Una vez el chofer del Uber se viró hacia mí.
Esto fue en Miami. Doblábamos del Palmeto al 836, a toda velocidad por esa curva cósmica que se inventa el capitalismo para tenernos entretenidos doblando y volviendo a doblar.
El exilio es eso, un doblaje.
El chofer del Uber era un negrito flaco, esquelético. Un cubano, como es de suponer. Y me enseñó la guantera del carro, que era un Mercedes Benz o un BMW. Eso nunca se sabe bien. En cualquier caso, un carro negro como el propio negrito.
En la guantera había un revólver. Descomunal.
Yo nunca había visto uno así. Ni en las películas norteamericanas. Parecía un cañón, una cosa de otro planeta. Pero igual un objeto letal.
El chofer del Uber me dijo:
―¿Ves eso?
Yo asentí, apendejado de la cabeza a los pies.
―Ya no aguanto más ―dijo con una calma escalofriante―. Mira, ahora cuando te bajes me voy a meter un balazo. Aquí.
Y señaló con el dedo índice a su sien. A la tapa de los sesos derecha. Mientras seguía dándole vueltas al timón con el índice de su mano izquierda.
No lo denuncié. Ni a Uber ni al 911.
Cubano. Exiliado. Negro. Cansado de aguantar y aguantar. Qué pinga. Mi compatriota ya se merecía un respiro.
Como el resto de todos nosotros, compañeros.