Tocamientos ciberespaciales y otras locuras

Prefiero escribir por las mañanas porque hay más frescura. Antes de las siete se experimenta un ambiente plácido. Todo fluye. El sol es naranja. Afuera la luz es medio opaca, también en mi habitación. 

En medio de este ámbito conciliador, los dedos resbalan por las teclas de la laptop y me resulta más fácil armar algún texto para mi libro de poemas, o escribir un artículo. Es la hora propicia para que acudan las mejores ideas.

Pongo baladas de Patsy Cline, con el sonido bien bajito, para que el romance inunde como una oración matutina. Esa mujer me inspira. Lástima que se marchó con esa fugacidad con que se van los espíritus escogidos por los ángeles. 

Hace tres semanas cometí un error, estaba revisando Facebook y le di el “acepto” a un joven que me pedía amistad. Su nombre es Víctor, tiene 25 años (dos más que mi hijo), y está preparando una tesis de arquitectura. Esa fue su presentación la primera vez que nos comunicamos.

Hablamos de temas disímiles, es sevillano, muy simpático, y su acento medio cantarín. Me alegró saber que le interesa el cine clásico norteamericano. Ha visto To Kill a MockingbirdMoby Dick y también Laura, de Otto Preminger. Aunque todavía le falta ver los melodramas de Bette Davis, sus impactantes caracterizaciones en What Ever Happened With Baby Janey la heroína maldita en The Letter: La mujer que miente arbitrariamente, luego de matar a su esposo a sangre fría, empuñando un revólver.

Un día me animé a contarle ad finem la película Vértigo (una de mis favoritas), porque empezó a mirarla y la había dejado incompleta. Quizás no tiene paciencia con Hitchcock, o es poco inteligente para asimilar el suspense de la vieja escuela.

Se marchó con esa fugacidad con que se van los espíritus escogidos.

Era agradable y sabía escuchar. Al principio, conversábamos sobre pintura, música, fotografía y arte en general; hasta que, de repente, las notas culturales se desviaron por otro conducto: empezó a averiguar el tamaño de mis senos y si me depilaba o no. Entonces la charla se enredó entre vericuetos húmedos.

No es por nada, cada cual tiene sus prioridades. Esta faceta, sin duda, me motivó, no porque esté falta de condumio, sino porque es halagador que un sujeto a quien doblo la edad (y unos cuantos añitos más) piense que aún soy apetecible.

A mi pregunta, respondió enseguida: le encantan las mujeres maduras. Dice que con las chicas no hay sorpresas. ¿Tendrá Complejo de Edipo?

Yo, que a veces no tengo ganas de mirarme al espejo y podría cubrirlos como hizo Marlene Dietrich cuando envejeció, para no reparar en la miríada de arrugas en el rostro, la flacidez de brazos, todo sumado a la resequedad en la vagina que funciona bien, aunque en ocasiones cuesta trabajo lubricar.

Por suerte, guardo memorias de mi promiscuidad sexual y las disímiles vivencias. Ahora mimo el maltrecho cuerpo con baños de mar, caminatas alrededor de la costa. Le doy vitaminas y lo alimento de la manera más sana posible, a pesar de las escaseces y los precios por los cielos.

Lo más importante es que la mente y el espíritu se rebelen a cada segundo. Dentro de nosotros, los que nos dedicamos a escribir, se vive otra edad, en la que somos fuertes y luminosos. Y aprehendemos esos momentos, para poder lidiar con la realidad.

Nada es nuevo, el sexo ciberespacial es el hijo chiquito del sexo telefónico, en la época de los bellísimos y pesados Kelloggs. Es similar a las llamadas calientes que nos hacían en la adolescencia chicos anónimos para decirnos cochinadas, preguntar el tamaño de nuestras teticas y culitos, y si nos gustaban los penes grandes y lo que haríamos con ellos. Pero todo se quedaba ahí, no había fotos de por medio, solo la fantasía trepidante. 

Empezó a averiguar el tamaño de mis senos y si me depilaba o no.

Leslie, uno de mis novios del año 2000, sí fue un caso peculiar: también era adicto al sexo telefónico, pero con la diferencia de que ejecutaba su acto la noche preliminar a la “cita”. En esa llamada podía valerse de un amplísimo repertorio, donde mis labios mayores y menores, la vulva y la vagina (sus tres zonas predilectas) eran las protagonistas de una película de clase X, censurada para menores de 16.

Siempre la realidad superaba a la ficción, podía pasársela largo rato metido en esos lares, como si fuera el primer explorador de Machu Picchu, o de la tumba del faraón Tutankamón. Y no está de más decir que actuaba como sumo cuidado, sin arruinar los preciados tesoros.

No obstante, no toda experiencia es agradable, ni cómica. Una vez conocí a un tipo por medio de una conversación telefónica cruzada y quedamos en vernos. Me llevó a tomar unos tragos al Monseñor y luego al apartamento que un amigo le había prestado.

De alguna manera, la bebida me envalentonó, pues nunca me había parecido buena idea el sexo en la primera cita. Por otro lado, no me iba resultar difícil hacerlo, pues era una copia de Robert Redford y de sus miradas emanaba un aire salvaje.

Pedí permiso y fui al baño. Cuando regresé a la sala, estaba totalmente desnudo y con la guardia en alto; es decir, con aquel espécimen erecto. Más bien, semi, porque debido al tamaño y peso extremo resultaba imposible que “eso” pudiera estar en línea recta, apuntando al cielo.

Un monstruo, fue la primera impresión que me vino a la cabeza. Por su enormidad y grosor asemejaba una tubería de las que ponen en la calle para el tránsito del agua. O mejor, una anaconda. Algo fuera de lo común, un fenómeno digno del Récord Guinness. 

Por suerte, guardo memorias de mi promiscuidad sexual y las disímiles vivencias.

Lo observé con asombro y pavor, y solo atiné a pedirle un vaso de agua. Entretanto iba a la cocina, aproveché y busqué la puerta de la calle para largarme. Bajé los escalones de dos en dos, lo más rápido que pude, pues era en un tercer piso. De aquel absurdo, saqué en claro ver el material antes de probarlo.

Hay una historia de chateo ciberespacial entre un editor peruano y yo, que no puedo dejar de mencionar. Todo empezó por culpa de un libro de poesía. A este hombre lo conocí por medio de otro escritor que impartió un taller de narrativa en la Torre de Letras. Me interesaba publicar fuera de la Isla y puse el manuscrito a su consideración. Esperando que me ayudaría con mi plan.

Después de muchos mensajes, revisó el poemario y me dio algunas indicaciones y sugerencias. Pero la cosa se complicó cuando empezamos a hablar de nuestras parejas. Llegamos, incluso, al intercambio diario en asuntos puramente íntimos. Aquello se transformó en una relación a distancia. 

Primero, nos enviamos fragmentos de nuestro rostro, seguido de fotos completas. Después, me propuso un juego: escribiríamos un cuento erótico a cuatro manos. Así, poco a poco, fuimos conformando el texto, juntando párrafos suyos y míos, y nos acercamos peligrosamente. 

Y sucedió un milagro: Bruno vino a La Habana a conocerme. Pero todo se volvió real y decepcionante. No me atrajo en lo más mínimo su físico, resultando repulsiva su forma de proceder, siendo un tipo mezquino en cualquier aspecto. 

Llegado el momento de la verdad, la decepción por su impotencia sexual le puso la tapa al pomo. Su sexo oral fue un fracaso. Parece mentira que no supiera la ubicación exacta del clítoris. ¡Vaya con el inepto!

No toda experiencia es agradable, ni cómica.

Tal aventura, una de las más espantosas que he tenido en mi vida, solo dejó un resultado positivo: “El experimento”, un texto que integra la antología de cuentos eróticos de mujeres Té sin limón. Ellas sí hablan de sexo.

Regresando al asunto, con Víctor se acercó a un estado de ebullición incontrolable. El muchacho me envió una fotografía como Dios lo trajo al mundo, con su pene rosáceo, erecto, longitud y grueso nada despreciable, rodeado por una mata de pelo negrísimo. 

No niego que es guapísimo y me atrae su carisma de gitano. Sin embargo, no solo de pan vive la mujer. Esto no era nada más que puro sexo. Últimamente, ni siquiera preparaba una plática envolvente como antesala a la sesión masturbatoria. 

En una de sus interrupciones, yo estaba elaborando un trabajo sobre Santa Catalina de Siena y tuve que gritarle: “¡Tócate y déjame escribir!” 

Qué barbaridad, mientras escribía de la existencia de un espíritu dedicado a Dios, este muchacho incurría en el pecado carnal del otro lado. Me volvió loca, literalmente. Aquí les pongo algunas frases de Víctor (omito mis diálogos).

—Enséñame la boquita con que la chuparías. 

—¡Quiero concentrarme plenamente en lamerte el coño!

—¡Háblame, ponme muy perro! Mándame un audio diciendo todo lo que harías con mi polla.

—Sigue con esa voz de diabla. Muéstrame de ti. La cámara interna la tengo rota. Si no, haríamos una videollamada. 

—¿Tienes un hueco para tu amigo español? 

—¿Te has echado alguna pareja? 

—¿Has hecho tríos?

Tuve que gritarle: “¡Tócate y déjame escribir!”.

—¿Te gustaría que te la esté comiendo mientras escribes? Me excitas mucho, mami…

—¿Quieres comerla ahora? ¡Esa voz me pone! 

—¡Me acabo de correr en tu boca, cubanita!

Ya me era imposible comunicarme con amigos o familia. Apenas podía escribir conectada a Internet, ya que rápidamente irrumpían los mensajes y audios de Víctor en WhatsApp. 

No es que yo sea monja, ni una fémina pudorosa, pero ya me estaba jodiendo demasiado y había que ponerle freno al puto españolito. 

Aquello se volvió obsesivo. Por lo que tomé la drástica medida de bloquearlo.


© Imagen de portada: christian buehner.




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Indira R. Ruiz

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