Esperar tiempos más propicios

Desde que en noviembre pasado cientos de artistas nos reunimos frente al Ministerio de Cultura para exigir un diálogo con las instituciones, esa palabra —diálogo— ha sido repetida a diario en los debates públicos y privados entre cubanos dentro y fuera del país. Veces anteriores se escuchó decir esa palabra en los últimos años, especialmente en el sector de la cultura tras la publicación del infausto Decreto 349.

Quienes rechazan la opción del diálogo suelen argumentar, con tozuda vehemencia, que una de las partes no merece crédito alguno.

Tiranos, asesinos, mentirosos: así califican a los funcionarios del Estado ciertos sectores del exilio y los que militan en la oposición más radical contra el Gobierno y su sistema político. Para ellos, el reclamo de negociar una salida al conflicto es ingenuo e incluso una forma de traición. Hay quienes han afirmado, por ejemplo, que “los dialogueros” tratan de impedir que la lucha se enrumbe por la senda adecuada. 

Tomar las calles, rebelarse contra el poder establecido y golpear todos sus costados hasta que caiga; eso piden. Y aún más: violencia, intervención militar, un cerco más férreo aún a la gestión económica, y luego, cuando por fin se derribe ese poder, suponen que, de modo más bien mágico, todos los problemas se resolverán. Desdeñan, sin embargo, a una parte de la sociedad que sigue siendo numerosa y apoya eso que pretenden destruir.

Mercenarios, confundidos: así, por otro lado, juzgan desde el Gobierno a quienes exigen diálogo. Para ellos, el exilio y la oposición son los brazos del imperio, que es —en su opinión— el verdadero autor apenas oculto tras las críticas y los llamados a negociar una salida al conflicto. Para ellos, el conflicto es construido, ilusorio, y no hay más que eso: el enemigo avieso, un demonio que asoma acechante en cada expresión de malestar, como si todos fuesen piezas manejadas por un pulpo que los ha convertido en zombis o, peor, en sus asalariados, gente sin virtud, ni discernimiento, ni un mínimo atisbo de autonomía. Para ellos, en fin, la comunicación entre el Gobierno y el pueblo ha sido permanente y, en consecuencia, no hay necesidad de pedir diálogo, a menos que quien lo pide sea “la contrarrevolución”, con la cual no hubo jamás ni habrá entendimiento posible. Eso dijeron en noviembre y así han continuado, con muy leves matices, hasta hoy.

Es cierto que accedieron a conversar en diciembre con aquellos que —a su entender— no habían “comprometido su obra con el enemigo”. Eligieron con cuidado a los participantes de ese encuentro y acondicionaron su teatro para dar una apariencia de concilio, pero no se atrevieron a hacer público el debate ni hubo acuerdo o compromiso entre las partes. 

Todavía esperamos que el Ministerio de Cultura coloque el video íntegro de ese encuentro en su portal digital, en vez del burdo ejercicio de ocultación que se fabricó en Streaming Cuba. Nadie entonces quedó satisfecho. Por eso, la exigencia de un diálogo transparente e inclusivo se volvió un clamor entre diciembre y enero. Hasta ese otro aciago día 27 que todos recordamos.

Desde entonces, la opción del diálogo —que fue improbable siempre— comenzó a desvanecerse y la rabia creció ostensiblemente. La canción Patria y vida surgió en esa circunstancia. Es hija del malestar, de la ira de quienes por respuesta a cada demanda han recibido el castigo y el sarcasmo de una estructura institucional arrogante, segura de su propia fuerza, y artera; por eso es también parcial. Pero quienes han vivido el escarnio público en los medios, el acoso sistemático, las amenazas veladas o explícitas, los golpes físicos o morales por la simple razón de asistir a una protesta pacífica, por alzar un cartel, por reunirse con alguien que los inquisidores de turno ansían someter al ostracismo —como en la Edad Media—, por publicar una opinión incómoda en las redes o exigir cambios, conocen bien de cerca esa arrogancia, esa manera tortuosa e innoble de aplacar las actitudes críticas. 

Y saben también qué mano mueve los hilos de esa estructura institucional. Es penoso y viejo tal proceder. Gracias a él está arraigado en algunos el miedo a expresarse y se ha vuelto radical en otros el rechazo a dialogar “con el régimen”. Ese proceder es, como algunos lo han descrito, una “fábrica de disidentes”.

Lo cierto es que los extremos —cada cual por sus razones— no quieren ceder un ápice ante el otro. Y las posturas a ultranza de cada uno alimentan en su contraparte la terquedad, al tiempo que traen más frustración y desaliento a quienes continúan buscando una solución consensuada del conflicto. Así, con cada nuevo desengaño, crece el odio. 

Ojalá quienes con su intransigencia lo alimentan puedan entender cuáles son las consecuencias de sus actos. 

Ojalá esos que se hacen llamar periodistas o analistas de temas políticos e insisten en hacer mera propaganda, lo alcancen a advertir. 

Ojalá el recién instituido IICS busque en realidad fomentar una cultura del diálogo y crear consensos entre todos, y no seguir martillando al público con el único punto de vista al que hasta hoy los medios bajo control del Estado han sido capaces de dar voz. Porque defraudan a quienes esperan de ellos un comportamiento más honesto, más inteligente. Porque incluso aunque sobrevengan condiciones adecuadas para el entendimiento, las heridas que su actuación ha contribuido a ahondar cicatrizarán despacio, si no se enquistan, y volverán a doler cuando menos se lo espere. A propósito, si escucharan, los invitaría a ver aquella película de Ziad Doueiri, El insulto.

Pero hay una diferencia cardinal entre ambos extremos. Si los opositores radicales se niegan a dialogar, todavía el diálogo es posible. La autoexclusión, en tal caso, solo les haría daño a ellos como opción política. 

En cambio, si los representantes del Gobierno, en su “intransigencia revolucionaria”, lo hacen, entonces el daño no será solo para ellos, sino para la sociedad en su conjunto. Porque son ellos quienes deben implementar políticas que alivien la tensión y resuelvan en sus causas, no en sus manifestaciones, el problema; causas que no son —como acostumbran a decir— solo imputables a la injerencia de una potencia extranjera o al azar concurrente, sino también internas, propias de una forma de gobierno vertical, con escaso margen para el ejercicio de ciertos derechos que deberían ser universales e inalienables. Porque, más de un siglo después, todavía se les sigue recordando que un país no se gobierna como se dirige un campamento, mientras ellos se aferran a su plaza sitiada y pretenden hacer un traidor o un delincuente de todo aquel que les estorbe su labrada unidad de rebaño.

Sentarse a dialogar desde el poder implica estar dispuesto a cambiar en cierto grado el rumbo. No es simplemente hablar, ni es oír con paciencia las quejas y reclamos que alguien hace para luego seguir por donde se iba, ni es convencer o callar a esos tontos con mejores o peores argumentos. Es sobre todo escuchar, sensibilizarse con esas personas, ver desde su perspectiva la realidad, comprometerse en la construcción de un puente de dos vías donde la comunicación no sea filtrada u obstruida por intereses mezquinos. 

Es difícil, aunque posible, dialogar desde el dolor y la diferencia de criterios —en tales casos es, de hecho, cuando más beneficio trae hacerlo—. Sin embargo, nunca fue posible dialogar desde el odio. El odio cierra las puertas hacia el otro, y eso es justo lo que ha estado ocurriendo en Cuba desde hace ya un buen tiempo. Parte de la responsabilidad de esa actitud es del Gobierno; para saberlo basta recordar lo que han sido en este último año sus programas informativos en televisión, leer su prensa, examinar el mensaje invariablemente excluyente que se repite en sus consignas más asiduas.

De modo que urge dialogar, sí. Pero sería ingenuo ignorar que el diálogo que requerimos es en realidad varios diálogos —con opositores, con ciertos gremios, con la diáspora— y, también, consultar a la ciudadanía sobre algunos temas candentes, como el funcionamiento del Poder Popular, por ejemplo, y rediseñarlos.

En los meses transcurridos desde noviembre hasta junio, he insistido, como tantas personas, en la necesidad de diálogo, y he expresado mi disgusto cada vez que vi esa opción alejarse. No me han faltado por eso atropellos ni ojerizas —poco en comparación con lo que otros han sufrido—, pero estoy en paz con mi conciencia. Creer que el diálogo es la mejor vía para enfrentar los problemas y resolverlos no significa, empero, que uno piense con candidez infantil que bastaría para lograrlo la insistencia y la buena fe de una parte ninguneable de la sociedad. 

Si no hubiere buena fe —y no parece hasta ahora haberla—, tendría que haber un reclamo masivo de la población, una exigencia que resuene alto y claro en los oídos de quienes gobiernan. Eso, en cierto sentido, ocurrió con las manifestaciones del 11 de julio y, no obstante, las autoridades se obstinan en su actitud. La suya es, en este nuevo contexto, una apuesta riesgosa, no solo en términos de gobernabilidad, sino de soberanía. Pero lo hacen: desestiman el mensaje e injurian a los protagonistas de esa protesta popular. Suponen, tal vez, que ceder en este punto significaría mostrar debilidad, o que dialogar solo los llevaría a perder el control. Comparan nuestra situación actual, tal vez, con la vivida por los países de Europa del Este a finales de los años 80 y no quieren una Perestroika tardía aquí. Tal vez.

Lo cierto es que, aunque han hablado de diálogo con relativa frecuencia tras el 11 de julio, siguen otorgándole a esa palabra un significado distinto al que le dan quienes lo exigen. Y esta diferencia de significados, cultivada como un muro, es también una forma bastante peligrosa de incomunicación. Ciertas palabras han perdido ya su sentido original por el abuso que se ha hecho de ellas, palabras pilares sobre las que mucho se construyó y está hoy en riesgo de derrumbe. 

Acaso ignoran que gastar el sentido de las palabras acarrea un daño a largo plazo para cualquier forma de institucionalidad, porque en esas palabras se codifican valores e ideas que aglutinan a la nación y, sin ellas, no es posible que sigamos siendo uno en la diversidad: un pueblo, un país. Para advertir ese desgaste, solo habría que explorar lo que se implica, por ejemplo, cuando se dice “patria”, “pueblo”, “república”, “revolución”, “socialismo” hoy en Cuba: ¿de qué se habla y qué se deja fuera de esos términos?, ¿cuánto se ha perdido con la erosión y la distorsión de esas palabras? ¿Les importa, o creen que es solo un problema teórico menor, digno de quienes viven en una “torre de marfil”?

El caso es que dialogar con personas atrincheradas y usando para ello palabras roídas durante años por un uso malintencionado solo puede conducir a mayores discrepancias; cuando lo útil sería fomentar el acercamiento entre quienes profesan ideas distintas y crear un ambiente apto para el intercambio razonado de criterios. Pues solo adversando sin perder de vista lo que somos, lo que tenemos en común y lo que necesitamos todos, trabajando para el progreso colectivo sin frenar por ello la realización individual de cada cual, solo así, podríamos empezar a curar nuestras heridas y a salir del atolladero en que ahora estamos.

A nada de eso, sin embargo, es realista aspirar hoy, cuando los caminos angostos que llevan al entendimiento y la concordia permanecen obstruidos por un miedo y un odio largamente entrenados, con los que se ataca desde todos los ángulos a quien intenta desbrozarlos. Pues las instituciones estatales, junto al resto de las estructuras que conforman el tejido social del país, funcionan, en crisis como esta, como piezas de una maquinaria (propagandística, jurídica, policiaca)que, ante la crítica u otros actos que interpreta como lesivos a su autoridad, responde de manera agonística, alineando sus partes bajo una jerarquía estrictamente militar, para neutralizar a quienes la interpelan. Ningún intento de razonar con esa maquinaria es hoy fructífero, ningún derecho se le reconoce a aquellos que cuestionan su potestad hipersensible, como no sea el de expresarle la adhesión absoluta que demanda, porque en una plaza sitiada —repiten sus voceros— toda disidencia es traición.

En tal circunstancia, habiendo publicado ya en una docena de textos que ojalá no hayan sido totalmente inútiles lo que debía decir, acaso lo más sensato que puedo hacer, al menos por ahora, sea guardar silencio ante la ofuscación reinante, mirar estos días amargos sub specie aeternitatis, y esperar tiempos más propicios.


© Imagen de portada: Ante Hamersmit.




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Cuando los caminos se cierran

Daniel Díaz Mantilla

No sabemos convivir en la contradicción, en el diálogo libre y respetuoso. En cuanto advertimos alguna divergencia la convertimos en blanco de una “batalla de ideas”.