A Fina García-Marruz, al subirse a un taxi almendrón del capitalismo cubano ―a uno de esos antecesores de Uber que circulaban por La Habana en nuestra Republiqueta de generales y doctores, y también de Fotutos chupando un pirulí para solaz esparcimiento de los señoritos con bombín―, un “pobre hombre”, según ella misma lo contaría después, “aprovechando mi previsible distracción”, le robó su vistosa cartera de origenista por vía marital, donde la poeta atesoraba, a sus 17 virginales años de edad, un “voluminoso” ensayo “de unas cuarenta páginas” sobre, por supuesto, la poesía cubana.
Décadas después, ya en plena Era Imaginaria de la Revolución castrista ―potens totémico de la poesía insular―, Fina García-Marruz se lamenta de no haber tenido más dinero dentro de su cartera para poder contribuir mejor con el ladrón. Y entonces nos confiesa, apesadumbrada por su culpa católica y por sus complejos de alta clase social, que “en la bolsa tenía solo cinco centavos”, acaso para coger la guagua de vuelta al hogar. Por eso ella justifica que el caco “tiraría mis papeles a un rincón” con “aborrecimiento”, al descubrir aquella “arrogante disertación sobre la poesía”. Y por eso también declara que “me sentí maldecida por aquel desconocido que esperaba, sin duda, otra cosa mejor” al abrir el “desolado tesoro” en su “miserable cuartucho”.
En Cuba no hacía falta un asesino en serie como Ernesto Ché Guevara, fusilando al por mayor a los cubanos culpables de la misma culpa de Fina García-Marruz. Porque, en Cuba, en cada intelectual cubano habitaba un Ché Guevara interior, sólo que más cobarde por una parte, y por otra parte más incapaz (y, también, mucho peor poeta que el argentino, cuyos versos y prosas superan la pacatería edípica de la mayoría de la intelectualidad cubana, incluso hoy).
De hecho, el Hombre Nuevo ya había nacido en Cuba muchas veces, mucho antes del jueves primero de enero de 1959. Me atrevería a afirmar con humildad que Fina García-Marruz lo parió constitucionalmente ese día de 1940, de pie, parada sin jabita de lujo y sin ensayo de élite, junto a la portezuela de un Uberrepublicano, en rapto revolucionario, ya dispuesta, como Dios y el Estado mandan, a “reparar de una vez por todas ese error” de la economía de mercado y la democracia representativa, ya aprestándose, como una pionera poética, a “no defraudar de nuevo esa esperanza” de los ladrones cubanos sin alfabetizar, que muy pronto iban a ser redimidos por el comunismo irradiante de una Revolución encarnada teleológicamente en Fidel.
En efecto, el totalitarismo insular, según este evangelio de Fina García-Marruz que muy pronto le sería plagiado por su propio esposo Cintio Vitier, “es lo único que nos daría a todos el derecho para volver a hablar de la poesía”. Porque poesía ha de ser quien lo quiera ser: “un plato de sopa bien caliente, un colchón nuevo, un abrigo” (¡y todo esto en la Cuba sin inviernos del batistato izquierdista!).
Con el tiempo y un ganchito, llegarían a la Isla de Fina García-Marruz otras décadas de mayor decadencia, donde ningún poeta cubano podría darse el lujo de atesorar cuarenta páginas de papel. Mucho menos impresas, lo cual ciertamente constituiría todo un crimen de lesa revolucionariedad. Pero esa es ya otra historia.
Por el momento, pensemos con piedad en la poeta y su ladrón bajo el sol socialista del mundo moral. Pensemos sin despotismos en ese otro libro perdido de los origenistas (perdieron más palabras de las que jamás publicaron), en ese inédito sobre la poesía cubana ahora ya ilegible de cara a la posteridad, tras aquel encuentro tan fértil como fidelista en la puerta abierta de un Uber almendrón. La cubanía es un compendio de cadáveres exquisitos.
Y entonces, en tanto intelectuales cubanos del siglo XXI (muchos de los cuales terminaríamos siendo también ladrones, así en la Isla como en el Exilio), repitamos todos conmigo, por favor, sin complejitos ni culpas de ninguna clase:
―El Hombre Nuevo soy yo.
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