Uber Cuba 0025

Normalmente voy en bus a mi universidad, aquí en Saint Louis, Missouri, el Mid-West americano. La ruta 1 me recoge prácticamente frente a mi casa y me deja casi dentro del aula, en el Danforth Campus de Washington University. Pero hoy es noviembre y amaneció nevando. Así que llamé a un taxi Uber. Click, clack. Tarifa doble, por la nevada. El capitalismo es oferta y demanda: copos, más que capital.

Mientras la nieve caía al otro lado de la ventanilla del taxi (el Uber era un Sedan), no sé por qué yo pensaba y pensaba en la Torre Ostánkino del Moscú comunista, en el restaurant giratorio que esa torre emblemática del totalitarismo tiene o tenía en su tope, allí donde los pobres personajes provincianos de la novela Las palabras perdidas de Jesús Díaz cruzan precisamente sus palabras perdidas. Literalmente perdidas, porque esa novela no la va a leer de nuevo ningún cubano. Y si la lee, le va a parecer prehistoria indescifrable. Pobre Jesús Díaz, pensaba que vivía en un mundo material, consistente, creíble, donde hasta los cuestionamientos y críticas al sistema socialista gozaban de algún tipo de posteridad. Pobre autor, confiado en la trascendencia de su obra en tanto novelista mimado y luego novelista maldito de una misma Revolución.

A Jesús Díaz lo asesinó la Seguridad del Estado cubana, en Madrid. Lo mataron como matan los agentes del castrismo criminal: cuando estaba solo en su casa. De ahí el terror de los cubanos en esta guerra incivil que no termina desde 1959: tu vida vale mientras la valore el Estado. En el caso de Jesús Díaz, se la tenían jurada. De hecho, se lo habían prometido por escrito, por traidor. Y es verdad que Jesús Díaz lo era: el más tierno de los traidores a la tiranía que él mismo instituyó, el más de izquierda internacional de los intelectuales locales. También, el más presidenciable. Y de más presencia. Por eso mismo lo mataron, a inicios de mayo de 2002. Tenía 60 años, Jesús Díaz, algo más que medio siglo de soledad.

La nieve caía y yo recordaba el poema «Réquiem» que aparece en Las palabras perdidas, y que al inicio se iba a llamar «Fiesta» (el poema, no la novela). Mientras el Uber se acercaba a mis mediocres clases muertas en una tan prestigiosa universidad privada, busqué el poema en internet. No apareció. Hasta que recordé que en otra vida yo lo había publicado en la revista digital Voces que edité en Cuba junto a Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar. Le di copy-and-paste, que es la mejor manera de escribir algo original hoy por hoy. Aquí está, sólo espero que me demanden como es debido por violar su sacrosanto derecho de autor (condenadme, no importa, yo pago los platos rotos por la Editorial Hypermedia y por ti en tanto lector lento):

Esta ciudad nació de la sal del puerto
y allí creció caliente, deschavada,
el sexo abierto al mar
el clítoris guiando a los marinos
como un faro de luz en la bahía.
Y dentro el Barrio Chino, Tropicana,
Floridita, Alí Bar, Los Aires Libres,
orquestas de mujeres musicando
un chachachá bailado por marcianos.

Hablaba, bozalona,
en una turbia mezcla de yoruba y castilla,
de calé y catalán, de bable y congo,
y todo ese patois, ese creole,
ese rico esperanto entreverado
de algarabías moras, chácharas cantonesas,
jerosolimitanas jergas de judíos,
bárbaro spanglish de bares y bayuses.

Atarantada, confundía libaneses con turcos,
asturianos y vascos con gallegos,
israelitas de Ucrania con polacos,
y todos juntos y a la vez gritando
en mesas de manteles de mal gusto
cubiertos con tamales amarillos,
grises cangrejos, rojos camarones,
blanquísimos arroces machihembrados
públicamente con frijoles negros,
plátanos como vergas y de postre
una papaya abierta como un reto,
un gran habano y un buche de café,
infusión preferida de Satán, negra y humeante.

Experta en contrabandos se vestía
con brandys, sedas chinas,
o bien andaba en rones o en harapos
y rezaba el domingo de mañana
en iglesias de un gótico mendaz,
falso románico, columnatas barrocas
sosteniendo el tramposo art nouveau de las mansiones.

Acomplejada, impúdica, ridícula,
disfrutaba de un oscuro placer
impersonando a putas más famosas:
en su bahía un Cristo gris,
contaminado por los lentos vapores de la fiesta.

Allá, en el vientre, un Prado de juguete,
un vacuo Capitolio y rascacielos
que no tocaron nunca el culo de las nubes.
Pavorreal del trópico extasiado
en los vitrales y ocelos de su cola reflejada en el mar,
graznaba a prima su profundo dolor
radioescuchando novelones,
serpientes de la desesperanza inventada por ella
que recorrían el mundo proclamando
la maldad insaciable de los hombres.

Luego, en las noches,
sacaba los colmillos de vampira
para elevar un himno a las trucidaciones
con letra y música de La Guantanamera.
Y ya en las madrugadas
se jugaba a la suerte hasta las nalgas
que solía perder con gran contento.

Se entregaba a gozar y a raros ritos
y amanecía bailando, la cabrona,
boleros, mambos, rumbas,
en bembés, cocktail parties y saraos,
saturnales del diablo, su ángel más venerado.

Nada la conmovía, ni siquiera
la sangre que sus hijos ofrendaron
asaltando el Palacio del Tirano.
Siguió carnavaleando, se diría
que nadie hubiera podido enamorarla,
apagarle la música y dejarla
como una esposa fiel, tan tranquilita.

Poco después bajaron los guerreros
recitando ¿qué décimas,
qué epitalamios, silvas, madrigales,
para hacerla olvidar siglos de rumba?
¿Con qué wemba lograron hechizarla?

Se enamoró de la virtud como una puta.
Pidió perdón hincada de rodillas
para expiar sus múltiples pecados.
Sacrificó sus congas, sus mentiras,
sus jabones de olor, sus fruslerías,
sus lujurias, pasiones, arrebatos.
Comió en mesa frugal un par de huevos.
Gritó pura y feliz hasta quedarse ronca.
Hizo una cola larga, interminable,
y sólo a su pesar, algunas veces,
metida con un santo o con un macho
sufrió las delirantes nostalgias del bembé.

No bastó aquella entrega.
Los hijos de la puta, nosotros, sus bastardos,
la negamos tres veces. Ya no tuvo
pinturita de uñas, ni siquiera
un buchito de alcohol de reverbero
que llevarse a la boca en sus delirios.
Y si gritó de sed, no la escuchamos.
Andábamos clamando por el mundo
como una llamarada de pureza.

Casi murió de lepra, las legañas
nos la dejaron ciega, el gran silencio
le produjo sordera, el desamor
le descarnó los labios, la demencia
le arrancó los cabellos, la tristeza
le fue secando el sexo. Una mañana
la fealdad la asesinó del todo.

Queda tan solo un triste simulacro:
este fantasma de una vieja puta
o de una virgen tuerta y sin altar,
estos, Fabios, ¡ay dolor!, que ves agora,
campos de soledad, mustio collado,
pasto para turistas
que recorren las ruinas murmurando:
“Dice que fue candela,
que encendía el rumbón con la cintura,
que alguna vez, la pobre,
estuvo viva”.

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