Viajé a Los Angeles para presentar una ponencia en uno de esos congresos LatinX que los blancos norteamericanos se inventan para parecer menos blancos. Este, en específico, se llamaba “Primer Simposio Revolucionario de Justicia Social y Dignidad Literaria”.
Mientras estuve en la ciudad, prendí de nuevo la app de Uber y me puse a manejar por un rato. A la tercera o cuarta carrera, como era de esperar, se me montó Myriam Gurba en el carro.
La había visto esa tarde en el congreso. Con su peladito y sus tatuajes. Estaba exultante. Parecía una Fidel Castro a punto de entrar a La Habana, a inicios de enero de 1959.
Por suerte ella no me reconoció. Ni en el evento, ni mucho menos ahora como chofer. La pasajera, ponente especial del “Primer Simposio Revolucionario de Justicia Social y Dignidad Literaria”, semanas atrás me había acusado en sus redes sociales de amenazarla de muerte y todo, gracias a una pobre parodia en inglés que publiqué en mi blog Lunes de Post-Revolución, titulada “La balada de Myriam y Jeanine”.
No recuerdo lo que habré dicho o no dicho en aquel texto de ficción. Da igual. Quod scripsi, scripsi. Pero sí recuerdo lo que Myriam Gurba hizo y dijo en mi taxi. No paraba de hablar por su móvil, cuyo speaker estaba activado no para sonar en voz alta sino para literalmente gritar. A la vez, parecía subir o bajar fotos de internet, como una gurú multitask, probablemente de Twitter.
Al principio pensé que hablaba con su editora o traductora o algo así. Después caí en la cuenta de que hablaba con una colega. Se divertían a gritos, como si fueran cómplices o coautoras. Tal vez estaban alguito borrachas, a ambos lados de la conexión satelital. Dos hembras jóvenes fuera de control, complotando para arrasar ellas solas con el mercado anglófono del libro de una costa a la otra de los Estados Unidos.
En una de esas se le fue el nombre de su interlocutora. En efecto, era Jeanine Cummins. La novelista de American Dirt, libro que Myriam Gurba había comparado casi con una especie de Mein Kampf ―con campo de concentración y alambre de púas incluido―, pero firmado en el 2020 por Donald J. Trump.
Jeanine y Myriam. Myriam y Jeanine. Nadie las olvidará.
Además de muy sensual, el inglés de Myriam Gurba es nativísimo y para colmo a tope de velocidad, como puede verificarse al leer, por ejemplo, su libro de memorias inimaginables titulado Mean. El anglosajón de Jeanine Cummins en la bocinilla parecía, sin embargo, medio irlandés independentista o acaso indocumentado, como si no fuera una lengua primaria.
En cualquier caso, se me escapó la mitad de la conversación. Así que esta anécdota de resurrección uberiana lo mismo puede ser estrictamente cierta y confidencial, como también una falacia con pespuntes de plagio y hasta cierto toque de difamación.
Da igual. Quod scripsi is crisis.
La cosa es que, entre ambas, habían diseñado primero un libro y después su campaña de lapidación intelectual. American Dirt no era más que el hijo bastardo de estas dos autoras con pasaporte yanqui.
El objetivo final era, por supuesto, potenciar hasta el disparate la polémica en un país al borde del analfabetismo (como es el caso de los Estados Unidos hoy), y disparar hasta el infinito y más allá las ganancias, repartidas respetuosamente entre ambas.
De un contrato de siete cifras, al parecer Myriam se quedaría con cuatro y las otras tres serían para Jeanine. O al menos eso yo creí entender, con mi inglés indigente de inmigrante.
Cuando mi pasajera se bajó del carro, toda partida de la risa con su peladito y sus tatuajes, me quedé un buen rato paralizado. Tanta mierda con México y todo era una mentira mediocre.
Pensé entonces en mi patria despingada detalle a detalle por una izquierda en el poder a perpetuidad.
Pensé en la Cuba de Fidel Castro, esa islita utópica que tanto Myriam Gurba como Jeanine Cummins idolatraban.
Y pensé que hubiera sido mucho mejor no haber salido nunca de allí: mi ceguera carcelaria había sido mi mejor bendición hasta que por comemierda me fui, pues la esperanza también depende, detalle a detalle, de la ignorancia.