice del programa de lenguas de la institución.
A su viuda le pregunté cuál fue la virtud que más admiró de Rigofredo. Me respondió que la seguridad que inalterablemente dio a su familia. Yo añadiría que asimismo les dio esa seguridad y apoyo a sus amistades, a los estudiantes y a quienes tuvimos la inmensa suerte de haberlo conocido.
Para Elena Granados, esposa; Aleph, hijo; Christian Alexander y Lauren Rigby, nietos; hermanos y hermanas de Rigo.
Para Ann Delilkan y sus colegas del Departamento de Humanidades, New York City College of Technology.
“salí tras ti clamando y eras ydo” (Cántico I San Juan de la Cruz).
“Perhaps this is why Mnemosyne, the goddess of memory, is the Mother of the Muses. Without remembering we lose our history and ourselves” (Barbara G. Myerhoff, “Re-membered Lives”).
Peligro de conjunto
Como no se produce la apertura ni hay transparencia, aumentan la ansiedad y la inseguridad. Es como si las oportunidades y los lugares en la vida solo alcanzaran para unos pocos, como ocurre en las colas. Esa situación convierte una vez más al cubano en competidor del cubano y genera un individualismo disociador.