Esta columna contiene escenas que pueden herir la sensibilidad del lector


Mario Levrero.


Me propuse escribir una crónica sobre las librerías de esta ciudad. Ahí ya estaba el problema, el error: en la palabra crónica.

La estatua ecuestre de la plaza Alfonso el Magnánimo no es de ningún Alfonso Magnánimo sino de Jaume I, el Conquistador. Frente a la plaza está la librería París-Valencia, que tiene una buena sección de libros antiguos.

Me entretuve mirando los facsímiles. Encontré, por ejemplo, el Catálogo de los mamíferos cubanos (que reproduce la edición Bailly-Bailliere, Madrid, 1872) y el Catálogo de los reptiles cubanos (que reproduce la edición de M. S. de Uhagon, Madrid, 1875) del gran Gundlach. Johannes Gundlach el Conquistador (del trópico). Dos separatas, dos cuadernillos en cartulina sepia que me hicieron pensar en la poesía de Pedro Marqués de Armas. 

Los libros cubanos que sirven, los especímenes literarios cubensis más valiosos, impresos en la isla, deberían publicarse todos en ediciones facsimilares, directamente. Títulos de inicios del siglo XXI: todos antiquísimos, de antes de la invención de la imprenta. Portadores de una heráldica desaparecida.

De París-Valencia me fui entonces a Berlín. 

A la Librería Berlín, quiero decir. Un comercio menos fancy, una librería de barrio que es también copistería y tiene una sala de presentaciones. 

El barrio es Mestalla: la Berlín está muy cerca del estadio del Valencia C.F. Si yo tuviera otro tipo de lectores (no tengo lectores de ningún tipo), no sería necesario aclarar que el Mestalla es el campo del Valencia; no vendrían a cuento las siglas C.F. Pero esta columna no contiene escenas de fútbol español.

En la Librería Berlín se presentaba el reboot editorial de Conversaciones con Mario Levrero (Ediciones Contrabando, 2024), con motivo de los veinte años de la muerte del escritor uruguayo, devenido autor de culto tras la publicación de La novela luminosa (Random House, 2008), su obra póstuma. 

Mejor dicho: era un autor de culto desde mucho antes, pero tras su muerte dicho cultismo se hizo oficial (se desfacsimilizó, digamos, se randomhousificó).

La presentación consistía en un diálogo entre el editor de Contrabando, Manuel Turégano, y el autor del volumen, el periodista uruguayo Pablo Silva Olazábal, quien a esta segunda edición de las conversaciones con su maestro (fue alumno del célebre taller literario que Levrero impartió por correo electrónico en los últimos años de su vida) agrega, entre otros materiales, un texto sobre Cartas a la princesa (Random House, 2024), recopilación del correo no electrónico, inédito hasta hoy, que Levrero envió en su momento a uno de los amores de su vida: Alicia Hoppe, su psiquiatra.

El público era más nutrido de lo que esperaba. Había chicas bastante jóvenes (dato no menor, como se verá más adelante). No faltaba el sudaca torrencial, añejo y literatoso (aprovechará sus parlamentos para el name-dropping: Walser). 

Me senté al frente, en la segunda hilera de sillas plásticas, sintiéndome espectador VIP en un minimestalla. El tobillo izquierdo me dolía una barbaridad.

Mientras Turégano y Olazábal conversaban, busqué en Google “Ibuprofeno 800 mg”. Me preocupaba la sobredosis.

Pensé en el riguroso botiquín de La novela luminosa, ese registro diario de tomas de medicamentos. Levrero ya no consumía las pastillas que le recetaba Alicia, supongo, pero sí antihipertensivos y antidepresivos para dejar de fumar (no dejó de fumar, aclara, pero tampoco dejó los antidepresivos).

Como todos saben, el antecedente directo de La novela luminosa es El discurso vacío, un título clave de los años 90 que circuló por varios sellos editoriales; yo consumí el de Mondadori Argentina… ¿O tal vez era Mondadori México? (¡La vieja Mondadori tenía una librería en La Habana Vieja!). 

En aquel libro, también de estructura diarística, Levrero ensayaba a partir de su “autoterapia grafológica”; un método, dijo, que le fue sugerido por un amigo loco. 

Entiéndase: más desequilibrado que él.

Léase (las cursivas son mías): 

Prosigo, tratando de desarrollar temas poco interesantes, inaugurando tal vez una nueva época del aburrimiento como corriente literaria. Aquí lo prioritario es la letra y no el estilo, de modo que las incoherencias están permitidas. Afloja la tensión, muchacho, y dedícate a tu laboriosa tarea de dibujo. No es fácil olvidarse de la necesidad de coherencia. Aunque después de todo la coherencia no es más que una compleja convención social. Sospecho que la frase anterior es una gran mentira, pero ahora no tengo el derecho de ponerme a analizar esas cosas. Debo caligrafiar. De eso se trata. Debo permitir que mi yo se agrande por el mágico influjo de la grafología. Letra grande, yo grande. Letra chica, yo chico. Letra linda, yo lindo.

Más adelante, Levrero escribe: “Este ejercicio caligráfico contiene escenas que pueden herir la sensibilidad del lector”.

En este disclaimer yo sitúo un adelanto de lo que años después se convertirá en La novela luminosa. La frase detona la transición entre un libro y el siguiente: el vacío de la página se hace discurso, se hace pasar por novela porque cualquier cosa puede ser una novela, y el efecto de la novela es el mismo que el de la intensa luz: herir.

Turégano, levreriano convencido, invocó a otro levreriano de España: Ignacio Echevarría (a cuyo cuidado estuvo la edición y el prólogo de Cartas a la princesa), quien sostiene que Bolaño fue el último gran escritor latinoamericano del siglo XX y Levrero el primer gran escritor latinoamericano del siglo XXI. 

El cambio de siglo y un cambio de paradigma se hallaría en la equidistancia entre estos dos renovadores y dos registros de canon: 2666 (novela también póstuma) y La novela luminosa.

Esa lectura me recordó aquel postulado agitprop de Piglia: Borges como el escritor argentino del siglo XIX, y Arlt el escritor argentino del siglo XX. Una inflexión que sí no tiene ningún sentido.

Levrero, por cierto, tocayo montevideano, se llamaba Jorge Mario Varlotta Levrero. Cuando fue a publicar su primer libro, eligió anclar delante su segundo nombre y su segundo apellido. Una cuestión de capas ahí, como de diseño de escritura. 

¿Cómo sería una biblioteca en la que Ricardo Emilio Piglia Renzi hubiera firmado como Emilio Renzi un libro llamado Los diarios de Ricardo Piglia

Ojo con eso.

Silva Olazábal, por su parte, con una sonrisa sardónica y subido también al carro de Ignacio Echevarría, habló en la Librería Berlín de algo que ya había subrayado en un artículo que publicó en la revista Cuadernos Hispanoamericanos:

[Levrero] vivió en semirreclusión y centró sus actividades en Internet, comunicándose con amigos, alumnos y escritores a través del correo electrónico. De algún modo sus gustos por los productos de la cultura de masas (dibujos animados, cómics) o su registro autobiográfico donde revela una y otra vez adicciones virtuales (pornografía, programación de software) parecen presagiar y adelantarse a la era de hiperconectividad, soledad e introversión que caracteriza a los jóvenes del siglo XXI.

Pero decir que Levrero “centró sus actividades en Internet” es iluminar el tema con excesiva bondad. En La novela luminosa el escritor se retrata con otros filtros:

Desde que estuve en condiciones de navegar por Internet me dediqué a buscar fotos de mujeres desnudas, y las fui coleccionando con entusiasmo. […] Como no se puede encarar la búsqueda de mujeres desnudas sin caer forzosamente en sitios porno, es posible que la frecuente visión de esas escenas me haya ido acostumbrando, inmunizándome, diluyendo en buena medida el rechazo. […] El gran hallazgo fueron las jóvenes japonesas, quienes, además de sus valores intrínsecos, tienen a su favor grandes artistas que no sólo no las transforman en objetos carentes de espíritu, sino que por el contrario realzan todo lo que en ellas es gracia. 

Si Levrero hubiera visto hasta dónde llegarían después el arte y los objetos de esos grandes artistas… Pero su libro, en este sentido, es arqueológico: está fechado en el umbral del milenio: años 2000-2001. Era un porno más bien rupestre. Como todo lo demás. Continúa:

No puedo decir que esté arrepentido de esta relación patológica que entablé con la computadora. Lamentablemente, me parece imposible desprenderme de la máquina, prescindir de ella en lo sucesivo. También me parece que sería una acción necia. No tengo por qué aislarme de los corresponsales de e-mail ni por qué volver a teclear penosamente en una máquina de escribir mecánica ni por qué hacer trabajosas copias con carbónico cada vez que modifico algo, ni por qué, caramba, privarme de ver esa maravillosa abundancia de japonesitas desnudas.

Pero, cuidado, que las niñas japonesas no nos impidan ver el bosque, que es la caverna de cromañón de Levrero: aquella computadora es algo casi pretecnológico. Puede haber más tercermundismo en ella que en una máquina de escribir de los tiempos del Boom. Puede haber más atraso en la pantalla de un escritorio que en las copias en papel carbón. La clave es cómo se hace visible todo eso.

Un Borges completamente ciego, sorbiendo su tacita de café y dictándole en anglosajón a una Kodama al mando de una Olivetti, es una escena mucho menos subdesarrollada que Levrero en camiseta, con sus espejuelos fondo de botella, fajándose con un Windows obsoleto y navegando con Netscape.

Hubo una época y un lugar en el mundo (llamémosle Latinoamérica, o llamémosle periferia) donde el software aún tenía materialidad. La interfaz era hollín. Hacia el final de su vida, Levrero es esa clase de escritor incapaz de invisibilizar sus condiciones materiales de producción. 

En La novela luminosa hay varias teorías trabajando en silencio, antipiglianamente; entre ellas, una teoría del diario como género (el “Diario de la beca”, la verdadera proteína del libro) y una teoría de clases aplicada a la literatura.

En los momentos en que logra evadir la succión de la computadora, Levrero se ocupa de unos arreglos eléctricos en su departamento. En términos de funcionalidad doméstica, todo lo que sale de sus manos es improvisado y chapucero.

Con las mismas manos de teclearte, princesa, estoy empatando estos cables.

Afloja la tensión, muchacho, y dedícate a tu laboriosa tarea de escritura becada.

“Mis soluciones suelen ser eficaces” —reconoce—, “pero son antiestéticas y parecen una forma de excentricidad. No es así: son las soluciones prácticas de un hombre pobre que debe arreglarse con lo que tiene”.

El escritor pobre, el “raro”, el de los libros excéntricos —pobreza, excentricidad y descentramiento aquí son el mismo plano—, resalta las tipografías precarizadas con las que trabaja (el Word de los albores de Windows, la ausencia de soluciones elegantes, esas que tal vez podrían sacarlo de su reclusión), lo cual supone, en consecuencia, hacer visible la plata, el cash, el capital letra-liquidez: su falta, su espectralidad, su omnipresencia… 

La beca a la que ya he hecho referencia un par de veces es la Guggenheim. La novela luminosa lleva un colofón que reza: “Este libro fue escrito gracias al generoso apoyo de la John Simon Guggenheim Foundation, a través de una beca otorgada en el año 2000”.

No sé cuántos escritores han recibido la beca Guggenheim. Y de ellos, no sé cuántos habrán escrito abiertamente sobre el dinero. Pero me atrevo asegurar que, dentro de ese círculo aún más reducido, Levrero es el único que puso por escrito mensajes como estos:

Estimado Mr. Guggenheim, creo que usted ha malgastado su dinero en esta beca que me ha concedido con tanta generosidad. Ya pasaron dos meses, y lo único que he hecho hasta ahora es comprar unos sillones (que no estoy usando) y arreglar la ducha (que tampoco estoy usando). El resto del tiempo lo he pasado jugando con la computadora. Ni siquiera puedo llevar como corresponde este diario de la beca; ya habrá notado cómo dejo temas en suspenso y luego no puedo retornar a ellos. Bueno, sólo quería decirle estas cosas. Muchos saludos, y recuerdos a Mrs. Guggenheim.

Estas son líneas escritas desde las favelas de la literatura. Evoca tiempos de Quijotes y nobles mecenas. Fuck Postcolonialism! 

Estimado Mr. Guggenheim, espero que sea consciente de los esfuerzos, registrados en este diario, por mejorar mis malos hábitos, al menos en la medida en que estos hábitos me impiden dedicarme plenamente al proyecto de escribir esta novela que usted tan generosamente ha financiado. Ya ve usted que hago todo lo que está humanamente a mi alcance, pero tropiezo una y otra vez contra ese montón de escombros que yo mismo, alguna vez, he volcado en mi camino.

Desde los escombros se ilumina también un porno de otra índole: la pornografía del derroche y del ahorro. Y una gramática para expresarla. Levrero, que en su momento se ganó la vida como obrero de las palabras en el escalón más bajo: haciendo crucigramas y juegos de ingenio para revistas, tiene tan incorporada la alienación que ya no puede escribir de otra manera. 

El sistema económico atravesado entre ceja y ceja, entre caja y caja.

Y el sistema operativo atravesado también: el suyo propio, el de sus frontales, y el impuesto por otros: los dueños de un lenguaje. Anota Levrero:

El corrector de este Word 2000 tiene unas características insólitas. No reconoce ciertas palabras relativas al sexo, como por ejemplo pene, que recién apareció como desconocida cuando activé el corrector para esta página antes de guardarla. Tampoco admite teta, ni correrse, y lo más insólito es que, si trato de agregar la palabra al diccionario, me dice que no se puede porque el diccionario está lleno. Y no es cierto, porque de inmediato aparece otra palabra que desconoce, y puedo agregarla sin ningún inconveniente. Y más insólito aún es que permita agregar palabras como coño.

Cuando Pablo Silva Olazábal hablaba de la figura de Levrero como presagio de la hiperconectividad, soledad e introversión que caracteriza a los jóvenes de hoy, le faltó decir que también prefiguraba en cierto modo al hacker, al streamer y al incel, pero desde luego sin ser hacker, ni streamer, ni incel, ni mucho menos joven.

Cosas que simplemente se configuran y desconfiguran, como canales, como programas, dentro de un viejo escritor. 

El escritor y las sombras, siempre multitudes, que entrenan con su cuerpo. Anota Levrero:

Gracias a algunos programas especiales pude hacer una prolija investigación y descubrir que el responsable de la censura de palabras como pene en el Word es un archivo llamado mssp3es.dll. Pude abrir este archivo en un editor especial y modificarlo para que no me siguiera molestando. Es aleccionador explorar ese archivo y ver las palabras que censura. Algunas ni siquiera sabía que existían.

Si esto no es investigación literaria, no sé qué cosa es la literatura. Si esto no es sentarse a escribir, no sé qué cosa es escribir. Seguimos leyendo en el diario:

Durante todo lo que va de este mes no hice otra cosa que enterrar la cabeza en los entresijos de la computadora y del Windows 95. He descubierto el registro y cómo manipularlo. He derrotado a Bill Gates en varias de sus monstruosas imposiciones. He conseguido, Internet mediante, una serie de programas que me permiten manejar estas cosas. Y que, desde luego, me manejan a mí, porque cada cosa que uno agrega a la máquina multiplica la necesidad de informarse. El disco duro se me va llenando de porquerías, y del cerebro mejor no hablar. 

Porquerías aparte, el libro abunda en momentos entrañables. En particular los lectores jóvenes (las jóvenes lectoras) podrían llegar a ver al escritor como un abuelo tierno y medio chocho. 

Uno de esos momentos es el siguiente apunte —apuesto a que es una de las frases más subrayadas de La novela luminosa, si esa estadística existiera— donde Levrero mete el dedo en los signos de exclamación: ¡¡¡¡¡¡Arreglé el Word 2000!!!!!!.

Luego, hay toda una subtrama en el diario que baraja no la angustia, sino la dulzura de las influencias, o las arrugas de la influencia, o alguna ñoñería de esas. Una amiga de Levrero le presta un libro de Rosa Chacel, fallecida pocos años antes, a los noventa y tantos (es una bruja española, de la Generación del 27), con la excusa de que ella también obtuvo una beca Guggenheim y también escribió diarios. 

Y… sorpresa: a Levrero —lector de Burroughs, de Kafka, de Henry James, de thrillers baratos— le encantará Rosa Chacel. 

Se enamora intelectualmente de ella. 

Quiere leerse todos sus libros. 

Le da muy fuerte.

Escribe:

Me resulta inexplicable esta identificación con una escritora. Todo está en contra: el siglo, la cultura, los centros de interés, la manera de ser, el sexo. Y sin embargo, no ejerce sobre mí la atracción de lo opuesto, sino de lo igual. Me identifico.

Yo no he leído a Rosa Chacel, ni la voy a leer, pero sí me leí hace poco Breve historia de la misoginia (Ariel, 2019) de Anna Caballé. Creí que iba a encontrar allí el consabido catálogo de machangos y cabrones, Quevedo y compañía (es un volumen de arqueología literaria castiza), pero resulta que Caballé dedica todo un capítulo, titulado “Cómplices”, a ilustrar el machismo y el antifeminismo facha de las escritoras españolas. Es lo mejor que tiene el libro.

Allí está incluida la Chacel. Bingo. Blacklisted.

En una entrevista de 1984, por ejemplo, Alberto Porlan le pregunta: 

—¿A qué achacas el silencio durante tantos años sobre tu obra?

—Yo siempre atribuí mi fracaso a lo mal vestida y lo gorda que me presento en todas partes —respondía Chacel—. Estoy segura.

Y luego añadía:

—Mis dificultades ante el mundo no han sido nunca literarias. Han sido, en realidad, dificultades sociales: la dificultad por no haber tenido nunca una peseta. Eso es todo. No supe desenvolverme como mujer sin una peseta.

En una entrevista de 1987, publicada en Ínsula, la hispanista estadounidense Shirley Mangini confesaba una perplejidad que conserva su validez hoy en día:

—Me produce perplejidad el hecho de que el protagonista de Estación sea un hombre. Tú me dijiste en otra ocasión, cito, “Todo lo que se refiere a un hombre, a su vida o a su mente, es válido para mi persona”. ¿No crees que hay una voz femenina que caracteriza a las escritoras?

—Claro que las caracteriza, pero eso es cosa contingente que ni las eleva ni las degrada, mientras no resulte empalagoso el predominio de lo contingente —responde Chacel, sibilina. 

—¿En qué medida, entonces, es autobiográfica la novela? 

—En total medida, porque la mujer retratada por él soy yo.

—¿Y has podido meterte en la piel y en el cerebro de un hombre? —insiste la profesora Mangini.

—Enteramente —sentencia la acusada—, muy cómoda y muy placenteramente.

Una de las teorías que operan en silencio dentro de La novela luminosa va de transmigración. Rosa Chacel, que nunca tuvo una peseta, según ella, se metió en el cerebro de un escritor que nunca tuvo un peso. Renació en otro hemisferio y en otro género. Pero con eficacia y conciencia de clase. Observa Levrero:

Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre doña Rosa y yo. “Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares muy parecidos. Debió de ser una vieja insoportable. 

Igualita que él. Al menos por el 2000-2001, cuando subvertía el Word en su diario, Mario Levrero también era una vieja insoportable. Tenía cierto plus size. Era como un dos en uno: dos viejas escribiendo y dos viejas haciendo la compra juntas.

En una entrada fechada el 11/01/01, el escritor registra el avistamiento de una chica en el supermercado: “Letra chica, yo chico”.

No era japonesa. Ni una descarga de Internet. Era una princesita uruguaya.

Voy a citar en extenso. 

Las cursivas son mías, atienden a mi sensibilidad:

Estaba parada muy recta frente a esas cajas, completamente inmóvil, en una actitud quizá determinada por la timidez o la desconfianza. Tenía un aire campesino; casi diría montañés, si en este país hubiera montañas. Tanto ella como la vieja, madre o abuela, que cerca de ella manipulaba trabajosamente dinero dentro de una enorme cartera, ambas, tenían un aspecto de gran pobreza, casi de miseria, aunque la jovencita tenía ropa más o menos nueva y decente. Llevaba unos vaqueros azules y un buzo de color claro, levantado oportunamente por unos pechos duros, no muy abultados pero atractivos; uno podía imaginar pezones que apuntaban hacia el techo. […] La joven tendría, no sé, no sé calcular edades, pero se me ocurre que tendría entre catorce y dieciséis años. Sin embargo, se comportaba como si fuera menor, con esa dependencia de la vieja que seguía rebuscando en la cartera. Tenía la mirada fija, velada, o más bien como ocultando una segunda mirada por debajo. Su expresión era de estupidez, de una estupidez con mucho de soberbia, y daba a entender que era extremadamente ignorante, además de poco inteligente. […] No era fea. Tampoco muy linda. No tengo la menor idea de qué era lo que me atraía, y realmente me atraía con violencia. Al pasar cerca la miré con todos los ojos enormes que pude encontrar. Cuando llegué a la puerta de salida me di vuelta para volver a mirarla. ¡Por Dios! ¡Cuánto deseaba a esa muchacha! […] Me fui dando cuenta de que mi deseo era más de violencia que de sexo, o en todo caso de sexo violento. No me imaginaba seduciéndola, sino forzándola. Domesticándola, como a un animal. Eso: era una bruta y no entendería otro lenguaje que la brutalidad. Por un momento me imaginé como señor feudal, diciéndole a la vieja: ‘Tomaré a tu hija’, y la vieja no podía hacer otra cosa que entregármela. Imaginarme en una gran habitación a solas con la joven me volvía loco. Quería hacer durar eternamente la parte de lucha, porque ella no iba a entregarse así como así; había que forzarla, había que luchar, y ella lucharía y mordería y patearía. Había que golpearla y someterla, había que arrancarle la ropa a tirones. Y todo en silencio, sin palabras; sólo, quizá, gruñidos. No llegué a imaginarla desnuda; me detenía en la luchao antes de la lucha, en el momento en que ella se veía encerrada a solas conmigo y se aprestaba a una defensa que sabía finalmente inútil. Estoy seguro de que ella no habría de variar su mirada, esa timidez presentada como soberbia o lejanía; que en última instancia, hiciera lo que hiciese, yo no lograría conseguir su verdadera mirada, y ése sería su triunfo y mi derrota.

A todas estas, concluyó la presentación-conversatorio sobre Conversaciones con Mario Levrero en la Librería Berlín. 

Salí a la calle. El tobillo me seguía doliendo. Cojo, me dirigí a la estación de metro cercana al estadio de fútbol. 

Mi tobillo simbolizaba el nivel competitivo del Valencia, que ni está ni se le espera en la Liga Española. Se han desfondado hasta el fondo de la tabla. La temporada pasada terminaron en el puesto 16. Todos culpan al actual dueño del club, un señor feudal de Singapur llamado Peter Lim.

Uno de los planes de Lim es demoler el antiguo estadio y construir un Nou Mestalla.

En los muros del barrio homónimo, esa noche, me hubiera gustado encontrar mensajes como los que Levrero escribió a su Alicia.

Princesa, esto no es una carta para vos (¿qué te puedo decir que ya no te haya dicho, de bueno y de malo?), sino que, como otras veces, utilizo tu imagen de interlocutor privilegiado para desarrollar mi monólogo de búsqueda, buscando precisamente que tu imagen me ayude a no salirme demasiado de la razón.

Encontré, en cambio, grafitis que exigían: LIM OUT.

Quizás sea mejor escribir sobre las librerías de viejo, pensé. Limitarme a los saldos, los descatalogados, la segunda mano… 

Ya veremos.

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