Salía temprano, a vagabundear. Fingía que iba a la escuela, a la odiosa escuela. Donde cada día se hacía el acto de saludar a la bandera y debíamos estar calladitos, obedecer a los profesores sin chistar. Hacer lo correcto, según sus decisiones.
Resultaba terrible aguantar una pila de turnos seguidos, de las distintas asignaturas, con unos profesores que impartían programas aburridísimos. Daban ganas de salir corriendo. En general, eso era lo que se vivía en la educación secundaria. Lo que debíamos hacer y punto.
El uniforme, por lo menos la blusa blanca, no lucía tan mal. Solo que, el amarillo de la saya, era igualito a una cagada de pájaro; de esas que te cogen desprevenido. Lo único bueno es que el poliéster se secaba rápido, aún si lo lavabas de noche y en invierno.
¡Ah, mis queridos profesores de la Carlos J. Finlay! Aunque no suelo acordarme de todos, el de Matemáticas se destacaba por ser un tipo súper hijo de puta. A él lo recuerdo nítidamente, garabateando en la pizarra aquellos logaritmos escritos en chino. Y que ni siquiera se tomaba el trabajo de explicarlos.
Me percaté que nada más se acercaba a los alumnos de papás dirigentones, a los hijitos de pequeños burgueses. Como esa adolescente, Miranis, la del nombre tonto, muy bonita, con figura de gimnasta, pelo lacio, negro, cejas arqueadas y pobladas pestañas.
Embollado con su alumna, a la tal Miranis le hablaba bajito, con su cara junto a la de ella, para ayudarla con los ejercicios. Ponía la mano en el hombro de la muchacha con suavidad, y le abría las entendederas con sumo gusto y sana distinción. A los cretinos nos miraba con lástima, dejándonos en el fondo del pozo, ignorantes, caminando hacia atrás, como el cangrejo. ¡Jamás entendimos un carajo de nada!
El profe de Educación Laboral, ese otro imbécil, nos mandaba a hacer las insufribles Cartas Tecnológicas. Nunca hice ninguna que valiera la pena. Sinceramente, era un asco imponerles a los estudiantes la titánica acción. Y para colmo, pedirles trabajar con materiales y herramientas difíciles de conseguir. Por dentro pensaba: “si yo no voy a ser carpintera ni diseñadora de muebles ni un carajo”.
De los alumnos más desagradables, la Pirámide ocupaba el primer puesto. Alto y macizo, se pasaba la vida maltratando a los débiles, a los que usaban espejuelos y a las chiquitas más feas. A mí me decía El Grillo, por lo flaca que era. Por cierto, nos amenazaba con golpearnos si no hacíamos lo que él quería.
Cuando le daba la gana, cogía las maletas de unos cuantos y las tiraba en el piso. Al regresar del horario de la merienda, las veíamos abiertas en medio del aula. A veces nos faltaban los lápices, o tenían las puntas partidas; o el estuche de los plumones estaba incompleto. Un verdadero caos. Lo odiaba a él y a su vozarrón, pues hablaba en un tono demasiado alto y grosero. ¡Qué rabia cuando se nos reía en la cara y se burlaba de nosotros!
Quería matarlo, planeaba cómo llevar a cabo su asesinato. Claro que debía parecer un accidente. La experiencia la había acumulado leyendo las novelas de Agatha Christie. Las leía de noche, con una lamparita en el comedor, mientras todos dormían.
No descartaba la opción de emparedarlo en, precisamente, una pared. Remedando El barril de amontillado, de Edgar Allan Poe. Este plan resultaba más emocionante.
Primero, lo invitaría a tomar unas copas y, cuando estuviera borracho, lo llevaría a uno de esos túneles de la calle G, que ahora están tapados, y que por una época sirvieron para los encuentros sexuales de los gays. Allá dentro, le daría un beso con lengua, y después lo empujaría al suelo para aturdirlo. Contando siempre que, al caer, se diera un buen tortazo en la cabeza.
Enseguida (con ayuda de alguien), colocaría rápido ladrillo por ladrillo, uniéndolos con la mezcla, para ir tapiando el túnel, hasta dejarlo totalmente cerrado. Antes de irme, escucharía sus gritos y súplicas, que no lo dejara morir, etc., etc. Pero no me iba a convencer. ¡Que se jodiera el desgraciado!
No sé por qué, de repente, por las tardes, dejaron de dar muchos turnos de clases. Nos llevaban a los actos de repudio. La cosa consistía en gritarle a la gente que se iba del país “váyanse, gusanos”, frases degradantes, y hasta malas palabras se permitían.
Daba pena meterse en eso. Entretanto, caminaba junto a mis compañeros. Aunque luego me rezagaba, yéndome por otra calle. Venía para Miramar, donde vivo ahora, a bañarme en la playita de 16.
Cuando al fin decidí dejar de ir a la escuela, previamente, me había deshecho de la pañoleta roja. ¡Qué mal me caía! Supongo, que era por el color de la bandera de los rusos. Algo que no tenía nada que ver con nuestro emblema nacional. Pensaba en una alianza falsa, interesada, descarada.
Como nunca forjaba un plan, cogía una guagua Leyland, que aparte de ser un transporte comodísimo, venía una detrás de la otra. Y de pronto me hallaba en el Paseo del Prado. Si me entraba hambre, consumía en la cafetería América un yogurt y merengue francés. En el parque Fe del Valle hacía migas con otro chico o chica que, como yo, se ausentaba de la escuela. Aunque en varias ocasiones, tuve que salir pitando, porque la policía andaba merodeando por allí.
En un taller de autos próximo, trabajaba un mecánico de unos treinta años, un trigueño de pelo ensortijado, flaco pero musculoso, que me atraía muchísimo. Tenía ojos negros, profundos, y mirada de pedófilo. Se notaba que le gustaban las nenas. Yo aún no había cumplido los quince.
Recuerdo que una tarde, durante aquellas excursiones, me llama. Luego del intercambio de frases triviales, fuimos a su apartamento. Adentro de su cuchitril de la calle Neptuno, todo estaba virado de cabeza. Solo la cama se veía limpia. Nos sentamos encima de las sábanas y, sin un margen para conversar, me levantó la saya y metió la mano por un costado del blúmer, directo a la vagina. No sé si sentí cosquillas o miedo, pero cerré las piernas de golpe.
Quiso desabotonarme la blusa y lo dejé. Pero al sentir una mordida, bastante fuerte, en un pezón, ipso facto me levanté y salí por la puerta de la calle. Menos mal que no cerró la puerta por dentro. Pudo haberme violado. Después de eso, dejé de frecuentar las inmediaciones de su taller. No quería verlo más.
Sin darme cuenta, conseguí un record: llevaba un mes completo sin ir a la escuela. Allá me decían La Turista. Igual que Holden Caulfield, tuve disimiles aventuras; monté la lanchita del puerto, fui a Regla y a Casablanca. Imaginé que, desde allá arriba, el Cristo presidía la ciudad y la cuidaba.
También di una vuelta por el pueblo de San José de las Lajas. Quería ver, otra vez, la casa donde vivió mi abuelo paterno. Al principio, la observé por fuera, desde lejos. Estaba pintada de azul. En otra época era blanca completa. Remodelada, no parecía la misma. A través de una verja, vi el patio cementado. Me puso triste ver esos cambios. No entiendo cómo la prima mía le vendió la casa a unos extraños que odiaban la tierra y las plantas.
No solo hacía largos recorridos, sino que invertía el dinero de la merienda en comprar libros. Por cualquier lado, se apostaban los vendedores callejeros con obras de literatura cubana y universal.
Luego, buscaba lugares tranquilos para leer. La mayoría del tiempo, en los bancos de los parques. Si bien en los bancos todo se jodía cuando un masturbador se me sentaba enfrente, fingiendo leer un periódico; o se ponía una maleta ocultando la portañuela para jugar con su pene.
Por otro lado, no estaba prohibido meterse en un cine con el uniforme. Te vendían el billete y podías disfrutar de una película tranquilamente. No obstante, tampoco en la sala oscura me libraba de los masturbadores. Me obligaban a cambiar de asiento constantemente. Una vez tuve que cambiarme dos veces. En esas tandas vespertinas, disfruté de Indiana Jones y el templo de la perdición, El tulipán negro, y Los Vikingos, con Tony Curtis y Kirk Douglas; el malo sexy de la película.
Supongo que la felicidad y el descaro tienen un límite. Las vacaciones terminaron de forma abrupta, cuando llegó una citación y mis padres se enteraron de todo. Parecían dragones, echando fuego por la boca. Sobre todo, papi.
Entonces me haló por un brazo hasta al balcón, para poder hablar a solas, pues mi mamá metía la cuchareta para defenderme. Empezó a preguntarme por qué falté tanto a la escuela. Lo preguntó como quinientas veces, como si fuera un disco rayado.
No contesté, y la bofetada no se hizo esperar. Sonó como un disparo. El lado izquierdo del rostro me ardió por un buen rato. Nunca más me pegó. Eso sí es verdad.
El que calla, otorga. Nunca le dije que esa escuela era la mierda del siglo; además de ser el lugar más aburrido del mundo. Que solo me interesaba leer, ver películas y andar de vagabunda por ahí.
El amante chino de Marguerite y mi amante D
Sexos lamidos: falo expuesto a la boca glotona, vagina expuesta a la boca de grandes labios.