Uber Cuba 0004

Con las mujeres Uber jamás me siento detrás. Es peor.

Se ponen nerviositas conmigo. Y con toda la razón. Soy un exiliado. Es decir, en principio soy un tipo acosado con tendencia a devenir en venganza un acosador.

Ese es el precio de la inmigración legal e ilegal. Los Estados Unidos tendrán que pagar un alto precio en términos de desesperación. ¿Qué coño se pensaban? ¿Que de la dictadura cubana iban a venir los mejorcitos aquí?

Toda vez lumpen, uno es lumpen para siempre. Incluso ilustrado. La escoria es la escoria y sin escoria no hay escoria. Y no hay más vuelta que darle.

La última vez que me le senté detrás a una taxista de Uber estaba más que justificado de mi parte. Era cerca de la medianoche. Todo Saint Louis estaba borracho. El 4 de Julio terminaba en el Medio Oeste con un jolgorio de cerveza y semen multicultural.

Los negros, sus negros rabos. Los blancos, sus rabos blancos.

Y, para homenaje del poeta no tan adúltero como adulterado Nicolás Guillén, me tocó al timón un tronco de morenaza Missouri que estaba para rechuparse los dedos. Mejor, para enchumbarse los dedos en los meandros del Mississippi de su pipi con melanina a millón.

Ustedes me entienden. Menos mal. Porque lo que fui yo, lo cierto es que no me pude aguantar.

Me corrí para el asiento de atrás de la diva de ébano, intentando por todos los medios esquivar sus ojos de águila ávida en el espejo retrovisor. Sé que llego ahora al punto más fálico de mi narración. Y, en efecto, como era de esperar, me saqué la pinga en pleno Hyundai propiedad de la compañía Uber.

Perdóname, Travis Kalanick. Por favor, Garrett Camp, en el nombre del pueblo cubano te pido perdón.

Si alguna vez paso por el 455 de la Market Street de San Francisco, les prometo que les llevo a cada uno una flor. Pero no pude evitarlo ese 4 de Julio. La patria hala. La patria es pedestal y ara: concedido, cabrón. Pero también son los deseos despóticos de reventar de placer en el terciopelo de aquella mulatona mizzou.

Me iba a ir enseguida. Ven/ir. Era cuestión de segundos. Así sería mi nivel de locura y excitación.

Ah, pero la mujerona se lo olía. Literalmente, se lo olía. Como correspondía a su porte y talla XXXL, la afronorteamericana era toda una experta extraclase en ese tipo de operaciones clandestinas a sus espaldas.

Me dio un parón del carajo. De haberlo querido, bien hubiera podido llamar al 911 o denunciarme a la mismísima Asia Argento en persona (es decir, vía Mensaje Directo en Twitter). Pero decidió darme una lección que me dura hasta el día de hoy.

My boy ―me dijo: yo me estaba masturbando a sólo centímetros de su nuca en la madrugada sin Cuba, pero igual mi chofer de Uber me ninguneaba soberanamente con ese “my boy”―: whah your´ doin´ back down there it ain´t pleases our good Lord Jesus Christ, ya know?

Mejor no sigo. Ya lo he dicho. Me dio un parón del carajo hasta el día de hoy. Pero permítanme añadir que jamás he vuelto a sentarme en el asiento de atrás de una mujer. Ni en taxi ni en tren ni en avión ni en ninguna parte. Ni cristiana ni judía ni islámica.

Mi Uber predicadora estuvo hablándome hasta que me dejó en la puerta de mi casa. En efecto, se bajó de su carro y me acompañó hasta que yo entrara, para evitar cualquier equívoco o recaída. Su conversación fue una verdadera Uber-conversión.

Lo que era libidinosidad loca de un sujeto desamparado y desaparecido, como yo, terminó siendo la epifanía y el consuelo de que sí existe un cielo, compañeros. Y, muy a pesar de las burlas barbáricas de Nicolás Guillén (antes de estirar la pata que le cortaron los cirujanos del castrismo), en esa Cuba celestial por fin cada uno de los cubanos contará en paz con su propio asiento en el taxi traumatizado de nuestra nación.

Cubansummatum est. Amén!

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