Es triste pensar que en Cuba nadie nunca manejará un Uber. Pero es mejor la tristeza que la ilusión. Y no se trata del problema de acceso a la internet, esa justificación de los perdedores. Es algo mucho más básico, mucho más elemental. También, mucho más podrido en el alma de nuestra sociedad: la cuestión de la carencia crónica de propiedad. No hay ser humano sin posesión.
Prendo el motor de mi Chevy Opala. Allá voy de nuevo. Prendo la aplicación online de Uber App en mi teléfono celular, un iPhone nuevecito de paquete. Y ya estoy conectado al mundo entero, desde este rinconcito del exilio cubano, manejando a diestra y siniestra desde una esquina cualquiera de los que alguna vez fueron los Estados Unidos de América. Quoth the raven: Nevermore.
Es patético pensar que una experiencia tan simple nunca nadie en Cuba la experimentará. Qué cuentapropismo de qué cuentapropismo de qué p. Mejor patetismo que demagogia.
Los negocitos domésticos en Cuba son los menos privados de todo. Son empresas estatales con una careta al descaro. Sólo por este detalle el castrismo no es una dictadura como tal. Tampoco una tiranía ni un régimen totalitarismo ni nada por el estilo. El castrismo es Revolución. Y es precisamente “Revolución” la palabra que debería estar cargada de todas las maldiciones mayúsculas de una, dos, tres, cuatro, cinco, seis o acaso ya siete generaciones de cubanos y sus descendientes medio cubanos.
El primer pasajero que me cae es una mujer militante de izquierdas. Puedo intuirlo por la manera en que me mira, con resentimiento de clase. Esta tipa, como todas las de su tipo desde que yo estaba en Cuba, saben muy bien quién yo soy y qué se puede esperar de mí. Porque soy tan sabio. Porque escribo tan buenos libros. Porque soy un destino. Ecce Cuba.
El segundo pasajero en otra militante de izquierdas. No por gusto hoy es miércoles, un día atravesado a matarse.
Por supuesto, ninguno de las dos me deja propina. Soy odiadoras profesionales de hombres. Y odiadoras de hombres profesionales. Si pudieran deportarme a una cárcel castrista, no dudarían ni un minuto en denunciarme. La izquierda yanqui le tiene fobia a la inmigración que, como los cubanos sin Castro, hemos venido hasta aquí no a llorar miserias identitarias, sino a integrarnos, a triunfar, a contribuir con lo mejor de nuestras energías para que el capitalismo yanqui permanezca vital y saludable.
No me arriesgo a aceptar a una tercera pasajera. Me duele la idea de que en Cuba nadie nunca manejará un Uber, como yo. Ni nadie allí dentro, mientras no escape de la plantación insular del sur, entenderá la belleza redentora del concepto de propiedad.
El país es la propiedad. Los propietarios mandan a los políticos. Y así es como tiene que ser en el mundo libre. En el momento en que un intelectual llega al poder (sea abogado, científico, periodista, académico, etc.) se jodió la nación. A menos que un magnicidio magnánimo la salve.
Apago la aplicación online de Uber App en mi iPhone recién comprado. Me desconecto del planeta digital y enfilo las turbinas de mi Chevy Opala hacia donde único encuentro consuelo últimamente en este exilio pacifista al punto de lo pendejo.
Allí está otra vez, como cada tarde después del trabajo. Es el club de tiro Sharpshooters de la calle Gravois, casi dentro del cementerio de Saint Marcus, con su teléfono onomatopéyico 314-353-BANG y su arquitectura tipo rancho de pollo frito, pero con balas de un metro de alto como decoración. Es aquí donde me gasto las magras ganancias de Uber, disparando a troche y moche en aras de una imaginaria libertad.
Esta es mi Sierra Maestra, mi Tuxpan y mis Coloradas. Absolvedme, no importa, la historia me condenará.