Vía Blanca
Llego a la Virgen del Camino y sigo hasta Vía Blanca.
—¿De qué es esta tienda? —pregunto al ver que no hay ninguna cola a la entrada.
—MLC —responde una señora con una bolsa llena que me entra por los ojos.
Vacilamos javitas.
Una se pone a caminar por las calles de La Habana y no mira los edificios, no mira a la gente. Una vacila, escanea, le tira rayos láser al plástico.
La carne de puerco se pega al blanco del nailon como una stripper sudada. La silueta de un mango, de un aguacate. El picadillo apretadito en el fondo y una pidiendo luz. Dame un norte.
¿Dónde hay? ¿Dónde compró eso?
Manos que giran trazando en el aire un mapa de esquinas y cuadras que apoyan el discurso. Otras veces, solo la sonrisa esquiva, un gesto apenado: “Me lo resolvieron”; “Ya se acabó”.
Rollos de papel sanitario, cervezas Holland Import, tres cajas de H. Upmann. Una vacila y luego pregunta y luego vacila y luego pregunta y camina y busca y vacila y pregunta. Yo investigo el contenido de tu bolsa y tú vacilas el de la mía. Nos rascabucheamos mutuamente.
Pero yo estoy en Vía Blanca, al frente de una TRD sin cola. Tengo una tarjeta nueva en la cartera. Al final tuve que hacerlo, tuve que tragarme los principios e ir al banco. Y ahora tengo mi tarjeta en la cartera.
Robespierre se rajó, les perdió el pulso a los revendedores, se tiró al fondo. Nadie se resiste a un pedazo de plástico magnetizado.
Me decido y entro. Hoy tienen el aire puesto. Es la primera vez en dos años que piso una shopping. De repente, recuerdo que existo. Llegar aquí es como el retorno a la civilización.
El olor a detergente es un piñazo en el alma. Percibo cómo se desbloquea en mí el Homo consumus ante la imagen paradisíaca de un estante abarrotado de productos de aseo. Siento el latido de mis células recibiendo el impacto de una paja visual.
Acabo de descubrir el origen de esas latas de atún que exhiben los vecinos frente a la ventana, esos paquetes de lentejas, las botellas con salsa de soja junto al puré de tomate en pomos de cristal; objetos del deseo tropical pospandémico. La densitud de la clase prole más prole.
Entrar a esta tienda es como si te cayera encima un saco emocional que te abre los ojos a la vez que los recuerdos te llegan automáticamente. Recuerdos de un pasado que en presente percibiste malo y ahora es superado por el Now más hondo.
El síndrome Cucarachita Martina me supera y atrapo una botella de salsa de soja, un paquete de cereal para el niño, detergente, toallitas húmedas y unas confituras. Es solo para empezar. Afuera hay unos kioscos donde compraré una cerveza importada y un pepino de refresco Ciego Montero.
Llego a la caja y descubro que me falta un paso, que antes de comprar debo pasar por un cajero automático y poner el nuevo pin. Dejo las cosas, los tesoros que ya pensé haber ganado, que ya imaginaba llevando triunfal a mi casa y me voy de la tienda.
A unas cuadras hay un banco. Está repleto. Pido permiso para entrar al cajero, pero me dicen que no hay conexión.
Cuatro Caminos
Llevo unos días molesta. Llevo unos días que no parecen días, que no parecen nada. Días rabia, días en los que todo se mezcla.
En la parada de la 174 no queda nadie, solo un hombre que me dice que acaba de irse la guagua y estaba vacía. Esto debería llevar un emoji con cara triste.
Hay tres opciones. Cara triste uno: ojos cerrados, boquita como una rayita; cara triste dos: tres rayas, dos en los ojos y una en la boca; cara triste tres: dos puntos y una raya. Todas esas caras en mí y una más, una invisible que se mueve, que intenta avanzar con la camisa de fuerza puesta.
Esperar el P3 es por gusto, no me acerca al lugar. Tengo que ir hasta la Calzada de Diez de Octubre. Tengo que ir al cajero y sacar lo último que quedó de mi salario para coger un taxi y llegar al menos media hora después a mi destino.
Aquí se llega tarde siempre, es normal. Los amigos suizos que conozco detestan esa costumbre. Se molestan, una les ve en los ojos (azules, grises) la expresión un poco triste, de sorpresa e indignación. No comprenden.
¿Cómo decirles que esa costumbre de llegar tarde a todo es casi una anomalía del espíritu, un tiquitiqui genético que nos incrustó el cansancio? Es complicado entender eso, la empatía tiene sus límites, cortica ella.
Llego al cajero. Un enjambre de caras amargas. Pido el último con el aliento final de mis ilusiones perdidas. De cuatro cajeros, solo uno tiene dinero. Se me ocurre que puedo aprovechar el tiempo para desbloquear mi tarjeta en MLC en los otros cajeros.
Luego de un largo rato sin entender qué hice mal, termino preguntándole a alguien de la cola si sabe cómo es la mecánica. Miro las expresiones y encuentro bocas torcidas. Es normal, a mí también se me tuerce un poco la boca ante la M, la L y la C.
Pregunto en el banco y termino usando los minutos de voz de mi paquete para llamar a Atención al Cliente en Transfermovil. “Soy Magdelis, ¿en qué puedo servirle?”
Magdelis invisible no tiene voz de querer servirle a nadie. Magdelis parece cansada. ¿Quién hace el casting a las operadoras? Magdelis me explica los pasos y finalmente logro activar la tarjeta. La cola para el único cajero donde extraer CUP sigue a full.
Sin entender cómo, decido que ya no llegaré a tiempo para estar razonablemente tarde en la reunión de trabajo y me monto en la primera guagua con destino a la Habana Vieja. Me bajo en Cuatro Caminos y voy a los almacenes.
Entro con mi tarjetica activada a la sección de electrodomésticos: linternas recargables, ventiladores recargables amontonados chulamente en estantes.
Me pienso lo de las linternas. Estas noches sin electricidad solo tienen un móvil encendido. Salgo con las manos vacías. Me da rabia invertir en la oscuridad.
Bajo al mercado y encuentro mi salsa de soja, mi paquete de lentejas, unos tubos de algo así como una pasta de chorizo y picadillo de pavo, una cerveza, un litro de puré de tomate y una caja de helado de chocolate.
La cajera no tiene bolsitas de nailon, pero le compro una jaba de yute a un señor en la puerta y me voy con mi tesoro.
Recojo al niño de la escuela y le sirvo el vaso lleno hasta el tope con helado de chocolate. Lo miro mientras se saborea.
Hoy hay fiesta en La Madriguera. De repente, me siento mejor. “Estoy cayendo en la trampa”, me digo, mientras abro la lata de cerveza.