Mi madre muchas veces nos dijo, a mis hermanas y a mí: “Me da pena con ustedes, que no han visto nada. Yo al menos viví”.
Se refería a sus años antes de 1959.
“¡Ah, aquellos recorridos por la calle Monte, hileras de tiendas, grandes o pequeñas, repletas de tesoros que, solo con mirarlos, te hacían feliz!”.
Como crecí en una penuria perenne, sin casas heredadas ni muebles que contaran la historia de esos tiempos, intentaba formarme una idea de la Cuba perdida a través de unos pocos objetos que conservaba mi madre: su máquina de coser Singer, bajo cuya rítmica aguja, ropas ajenas nos garantizaban la comida; cajas de metal donde alguna vez hubo galletas crujientes entre papel de seda; un álbum con recortes de diseños de interiores de casas, primorosas como sets de películas de los 50; un puñado de números de la revista Readerʼs Digest y aquellas fotos viejas, amarillentas, en las que apenas reconocía a mis familiares.
Pero, si me paraba en el lugar de la foto, no parecía el mismo. Así fuera el malecón, el cine Yara, las tiendas del bulevar o el Capitolio. En el país de las fotos no veía deterioro o estantes vacíos, las luces de neón rotas, o las vallas de consignas.
Era otro ambiente. No se veía el desaliño, las caras de cansancio, los empujones ni los gritos para subir a una guagua. No había desesperación, todo tenía un orden. Las líneas eran rectas, los bordes eran sólidos.
Incluso mi padrastro, que nos contaba haber empezado a trabajar con doce años durante el capitalismo, hablaba con ojos encendidos de cómo con unos centavos, en el Ten-Cent de Galiano podía comprase un suculento desayuno.
En el intento de armar ese total que se pierde como una visión fantasmal (no solo el esplendor físico de lo que fue la Habana, sino el espíritu único de la ciudad), escudriño los gestos de testigos que, al describirla, se sumergen en aguas de la memoria y vuelven, con ojos húmedos y extasiados.
Carlos Quintela, cubano radicado en el exilio que luchó contra Batista y luego contra el comunismo que nunca fue el propósito de la revolución genuina, me confesó su sorpresa de que mi generación y las siguientes no conocemos detalles culinarios como la alcaparra, la que, junto con la aceituna y el aceite de oliva, eran parte del aliño básico de las comidas.
Chateando por WhatsApp, me cuenta su tristeza cuando envió a sus familiares en Cuba un paquete con nueces, higos, peras, melocotones… y fue la primera vez en su vida que pudieron degustarlos.
“¿En qué se ha convertido Cuba?”, me pregunta.
Y yo trato de imaginar cómo mi mamá pudo procesar la transición, de qué manera se las arregló, siendo madre soltera con tres niñas, sumergiéndose en el desabastecimiento gradual, mientras el país de su adolescencia se iba replegando a una nube de nostalgia en las pupilas.
Y de pronto recuerdo a una suegra que tuve en mi juventud. Había sido vedette y vivido entre teatros, clubes nocturnos y autos de lujo, con vestidos largos, sombreros y guantes de encaje.
Cuando la Revolución la despojó de su oficio, por no reunir el valor de presentarse al examen de “evaluación”, pues su carisma ante el público superaba al potencial de su voz, se arrinconó en un cuartucho de hotel, devenido en edificio de viviendas con peligro de derrumbe. Mantuvo el firme hábito de no recoger nada que cayera al suelo. Y el de lavarse las manos compulsivamente.
Pero, ¿cómo despojarse de un churre cada vez más omnipresente?
Los que borran la historia cuentan con la inercia de la inmediatez, mucho más si la meta de poner comida en la mesa absorbe todas tus energías.
Guardo en mi subconsciente, como algo muy lejano, la imagen de un camión de limpieza recorriendo, de noche, una calle de La Habana, y Quintela me reafirma que sí, que “los había en todas las grandes ciudades, tenían dos grandes cepillos de alambre que giraban hacia adentro y tiraban la basura hacia el otro cepillo y ahí se absorbía a un depósito en la parte trasera del carro; después venían camiones cisternas y lavaban calles y portales: el agua corría por los bordillos a los tragantes… ¡Hasta solía decirse que en el piso del Paseo del Prado podías sentarte a comer!”.
La visión de esa Habana radiante donde yo misma nací, me golpea tal como le sucedió al padre de un amigo. Cuando caminaban juntos por el Parque Central, se detuvo de pronto y, con la mano en el pecho, como si le faltara el aire, expresó a su hijo: “No tienes idea de cómo era todo esto antes” y señalaba a su alrededor.
Al menos en los 80 todavía quedaban, en el boulevard, sobre la marquesina del Cinecito, las figuras de Pinocho, Pepe Grillo, y otros personajes de Disney. Se iluminaban de noche y con vibrantes colores evocaban la gloria de un tiempo donde algo seguro, reconfortante, palpitaba en todas las cosas.
Es esa promesa tácita que titila en las luces citadinas (y que yo sentí en mi única visita a París) como un susurro al oído, diciéndote: “Ten fe, que tus sueños se cumplirán…”.
Un día, de pronto, las esculturas de cristal y acero del Cinecito desaparecieron. No sé si algún extremista decidió que aquel rescoldo del capitalismo era vergonzoso e inaceptable.
Sí, había que barrer con todo. Dejarnos en el aire, sin evidencias, sin historia. Así estábamos obligados a confiar en que la Revolución nos había salvado. Aunque lo negara la arquitectura imponente de mansiones del Vedado, los hoteles, el número de cines, los parques, las estatuas y fuentes que se fueron secando, rompiendo, forzadas a entrar en la homogeneidad de la decadencia.
El cambio de nombres contribuyó a la desintegración. El hotel Habana Hilton pasó a ser Habana Libre. La Plaza Cívica fue bautizada Plaza de la Revolución.
El nuevo sistema se apropió poco a poco del pasado y el presente. En cuanto al futuro, discurso tras discurso frente al mismo memorial de Martí, todo se redujo a una promesa cada vez más difusa que parecía disolverse en el horizonte. Tanto, que cada vez más cubanos empezaron a ver en el aeropuerto (o en el mar) la única realidad tangible y autónoma.
Sentada en un bicitaxi que recorre la calle Monte, entre el traqueteo de las ruedas hundiéndose en los baches, ante mis ojos desfilan portales rotos, inmundos.
Me llega el hedor de un salidero de aguas albañales y recuerdo el comentario de mi hijo, que hacía esta misma ruta con sus amigos hasta un club clandestino del videojuego Dota, en las entrañas de una cuartería: “Si entras por Monte, todo lo que te espera es infierno, infierno, infierno, hasta el final”.
¿Adónde se fueron las tiendas repletas de tesoros? ¿Adónde las guaguas limpias, puntuales, ¡los tranvías!, de los que supe por las líneas borrosas en el pavimento de algunas calles?
¿Qué se hizo de los trenes que describe Quintela?
“El sistema ferroviario era magnífico, hasta 1960. Al mejor le decían El Rápido, y salía de Santiago al anochecer. Había primera clase y regular. Viajé en las dos, todo excelente. Las ferromozas vestían al estilo de los 50 y eran escogidas, muy bonitas, con modales impecables. Los coches tenían cuatro asientos por fila, todos forrados y con una sabanita para recostar la cabeza, la que se cambiaba en cada viaje. Los baños siempre limpios con lavamanos, toilet, jabón, papel sanitario, servilletas. Las ferromozas tenían a su disposición Alka Seltzer, aspirina, jarabe para la tos y artículos femeninos en caso de emergencia. Te trataban de ʻseñorʼ, ʻseñoraʼ o ʻseñoritaʼ, siempre con una sonrisa. El servicio era irreprochable y el orgullo del personal consistía en llegar puntualmente a La Habana. Mi último viaje en tren fue en 1968. El Rápido ya no existía, y para qué hablar de los servicios sanitarios, me sentí tan mal por las mujeres…”.
Quintela cayó preso en 1968, en Santiago de Cuba. Pudo escapar en una fuga milagrosa, nadando hasta la Base de Guantánamo, donde pidió asilo político. Luego pasó directo a Estados Unidos. Y fue mejor que no viera el desastre, la corrosión silenciosa que, como la vejez, no puedes seguir a conciencia porque es taimada y te asalta un día de pronto, como un golpe en la cara.
Ahora, que mi madre no está en este mundo, mi único alivio es no tener que compartirle mi propio y desgarrador proceso de decepción. Gracias a las redes sociales, me he unido a grupos en FB donde publican fotos de la Cuba “de antes” y, con una evidencia aplastante, entiendo por qué no conseguía integrar las fotos de mi madre con la realidad que yo conocí.
Dulce María Loynaz lo sintetizó de una forma magistral: “El que no la vio, no podrá nunca imaginar lo que era La Habana… una pequeña Viena, un París en miniatura, un extracto de Buenos Aires, sin la sosera ni tanta calle ancha y descolorida. Porque La Habana era todo eso, color, esplendor. El Vedado era una esencia, un espíritu, un ser fundido en nuestro ser, que cuando lo perdimos, no fue sin sentir que ya dejábamos de ser un poco nosotros mismos… ¡Cómo olvidar aquel trasunto de mármoles y jardines, de árboles umbrosos y verjas de hierro calado en filigranas! Y luego aquel olor a albahaca y a romero que era su olor y nunca más he vuelto a percibir”.
Voy de regreso en el P11 y a través de la ventanilla veo desfilar los edificios de arquitectura heterogénea, debido a la procacidad de la emergencia. Ventanas de madera reemplazadas por persianas de aluminio, enormes puertas de caoba tallada que fueron cortadas en dos, pues el espacio se multiplicó a la fuerza para aliviar el hacinamiento.
Edificios enteros que fueron cayendo por el peso del olvido y la impotencia de sus habitantes. Cada área donde, tras la demolición, se improvisó un parque, un puesto de venta estatal, o lo que sea, fue construido contra la voluntad del alma de la ciudad y de los habaneros.
Trashuman incoherencia y tristeza. Nada se hizo para seguir el curso natural de una historia, el desenvolvimiento de una suma de vidas. Todo se impuso a contracorriente y, ahora, por más que traten de integrarlo al total en un supremo esfuerzo de funcionalidad turística, la ciudad hace notar las fallas del maquillaje.
Entonces se me ocurre, mientras siento al P11 entrar al túnel de la Bahía, como quien se adentra en el vientre de un monstruo que me devolverá a la parte más ignorada, olvidada, de la ciudad: ¿cómo hubiera sido esta Isla sin ese desvío impuesto por un experimento demencial?
Cuba, creciendo al unísono del primer mundo. Con enormes comercios cuyos cristales reflejan la exactitud de tranvías y autobuses. Todos rutilantes, como acabados de salir de la fábrica. Casas recién pintadas bajo un cielo azul postal. Parques con fuentes que funcionan con una simplicidad que solo entusiasma a los inocentes gorriones. Jardines llenándonos la vista de esplendor, entre el trasiego de la multitud diversa, extrovertida, cuya diligencia no disminuye su alegría.
También, estaciones del metro escupiendo y engullendo más gente. Autopistas febriles con taxis, Úber, autos donde pasajeros se dirigen a una visión definida de futuro, incluso si es equívoco.
Y allá, en ese espacio azul tras la línea del malecón habanero, barcos gigantes, medianos, pequeños: un movimiento incesante (la reverberación de la vida), porque nunca hubo la maldición de las 90 millas prohibidas. Y el trayecto se recorre en el ferry, en aviones, porque no existe ninguna maldición que nos aísle.
Me aferro a esa visión, mientras cierro los ojos y el P11 se hunde en el túnel de la bahía.
Las diez sorpresas de la guerra
Por Emmanuel Todd
Emmanuel Todd predijo 15 años antes la caída de la URSS. En su último libro vaticina, como un hecho inevitable y en curso, la derrota de Occidente.