―Para que un negro parezca viejo ―me dijo cuando supo que yo hablaba español―, tiene que ser viejo, pero viejo de verdad.
Y él lo era, negro. Y lo parecía, viejo de verdad.
Muy, mucho. Por lo menos un siglo de antigüedad, calculé. Pero me quedé cortico.
Me sacó su foto-ID de Lawton, Oklahoma, y me la estampó a medio centímetro de mis ojos, como asumiendo que el mundo entero se estaba quedando cegato, como él.
No había duda al respecto: el señor acababa de cumplir sus reverendos 90 años.
Como de costumbre con todos mis pasajeros de taxi Uber, cuando supo que yo era cubano (para colmo, también de Lawton, como él, pero en las afueras y los abajos de La Habana), entonces su rostro se rejuveneció.
Lucía por lo menos un cuarto de siglo más joven. Le brillaban sus ojos de tanto siglo XX segregado y tantas leyes hijoeputas de Jim Crow. Una pantera negra cuya musculatura supuraba el espíritu emancipador de los sensacionales sesenta.
―Oh boy, si tú supieras… ―suspiró―. Yo fui un refugiado político en la Cuba de Castro, cuando la Revolución era todavía nuevecita y a nadie se le había muerto la esperanza. Ni le habían matado a ningún familiar. Holy shit. Pero un par de años después, tu mismo gobierno fue quien me obligó a refugiarme de vuelta en los Estados Unidos. Ni te imaginas la que pasé para salir de esa Isla… Qué esclavos ni qué esclavitud ni qué ocho cuartos: ¡el marxismo es la peor finca algodonera del Sur!
Le pregunté su nombre. Me dijo que a estas alturas ya daba igual. Había tenido demasiados nombres. Para los cubanos en Cuba fue John Clytus. Allí dejó a su primera y única novia del corazón: “una mujer negra atrapada en una revolución de hombres blancos”.
―Cuando por fin me dejaron irme ―se embaló―, en un libro que publiqué con la Universidad de Miami la llamé “Nefertiti”, para no perjudicarla con la Seguridad del Estado, esos mayorales sabuesos que no perdonan ni a su madre. Pero su nombre de verdad era Nereida, la pobrecita. Me lo dio todo y yo en todo la traicioné. Como también traicioné a todas después de ella. La recuerdo con sus pechitos entalcados y las pasas siempre muy peinaditas hacia atrás, en una cola de caballo o de yegua bestial. Diecinueve añitos, compadre. Me la comí con papas y luego la dejé tirada una noche sobre el muro del malecón, cuando tuve que darle pirey para poder salvarme al menos yo. Llorando, la muy inocente, implorándome que la sacara conmigo de Cuba. Cojones ―se le quebró su vozarrón aleluya de Leonard Cohen―, después de aquel abandono no merezco haber vivido tanto como viví.
―Cálmese, mi padre ―le dije, por miedo a que el anciano se me muriera dentro del carro de un patatús.
―Ya es demasiado tarde para eso, mi´jo ―me dijo, con una sonrisa ancestral―. Yo ya estoy más que calmado. Calmado es mierda, vaya: estoy curado de espanto, con una pata aquí y la otra en el más allá. ¿Te puedo dar un consejo?
Casi llegábamos a su dirección, en un suburbio del suburbio Ferguson.
―Por supuesto ―lo animé―, eche toda esa sabiduría suya pá cá que la estamos necesitando.
Me clavó muy solemne sus ojos vidriosos, como de cadáver viviente. Como los de mi padre cuando la metástasis lo vació de vida antes de que pudiéramos terminar el almuerzo. Un domingo al mediodía, como ahora.
―Júrame que tú no vas a abandonarla, júrame que a mi Nefertiti esta vez le irá mejor.
Se lo juré. Aunque para mí acaso fuera ya demasiado tarde también. Tarde con cojones, viejo buen John Clytus, querido compañero negro de nuestra querida revolución blanca.
Uber Cuba 0092
El gas contemporáneo se llama “ferias comunitarias”. No se escandalicen todavía. Permítanme al menos intentar explicarme.