“Con mi mano quemada escribo sobre la naturaleza del fuego”.
Flaubert
“Lo que pase en tu vida a nadie le importa”.
Mi mamá, cuando lea esto.
Mis últimos días en la Isla comenzaron cuando me entregaron el pasaporte en el consulado español. Para recogerlo, hicimos una fila entre la acera del consulado y el Parque 13 de Marzo.
Llevábamos horas allí, rostizados; pero aquella era una cola distinta: la gente sonreía y llevaba a sus niños cargados en hombros. Éramos una especie de salvados. Cuando me entregaron el librito rojo, llegó la pregunta inminente sobre partir o quedarme.
Una vez que decides irte y tienes una relación, sabes que tienes una conversación pendiente y la postergas hasta que puedes. Fulanito Pérez y yo llevábamos tres años viviendo juntos en un alquiler en El Vedado.
Con el salario de ambos pagamos la renta y con las remesas de nuestros familiares comprábamos comida o cubríamos alguna rotura imprevista. Él había comenzado a trabajar en algo así como su dream job, que era dar clases en la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana.
Le pregunté qué pensaba él sobre irse de Cuba y me lanzó una serie de argumentos: “ahora mismo no siento que tenga algo importante que decir o aportar a otro sitio que no sea mi país”, “recién comienzo a hacer lo que me gusta”, “es mejor ser cabeza de ratón que cola de león”.
Me dijo que debía encontrar a alguien que compartiera mi valentía y que, dadas mis circunstancias, él podía entender mi decisión.
Pero vamos a entrar por un instante en la cabeza de Fulanito Pérez para definir qué tipo de análisis socioeconómico se refiere con “mis circunstancias”.
Llevaba dos años graduada de Teatrología y no trabajaba en Casa de las Américas, tampoco daba clases en el ISA, como corresponde a todo buen egresado.
Hubo puestos en instituciones, salarios mejorcitos que rechacé para no desempeñarme como lo que considero una censora, una policía del arte.
No militaba en las organizaciones de masa, ni de masas de artistas. El teatro donde trabajaba está en el circuito de la calle Línea, pero a la vez fuera, es un sitio que molesta a la vista institucional precisamente porque resiste.
Colaboraba con medios independientes, pero eso era un estipendio, no alcanzaba para el día a día. Las salidas conmigo se habían convertido en una disertación eterna sobre mi incomodidad y mi imposibilidad de ayudar a mis padres económicamente; para luego terminar en las zonas comunes: ¿qué perspectivas hay aquí?, ¿a quién más deben meter preso para que todos nos cansemos de esto?, ¿yo quiero resistir?
Fulanito Pérez entiende que yo desee salir de Cuba, al menos por un tiempo, porque: I don’t fit in. Estoy demasiado molesta con la vida y obsesionadita con el arte político. Pero él no. Él es un muchacho “correcto”, sus referencias son universales: Heidegger, Kant, Kierkegaard y conserva esperanzas de sobrevivir profesionalmente en la Isla como una parte de sus amigos que ocupan puestos importantes en instituciones.
Hay una fracción de la juventud cubana que sobrevive así. Yo le llamo “los tibios”. Los tibios le han echado el ojo a un cargo en específico desde que cursan el cuarto o quinto año de sus carreras. Desde ese momento, comienzan a coartar cualquier ejercicio de opinión que pudiera echar a perder su aval.
Una vez en el cargo, vigilan de cerca los proyectos de los otros y en las reuniones dejan claro quiénes son los no confiables, los peligrosos. Solo se permiten soltar la bilis en círculos muy cerrados: en los almuerzos opíparos de los congresos, lejos de sus móviles petroleros.
En viajes a provincia se pasan una publicación de mano en mano y se jactan diciendo: “¿Tú te acuerdas de Mengana? Ahora cuida viejos en New York”.
Los tibios no deciden emigrar hasta pasados los treinta y largos, cuando ya han hecho algún currículum en la Isla, obtenido premios y publicados sus libros. De repente, sueltan el cargo, aparece un doctorado en Latinoamérica y el resto es historia.
Quién sabe si a raíz del éxodo de todo aquel que pueda significar una competencia, Fulanito Pérez puede publicar su tesis y ascender dentro de la Universidad de La Habana. Pero lo mío era morir del contexto y Fulanito Pérez se huele que voy a terminar mal, “quemada”, y no iba a publicar una alerta con mi nombre en Facebook.
Él es muy prudente con lo que comparte en las redes, sobre todo por sus padres —me dice. Creció en el Vedado, su familia tiene un Lada con chapa estatal; yo crecí en Centro Habana. El guion del melodrama generacional con tintes políticos se hace solo.
Mientras escribo esto, me recrimino por exponer algo tan íntimo y que no he superado del todo. Más allá del cinismo de una, contiene algo de desamor. Así de socarrona me pongo.
Pienso en el volumen de ejemplares que consideramos clásicos y otros más laicos, en todas las pajas mentales que he leído y que han sido concebidas desde una perspectiva masculina del desamor, de la traición. ¿A cuántas etiquetas está expuesta una cuando decide escribir sobre estas experiencias?
Desde que saqué el pasaje, decidimos que viviríamos separados. A cuatro días de irme recibo una llamada de una de sus alumnas de cuarto año. Me pide que revise Messenger. Me ha enviado un montón de audios y capturas de pantalla.
Me dice que Fulanito Pérez la ha estado acosando desde hace dos meses, ha puesto presión en el Departamento para ser su tutor, la ha llamado estando borracho, se le apareció en el hospital donde tiene a su abuela ingresada.
Dice que acude a mí porque sabe que somos pareja. Pronto debe escoger su ubicación laboral y le preocupa quedarse trabajando en la Facultad. Pero no quiere arruinarle la carrera a nadie, me dice.
A mí me quedan cuatro días en el país. Quiero pensar que esto no está pasando.
Tengo una montaña de albahaca sobre la mesa porque quiero hacer un pesto y una fiesta para mis amigos, tomarme un vino vinagroso de 900 pesos, estar con mi mamá. Fulanito Pérez vendrá en la tarde a buscar unos libros.
Últimamente me hace unas visitas muy raras, me pide que durmamos juntos. No dejo que me toque; tengo una punzada muy rara en el estómago y en la columna cuando se acuesta detrás de mí.
Suponía que estaba viendo a otra persona, es normal, a fin de cuentas, yo me voy. A sus ojos, lo descarté, le di el portazo de Nora.
Al rato llega y, nada más que pasa al baño, entro a su teléfono porque recuerdo la clave. Por experiencias anteriores, no recomiendo revisar el teléfono de nadie: es como acceder a un alter ego muy cruel del otro, para el que nunca se está preparado.
Allí está el chat. Pero hay más: hay otra muchacha, más joven, como de segundo año. Esa sí le envía fotos: las nalgas, un video masturbándose. “Verdad que te pierdes, pero cuando apareces me dejas sin aire”, le escribe él.
Me parece una niña, me recuerda a mi sobrina. ¿Cómo lucía yo a los 18 años?
Fulanito Pérez lleva apenas tres meses dando clases. ¿Por qué no vi señales de esto? ¿O quizás sí las vi? Una vez le encontré búsquedas porno (es normal, yo también busco porno). Pero aquello era raro; decía: petite, teen. Había buscado lo mismo muchas veces y salían chicas menuditas, con senos diminutos.
Esa vez estuve unos días mirándome al espejo, pesándome las tetas y cavilando cada estupidez… Yo no soy una adolescente, es imposible que luzca como una.
Fulanito Pérez sale del baño. Siento tremendo asco: los mensajes a las alumnas vienen desde hace meses. Le digo todo lo que he visto. Me arrebata el teléfono.
Los acosadores se reconocen
Quedo con la alumna que me contactó y vamos juntas a la Facultad de Filosofía. Hoy es lunes y me voy el miércoles. Tic, toc: todavía debo deshacerme de unas cosas y recoger otras.
El jefe de Departamento es un hombre que no pasa los 40 años. Le contamos, más bien le cuento, porque antes de entrar ella me ha pedido que hable yo porque, según me dice, me explico mejor.
Enseño las fotos. El tipo me ha estado mirando con cara de pereza, de ataque de tarros. Afuera, en un banco de mármol, lo espera su novia/alumna que no pasa de los 23: una mulata de ojos verdes que parece una modelo. ¿En qué otra circunstancia este calvo chivatón conquistaría a una muchacha así?
Nos dice que nada de lo que le contamos le parece acoso, que Fulanito Pérez es un profesor joven y talentoso, que no vale la pena embarcarlo con un problema como ese.
Se voltea a la alumna y le pregunta si ella desea llevar este asunto frente al rector. Ella responde que no. Él se compromete a hablar personalmente con Fulanito Pérez y a resolverlo todo “a nivel interno”.
El jefe de Departamento sabe que llevar ese tema frente al rector sería desenterrar algo que se tiene bastante naturalizado en la enseñanza en general, sobre todo en el entorno universitario.
Recordé un comentario muy extraño que Fulanito Pérez había hecho cuando conversábamos sobre el caso de Fernando Bécquer: “Temo mucho que se arme un #MeToo en la Universidad de La Habana, porque tengo amigos que les encanta andar detrás de las alumnas y no estoy para que me asocien con ese tipo de gente”.
Cuando yo estudiaba en el ISA, había un profesor que tenía debilidad por las alumnas y luego por los alumnos también. Cada vez que íbamos al Festival de Teatro en Camagüey, siempre había uno al que había que esconder de él porque se les encarnaba, los buscaba en las fiestas y hasta se les podía encimar.
Al salir de la Universidad de La Habana fui con la alumna buscar un helado. Para mí el helado es un símbolo, es como tomarme una línea de ron: cada vez que me pasa algo malo o necesito entender una situación, voy por un helado.
Estamos sentadas en el Malecón, a las siete y pico. Es una de esas tardes rosadas que dan un bajón del carajo. Tengo mucha reviviscencia del instante en que le dije a Fulanito Pérez que iría a la Universidad a hablar de todo esto: tengo su expresión fija en mi mente, el modo en que me apretó la muñeca para quitarme el teléfono.
Sentados en ese mismo muro, una vez me preguntó qué era a lo que más temía. “A que me griten, no soporto que me griten. No sé qué pasa, me paralizo”. Creo que en el fondo quería decirle que me asusta mucho la violencia.
La alumna está aquí, frente a mí, no puedo quebrarme ahora, no la conozco de nada. Me muerdo la lengua, trago en seco. Me dice que lamenta mucho que nos hayamos conocido en este contexto y que, al menos en unos días, dejaré atrás todo esto.
Creo que por el estrés que me ha despertado este asunto, por el cortisol que debo estar liberando, no he caído en cuenta, hasta ahora, de que, efectivamente, me voy en dos días. No había tenido ni un segundo para abandonarme en la melancolía de esta tarde, del olor a salitre.
Me preocupa que allá, donde voy, no hay mar. Aquí he venido a celebrar o a lamentarme de los sucesos más importantes. Es como una chismografía, un diario. Crecí a dos cuadras del malecón. Voy a echar de menos venir a pensar, a leerme la última página de un libro que me haya gustado.
Ya casi nos vamos, ella me cuenta que lleva un año entre hospitales: primero por su papá, ahora por su abuela. Le cuento sobre la mía y nos quejamos de las calamidades de la salud pública en Cuba.
Intercambiamos algunos cumplidos. Ella también está buscando una beca en alguna parte. Pienso que la sororidad debe ser algo como esto, pero no quiero ideologizar el ambiente.
A mí el odio no se me pasa
Si les digo que yo había soñado todo esto que sucedió con Fulanito Pérez, perdería toda credibilidad frente a ustedes. Pero así fue. Llevaba semanas en un estado de alerta, teniendo sueños muy extraños.
Una tarde, frente al mar, en vez de pedir salud, lo primero que me nació fue pedirle a Olokun que toda la verdad, todo lo que se ocultaba en sus profundidades, por horrible que fuera, saliera a flote.
Soy la hija menor de una espiritista: por una ligadura mal ejecutada, yo estoy aquí. Hay espíritus de mi mamá que han decidido quedarse conmigo porque dicen que necesitan más desarrollo, un caballo más joven.
Cuando el avión despegó, me pregunté por esos seres. ¿Habrán querido seguirme hasta aquí?
Fulanito Pérez anda de la mano con la menor de sus alumnas, en señal de victoria. Sigue dando clases. Pasó por un momento incómodo, pero pudo convencer a todos de que yo había sacado la situación de contexto. De todas formas, nadie está para asuntos de acoso en Cuba: hay que zapatear mucho por la comida, por la gasolina, por el aceite…
Hace unos días, mi mamá lo encontró en la calle. Le dijo que no se atrevía a contactarme, que temía que yo publicara algo relacionado con esto.
© Imagen de portada: Búsqueda en Google con el término ‘teen porn’.
No estás obligado a decir de qué color es tu sexo
Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar.