Soy, me pienso y hablo como homosexual negro

Hace poco un amigo (para más señas, homosexual y blanco, a quien en este texto llamaré J., a secas) me preguntó si no me había fijado en la ostentación tan agresiva que hacen los homosexuales negros, iletrados y de procedencia humilde, de su identidad sexual. Hecho que él atribuyó al entorno marginal en el que se desenvolvían la mayoría de ellos. La necesidad de sobrevivir como maricones, en un ámbito familiar y barrial de códigos muy propios y cerrados, donde “la debilidad” devalúa y es una ofensa a la machanguería.

Confieso que, en un inicio, la observación de J. me pareció simple y estereotipada. Entonces, volví la vista hacia el grupo que conversaba en una esquina cerca de nosotros. Claro que l@s conocía desde hace tiempo, justo de allí, de “la zona”. Las veces que coincidíamos en la pasarela, a diferencia de otras pájaras discretas y modositas, solía sentirme cómodo entre ell@s, seducido por una rara empatía. 

En cambio ell@s, al principio, me miraron con recelo y luego, después de compartidas ciertas complicidades propia de los espacios de ligue, el recelo y aquella manera de responder a mis palabras contorsionando los músculos del rostro hasta volverlo una mueca —expresión tan común en las mujeres afrodescendientes: “no me pongas cara de negra vieja”—, fue desplazado por el respeto; aunque casi siempre, tras mediar una discusión, cualquiera de ell@s dijera, como advirtiéndole al resto del grupo: “Esta negra no es como ustedes, ella es una negra que tiene preparación”.

Por otra parte, y volviendo a la observación de J., siempre me ha molestado ese tipo de estratificaciones que se suelen organizar el mundo del homosexual masculino en base al color de la piel y a la posición económica e intelectual. 

Su comentario, en medio de aquel escenario de ligue gay, donde conversábamos a esa hora de la madrugada, tan diferente al medio “culto” en que normalmente me desenvuelvo, me trajo, así de golpe, ciertos episodios de mi infancia y adolescencia que fueron configurando mi identidad racial y sexual y en los que nunca había reparado. 

Pero, ¿acaso no son los negros y negras uno de los sectores sociales actualmente menos favorecidos en Cuba? Por otro lado, más allá de los presuntos estereotipos sobre los que podría construirse esta apreciación de J., ¿no se entrecruzaban en ella elementos identitarios —raza, género, clase, preferencia sexual— estrechamente vinculados a las relaciones de poder?

Y en cuanto a mi condición intelectual, ¿no había padecido en carne propia lo que representa ser un escritor negro y homosexual? ¿Lo que es formar parte de esos demonios nacionales sobre los que nunca se habla? 

Responder a estas interrogantes nos permitirá entender por qué la presencia del cuerpo del homosexual negro en el arte y la literatura cubana ha sido, históricamente, un gran silencio. Incluso en la actualidad se limitan a tres nombres: a la labor solitaria del fotógrafo René Peña, el poeta Julio Mitjans y recientemente el dramaturgo Gerardo Fulleda —con los poemas aparecidos en la antología Todo parecía, de Jesús Barquet y Virgilio López Lemus—, aunque en el caso de este último los cruces entre identidad homosexual y raza no se declaran. 

Si asumirme como negro/a o afrocubano/a actualmente en Cuba es instaurar una diferencia política radical que intenta contrarrestar los estereotipos degradantes, la invisibilidad y las dinámicas de estigmatización social a los que históricamente ha estado sometido el cuerpo racializado negro en la nación cubana, vivir como negro y homosexual supone una postura política doblemente desafiante, por cuanto interpela a la heteronormatividad y sus diseños racializados.

El imaginario occidental-colonial construyó un mito sobre la supuesta virilidad del hombre africano y su descendencia: las proporciones descomunales de su miembro y su ardor sexual, casi primitivo, capaz de transgredir los límites de toda moral y prohibición y que históricamente ha estimulado la ansiedad sexual del hombre y la mujer blanca. El imaginario popular, durante mucho tiempo, se ha encargado de alimentar con toda clase de chistes esta representación sexual del hombre negro. Dicha percepción forma parte de los mitos fundacionales de la nación cubana. Muchos homosexuales que conozco han construido sus gustos sexuales a partir de estos estereotipos.

Ya en el siglo XIX, a propósito de un soneto de Plácido titulado “Yo que yo quiero”, Menéndez y Pelayo consideraba que el mismo expresaba de una manera “no indigna del arte la calentura sensual de su temperamento africano”. Reparo en esta afirmación, suscrita por Menéndez Pelayo en su Historia de la poesía hispanoamericana, por dos razones fundamentales: en primer lugar, por el papel que históricamente ha jugado la literatura en la construcción del cuerpo sexuado del hombre negro asociado con el excesivo erotismo, totalmente contrapuesto al imaginario higienista de la blanquitud y su notable tropología sobre la pureza; en segundo lugar, sin entrar a discutir cuánto hay de cierto o no en este reconocimiento de Pelayo, lo significativo del mismo es que de una forma u otra ratifica la barbaridad del hombre negro, que en su afirmación queda como un residuo, un excedente del cual solo es salvable su erotismo.

Supongo que semejante percepción ya debía formar parte del imaginario popular del siglo XIX cubano, si tenemos en cuenta los diferentes momentos homoeróticos en la autobiografía del poeta esclavo Juan Francisco Manzano, donde este se construye como un objeto del deseo para el hombre blanco.

Estas razones pudieran explicar la invisibilidad el homosexual negro dentro del imaginario nacional del siglo XX, y las pocas veces en que aparece siempre está asociado a la figura patética del bugarrón, propia de la lógica sexual binaria sobre la que descasan el relato histórico y el mapa cultural de la modernidad. 

Por otra parte, la desmesurada naturaleza performática desde la cual se construye la masculinidad en el ámbito doméstico, religioso y social del negro, convierte la existencia homosexual en un hecho más problemático y violento. Hace ya algunos años, en mi cuento “Memorias de un regaño”[1], través de la figura del tío y del narrador, traté de describir la violencia increíble y el ostracismo implícito en este proceso de (auto)reconocimiento. Hasta el punto de que pudiéramos decir, parafraseando a Simone de Beauvoir, que el maricón negro no nace, sino se hace. 

Ahora bien, ¿qué sucede en un medio donde el subalterno, a nivel racial, crea un espacio donde la preferencia sexual —elemento de identidad— es motivo de discriminación?

El puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, en su cuento “¡Jum!”, explora este asfixiante y complejo entramado, doblemente subalterno, del homosexual negro. Sánchez cuenta una historia que, en cierta medida, resulta muy cercana a la mayoría de los maricones negros que hemos crecido en un medio marginal. 

El hijo de Trinidad —así nombra el narrador al personaje— es un joven que sufre hostigamiento —sus “extravagancias” constituyen una amenaza para los miembros de la comunidad—, pues desafía al modelo de masculinidad hegemónica entre los negros y cuestiona su significación. Al final del relato, cuando el protagonista decide irse del pueblo, es acorralado por la muchedumbre a orillas del río, donde termina sumergiéndose hasta ahogarse. 

Lo que más me llama la atención en esta narración de Luis Rafael Sánchez es cómo, para el modelo de masculinidad negra, la cultura, el refinamiento, el perfume, el vestir y el maquillaje, son atributos del mundo blanco. “Que si el hijo de Trinidad se marchaba porque despreciaba a los negros. Que se iba a fiestar con los blancos”. Y lo blanco es lo femenino: “¡Que si el hijo de Trinidad es negro reblanquiao! ¡Que el hijo de Trinidad es negro acasinao! ¡Que el hijo de Trinidad es negro almidonao!”. Por estas razones, el comportamiento del personaje, en tanto negro homosexual, es tenido por la comunidad como una afrenta propia de alguien que ha asimilado el mundo de los blancos, reniega de los valores de su raza, y merece ser castigado.

Las dos o tres ocasiones en que he leído “¡Jum!”, acabo transportándome a mi niñez. Los intentos de mis padres por educarme, “por prepararme para el mundo” para “que no salgas bandolero igual que tus primos”, me decía algunas tardes mi madre mientras me bañaba y terminaba de vestirme. Todavía me parece sentir el agua limpia cayendo sobre mi cuerpo; olor a jabón, a talco. Yo entendía aquellas palabras suyas como un llamado a permanecer sentado en la acera, cerca de la puerta de la casa, en el silloncito de madera. Mi obediencia despertaba los comentarios suspicaces de mis tíos, tías, primos y vecinos sobre mi futura identidad sexual: “Este niño sí que no es un pillo como los otros, sabe comportarse”, decían.

Entonces tuve la sospecha de que había algo en mí que me hacía diferente a los otros. A pesar de mis cuatro o cinco años, podía notarlo en sus miradas, en el tono de la voz. “Este niño te va a salir maricón, deja que se ensucie, que se meta en los charcos como los demás”, llegaron a decirle mis tíos. Para mi madre era solo envidia que nos tenían sus herman@s y vecin@s. Con los años comprendí que este fenómeno, con diferentes matices, es inherente a la educación familiar de muchos niños varones nacidos en las familias negras, y deja secuelas. 

Hace tiempo, conversando con una líder afrofeminista cubana, me decía que precisamente por estas razones los hombres negros, cuando adquieren cierto éxito o reconocimiento en el campo político, social, cultural, deportivo o intelectual, buscan casarse con mujeres blancas, porque las familias negras no están preparadas para el éxito, sino que han sido educadas para la supervivencia. La afirmación me intranquilizó, en primer lugar por venir de una persona como ella, tan comprometida con la lucha por la reivindicación de l@s negr@s en Cuba; y en segundo lugar, porque justamente ha sido la mujer negra, en tanto madre, quien ha sostenido espiritualmente —y en muchas ocasiones hasta económicamente— a la familia afrocubana: tan carentes de poder, descentradas y marginadas. Desde aquellos tiempos coloniales en que “la necesidad les hizo parir hijos mulatos”.

Por otra parte, creo y defiendo las relaciones de amor interracial en condiciones normales y felices. Pero en el caso de los hombres negros exitosos que se casan con mujeres blancas —en Cuba son la inmensa mayoría, para no ser absoluto—, siempre me ha parecido que ellos, en el fondo, no han superado las marcas de la discriminación racial a que han estado expuestos a lo largo de su vida. 

La mujer blanca es, por lo tanto, un trofeo: ser reconocido o aceptado simbólicamente por las estructuras y la ingeniería social del poder que hasta hace poco los discriminó. Advierto un sentimiento mórbido en este acto de la masculinidad negra y mulata que busca reafirmarse a través de la posesión sexual de su otro (la mujer blanca); así como las huellas latentes de un complejo de inferioridad nunca superado. Es en este espacio donde esta masculinidad negra y mulata revela sus reprimidas fantasías sexuales y raciales: ser aceptado o tenido en cuenta por el otro de la blanquitud. 

No voy a negarles que disfruto imaginando las presuntas lecturas que haría el psicoanálisis de este hecho. Frantz Fanon, el influyente psicólogo y luchador antirracista, nos legó varios diagnósticos en este sentido. 

Fanon parte de la noción de narcisismo para develar las anormalidades afectivas sobre las que se edifican estos complejos: “[…] el negro ya no se plantea el problema se ser negro, sino en serlo para el blanco”.[2] Y más adelante agrega: “Para el negro, solo hay un destino. Y este destino es el blanco”. Es decir, para estos hombres no hay otro tipo de salida que la que ofrece el mundo blanco.


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El relato “El cuarto de tres paredes”, de Jesús Abascal, perteneciente a su libro Soroche y otros cuentos (Ediciones El Puente, 1963), narra el drama y los conflictos existenciales, éticos, pero sobre todo raciales, de un hombre que lleva tres semanas huyendo de la policía. Atrapado en un hotel de mala muerte, a través del narrador conocemos que se trata de un buen hombre, trabajador, de férreos principios; sin embargo, una noche, al regresar a la fábrica donde trabajaba como chófer desde hacía nueve años, es acosado sexualmente por la hija del dueño, quien después de acostarse con él, tranquilamente le espeta: “Primera vez que me acuesto con un negro…”. Raimuldo, trastornado, la estrangula.

También es cierto que muchas mujeres negras, desde los primeros meses de nacidos, educan a sus hijos varones a través de la imposición performática de modelos conductuales sustentados en los códigos y roles de hombría propios de la masculinidad negra, y de los cuales ellas son víctimas. 

“Este negrito sí que va a salir bailador y mujeriego igual que el padre”, escuché que una comadre le decía a otra. 

“Se empató con una blanquita, hace bien, que adelante, porque las negras solo traen conflictos. Además, yo no estoy para tener que peinar trencitas a mis nietos”, me comentó una amiga sobre la reciente relación de su hijo. 

En una ocasión le escuché decir en público, casi gritando, a una a mujer negra: “Los blancos son más cariñosos, te dan besos, te tratan de mi vida, te llevan el desayuno a la cama. Los negros, te tratan a patá por el fondillo”. 

Es en esta dimensión donde el discurso psicoanalítico de Fanon sigue siendo de una contribución inestimable a la hora de explorar estos intersticios donde se cruzan género y raza, así como la responsabilidad de la blanquitud y sus tecnologías de la representación en la producción de estos comportamientos descentrados, precarios y/o abyectos.

Con frecuencia busco el espacio de mi cuerpo entre los textos de los cantores de la Negritud, en el Renacimiento Negro de Harlem, en el negrismo cubano y en los movimientos políticos y reivindicadores del sujeto negro: Marcus Garvey, el Black Power y los Panteras Negras. Leo sus escritos con ansia trepidante; los interrogo buscando alguna marca que aluda a mi existencia, y solo obtengo como respuesta el silencio.

Aunque, por momentos, resultan verdaderamente sugerentes en el plano homoerótico algunos poemas de Senghor donde la consolidación de la homosociabilidad negra se vehicula a través del narcisismo, la seducción del sujeto lírico por los cuerpos desnudos: 

“Rodeado por mis compañeros lisos y desnudos / ya adornados con flores del monte!”. 


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Cuando cursaba el décimo grado, una señora blanca y en aquel entonces joven, quien era mi profesora de Literatura y al mismo tiempo Secretaria General de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) en la escuela donde estudiaba, allí, delante de todo el Comité de Base, hizo fuertes críticas a mi comportamiento amanerado. Yo tenía quince años. 

Nunca, hasta entonces, había tenido conciencia de la gravedad de este hecho, más allá de algún que otro manotazo de mi padre cuando niño corrigiéndome un gesto, o de los acosos, medio en juego y medio serio, que me hacían algunos compañeros de estudios, tenidos como los más machitos y codiciados por las muchachas. Confieso que me gustaban, y hasta llegué a sentir un amor adolescente por uno de ellos: en mi interior demandaba más audacia de él, podía aprovechar las clases de educación física en la pista y perdernos en el monte. (El monte era mi obsesión, ofrecía tantos recodos; además, me erotizaba el olor a hierba). Pero aquellos actos, al menos para ellos, nunca fueron más allá de un jueguito verbal de inversión de roles “propio” de muchachos. 

Por otra parte, nunca invertí, como otros homosexuales, largas horas frente al espejo tratando de acomodar mi gestualidad y mi voz a las demandas del orden heteronormativo. Por eso me sorprendió aquella reunión en el Comité de Base, donde militaba. Recuerdo que muchos se miraban apenados, sin saber qué decir, mientras ella (la profesora) exponía sus pareceres al respecto con un tono que iba de la morbosidad al ensañamiento. 

Pensé que tal vez a la UJC habían llegado rumores sobre las aventuras que sostenía muy lejos del ámbito estudiantil, y que no solo podían expulsarme de la Juventud, sino también comunicarlo públicamente en el matutino. Miles de suposiciones pasaron por mi cabeza, pero Alicia (así se llamaba la profesora) solo partía de aquel dato netamente corporal. De cualquier forma, el mundo se vino abajo. No sé cómo tuve coraje en los días siguientes para volver a la escuela y actuar en mi casa como si eso no hubiera sucedido. Algunos compañeros tampoco entendían por qué ensañarse conmigo… “cuando R. o D. son más amanerados; creo que es un problema personal”, me decían.

Tiempo después supe que Alicia, quien además se pintaba el pelo de rubio, tenía un novio negro. Por estas razones, entre otras, le costaba mucho trabajo aceptar cualquier asomo de “amaneramiento” en un negro. Desde el punto de vista político, supe desde aquel entonces que ser homosexual negro era considerado un pecado nefando.

A partir de ese momento comprendí que, como homosexual negro, estaba condenado a una doble soledad, y que si decidía vivir como tal en una sociedad tan homofóbica, era preciso negociar mi entrada al mundo del homosexual blanco. 

La entrada del homosexual negro a ese mundo siempre se hace desde una condición interina, subalterna, y no está exenta de desgarramientos y asimetrías. Algunos siempre te lo hacen recordar, ya sea a través de determinadas observaciones sobre la falta de refinamiento de tus modales, o tu dicción tan apegada al mundo oral e iletrado de los negros, o por tus gustos hacia ciertas zonas de la cultura popular, etc. 

No olvidemos que, hasta hace pocos años, el mundo del homosexual blanco había sido históricamente un mundo predominantemente culto. El cine gay ha insistido bastante en este aspecto. Fue el espacio que construyeron para empoderarse, hasta tal punto que el imaginario popular asoció la cultura con la mariconería, con lo abyecto. 

El binomio negro-homosexual nos coloca frente a una identidad que no solo hay que conceptualizar en la intersección o cruce de los ejes de raza, sexualidad y clase, sino en los límites de estas identidades. Porque transita por fronteras y márgenes epistemológicos subversivos. Una otredad que vive en el borde de todos los bordes posibles.




Notas:
[1] Los últimos serán los primeros. Antología de Novísimos narradores cubanos, selección y prólogo de Salvador Redonet, Editorial Letras Cubana, La Habana, 1993, pp. 72-75.
[2] Frantz Fanon: Piel negra, máscaras blancas, Editorial Caminos, La Habana, 2010, p. 12.




El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

El racismo en Cuba no es solo estructural, también es epistémico

Alberto Abreu Arcia

Nuestros patricios modernizadores, fundadores de la nación, articularon un campo discursivo sobre el otrode la negrura, el cual se sustentaba en los imaginarios del terror, la catástrofe, el detritus social y lo excrementicio como el lugar de negras y negros, mulatas y mulatos dentro del proyecto de nación.