Azúcar prieta y aceite de coco

En el 93 tenía 11 años. En ese tiempo mi mamá era el sostén de la casa. No le he agradecido lo suficiente a esa mujer divorciada, profesora de matemáticas con un salario de trescientos pesos que fue mi madre en los 90.

Teníamos una cocina de gas de cuatro hornillas que a veces funcionaba cuando llegaba el balón. Los objetos tienen una presencia, una expresividad muy particular y esa cocina esmaltada era un signo de interrogación, una marca silenciosa de tiempos pasados donde Nitza Villapol mostraba en el Canal 6 cómo hacer un flan de calabaza; la promesa de un fuego que no llegaba en meses. En la meseta mi madre instaló un soplete como sustituto de la hornilla y allí cocinaba de a poco cuando encontraba luz brillante. Recuerdo el grito de la gente anunciando que había llegado a la bodega y recuerdo las colas para llenar los galones plásticos y seguir alimentando la llama del soplete. 

Las paredes y el cielorraso de la cocina permanecían renegridas. Entre las chismosas fabricadas con tubos de pasta Perla, un farol que titilaba sobre una repisa y las hornillas inventadas para sustituir al soplete que un día dijo basta y no echó a andar más, el tizne se adueñaba de todo lo que una vez fue blanco o azul.

Mi pueblo tiene una calle principal llamada Libertad. Pasan tractores y camiones que mueven el polvillo blanco de un lugar a otro y algunas guaguas Girón, de esas que tienen asientos plásticos y viajan de vez en cuando a la provincia. En esa época había una guagua de esas, con las ventanillas forradas como un caramelo sucio que los niños tiran y recogen del suelo una y otra vez para meterse en la boca. Le decíamos “la guagua de la música” y los fines de semana la parqueaban en el paseo frente a mi casa; aquellas canciones amplificadas atraían a la gente con sus botellas de warfara o cerveza que acudían en buchitos para sentarse a pasar el rato. Mi hermano y yo a veces bailábamos un poco allí, vestidos con la ropa que mi mamá nos cosía en la máquina rusa con base de plywood.

Recuerdo los días tranquilos y calurosos de ese verano. De repente sonaba una campana y veíamos a un hombre que arrastraba un tanque de plástico azul sobre una carretilla. “¡Pepe Ge!”, decía a veces; otras, eran los vecinos al verlo quienes daban la voz de alarma y salíamos a la calle con jarros y pomos para comprar la sustancia carmelita y humeante. El Pepe Ge era un atole quemado; preparado con harina de trigo, azúcar prieta y agua. El Pepe Ge era un paliativo al hambre aguda de los días ociosos.

Recuerdo el azúcar prieta en todas partes. Pan minúsculo y seco con azúcar prieta, harina de maíz para el almuerzoendulzada con azúcar prieta; un vaso de agua con dos cucharadas grandes de azúcar prieta y la sangre tratando de mover tanta sacarosa acumulada para que el cuerpo lograra su fantasía motriz.

Mi pueblo también olía a coco en el horario de las comidas. La escasez obligaba a encontrar soluciones y el aceite de coco fue un sustituto de los otros que ya no aparecían. También grasa de puerco. Esos puercos que vivían en todas partes, habitando balcones y baños. Olor a aceite de coco y corral casero de puerco. Olor a luz brillante y carbón. 

Mi madre instaló un fogón improvisado en la parte de atrás donde antes había un lavadero. A veces mezclaba carbón con aserrín y así lograba cocinar. El humo en todas partes y mi madre con un cartón ventilando los carbones y de fondo la ventana abierta donde se podía ver el árbol de anacahuita, la loma y el cielo invicto; recibiendo aquel humo que se perdía en el azul antes de llegar a las nubes.

Recuerdo los platos improvisados. Una sopa enrarecida del sobrante de distintos granos (chícharos, frijoles negros, frijol gandul y quizás otros; siempre cinco o seis de cada uno) que llamaban con toda razón Sopinguete. Picadillo de cáscara de plátano o bisté de toronja con un resultado mejor o peor, pero de consumo obligatorio.

Recuerdo la pasta cubana, la infusión de hojas de limón o de menta que vendían en las cafeterías, las tisanas de tilo y caña santa. 

Recuerdo los dulces forrados con merengue de polvito y aquellas panetelas que eran un amasijo tosco y descolorido repleto de bolas de bicarbonato que obligaban a masticarlas con sigilo. 

Otro dulce que se repetía era el quepping; una masa chiclosa de harina con azúcar y colorante que aún no me deja claro si el nombre era original o surgido de un chiste que hacíamos los muchachos cuando nos preguntábamos qué pinga era eso. 

El arroz con azúcar, el dulce de berenjena o zanahoria o remolacha. 

El azúcar prieta con gotas de limón para llenar las tardes de la beca en el fin de semana sin pase. 

El ajo con azúcar para comer mientras leía uno tras otro los libros que tanta ilusión me hacía comprar en la librería del pueblo. 

Recuerdo los sabores y las texturas de cada alimento en ese tiempo y pienso en mi madre, en las vitaminas amargas con olor a polilla para aliviar su Neuritis. 

Recuerdo los pequeños tesoros que a veces logramos sacar. Las carnes ilegales de caballo, res, jutía; delicatesen de un majá cocinado y servido en ruedas en la playa, la hueva de erizo, la masa de jaiba, los sacos de cangrejos vivos sacados de abajo de la tierra; la etapa en que vendieron sangre en la carnicería y yo bromeando dije que ya faltaba poco para convertirnos en vampiros; las mortadelas, las morcillas procesadas y el mercado negro con sus cambios de humor monetario y sus productos alternativos. 

Más que yo, es mi cuerpo el que rememora cada alimento recibido en ese tiempo donde comer era un engaño para apaciguar los sueños pegados al estómago.

Pienso en todo esto y mido el presente, que parece una copia artesanal y digitalizada del pasado, pero una copia al fin y al cabo. Una copia donde los sueños son como esas paredes descascaradas con capas y capas de pintura encima. Unos sueños donde persiste la nostalgia por algo que no llega, donde viven aquellos niños que alguna vez se durmieron con los cuentos que Nitza Villapol nos contaba desde su cocina, allá en el espacio en blanco y negro que nos regalaba desde un televisor Caribe el Canal 6.


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Amelia de los Milagros

Adriana Normand

Los cubanos tenemos la paciencia más grande de este mundo. Llevamos esperando por una vida mejor más de sesenta años.