Conteniendo el aliento y mirando al cielo

Con motivo de las recientes e intensas lluvias que azotaron todo el Occidente de Cuba, capital incluida, me vino a la memoria el comentario de un amigo libanés que visitó La Habana, a finales de los 90, en pleno Período Especial.

Cuando caminábamos por el Malecón rumbo al Casco Histórico, Patrimonio de la Humanidad y niña de los ojos del tristemente difunto Eusebio Leal, los ojos oscuros de aquel cristiano maronita se iban hacia los ruinosos edificios de Centro Habana, ¡y eso que sólo meses antes los habían pintado, con motivo de la próxima visita del papa Juan Pablo II, en febrero del 98! 

Entonces, sin poder contenerse más, me comentó, en su inglés con fuerte acento levantino: “Parece que ustedes también sufrieron mucho la guerra…”.

Mi primera reacción fue reír y explicarle que no, que, a diferencia de su Beirut natal, destrozado por la guerra civil y los ataques israelíes, la capital cubana no sufría los azotes de una conflagración bélica desde que, en 1762, la tomaron los ingleses.

Pero luego miré en derredor, lo pensé de nuevo y musité, casi apenado: “Sí, hermano…, la guerra ha sido durísima. Y lo peor es que todavía no termina”.

Porque, afrontémoslo: La Habana y toda la Isla están perdiendo, ¡si es que no han perdido ya!, una guerra que no fue. Las ciudades de la Mayor de las Antillas son hoy víctimas agonizantes. Rehenes de dos invisibles pero muy destructivas fuerzas de ocupación: la desidia y la miseria.

En Cuba, la Reforma Urbana en 1959 terminó con el gran negocio de los dueños de inmuebles. El Estado pasó a ser el único propietario de casas y apartamentos, y todos los inquilinos le pagaban su alquiler. Hasta que, poco a poco, muchos (¡mi madre incluida!) llegaron a adquirir la propiedad de sus moradas. Loable, sin dudas.

Lo malo, ¡siempre hay algo malo!, fue que, ya se sabe, lo que es de todos no es de nadie. Si antes los dueños de los inmuebles se encargaban celosamente de mantener sus fuentes de riqueza lo mejor posible, y hasta designaban a un fiel representante (¡el sempiterno encargado!) para que asumiese todas las pequeñas labores cotidianas de mantenimiento (cambio de bombillos, reparaciones de fontanería, cerrajería y carpintería, el motor o la bomba de agua, además de cobrar los alquileres), cuando el gobierno ocupó el sitio de todos aquellos “avariciosos” casatenientes (y aunque muchos Consejos de Vecinos siguieron pagando a un encargado con la colecta de todos los apartamentos), muy pocos de aquellos bienintencionados factótums tenían a su disposición suficientes recursos. No ya para emprender reparaciones masivas en los inmuebles, sino ni siquiera para ocuparse de un mantenimiento en toda regla.

Por otro lado, ¿cuántos cubanos tienen suficiente dinero como para reparar sus casas? Y hasta aquellos que, con inenarrables sacrificios, logran hacerlo, no les queda más remedio que limitarse estrictamente a sus propios hogares. Porque rara vez tienen presupuesto para encargarse, además, de los vestíbulos, jardines y áreas comunes.

Cierto, durante años se intentó suplir esto con los Trabajos Voluntarios que, ya se sabe, eran más bien “voluntatorios”. ¡Y ay del que faltara alguno sin justificación y luego necesitara el famoso aval del CDR para estudiar alguna carrera o viajar al extranjero! En esas jornadas se recogían la basura de las azoteas y patios y se chapeaban las malas hierbas de las áreas verdes. De cuando a cuando, con inmensos esfuerzos, una colecta desesperada pagaba la pintura de todo el edificio, que ya se caía a jirones, ¡y era todo un acontecimiento!

Por supuesto, los que tienen la suerte de vivir en algún inmueble situado en las rutas políticas obligadas (como la que va de la Escalinata Universitaria hasta al Fragua Martiana, por la que cada 28 de enero pasa la Marcha de las Antorchas) disfrutan del privilegio de que, año sí y año también, Comunales se encargue de pintar sus fachadas, ¡y gratis! Porque, ya se sabe: en Cuba es mejor parecer y no ser, antes que ser y no parecer. 

Nos hemos vuelto una cultura de la apariencia, que haría reír a aquel famoso Marqués de La Fachada, que obtuvo su título de Carlos III precisamente por sólo restaurar las de los inmuebles capitalinos que destruyó la artillería británica, en aquel 1762, y embolsarse astutamente el resto del dinero.

Y lo peor es que ya ni por las fachadas nos preocupamos demasiado.

La triste realidad es que no hay dinero para mantenimiento. Pasar por la Malecón da ganas de llorar. Por cada edificio que se restaura, hay dos que se caen a pedazos. Incluso soluciones que parecían eternas, como forrar las fachadas con azulejos, se descubren efímeras porque, debajo, el cemento acaba acusando la acción corrosiva del salitre, que no perdona cerca del litoral, ¡y no sólo a los equipos electrodomésticos y las rejas metálicas!

Más aún: como si ya no bastara con la acción de la pura entropía, los inmuebles capitalinos tienen que luchar, también, con las improvisaciones arquitectónicas de sus ocupantes. No es que cada habanero se sintiera émulo de Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, sino que, cuando eran muchos en casa y no había posibilidades reales de comprar una nueva morada ni de alquilarla (y del precio astronómico de los alquileres, incluso en estos tiempos en que tantos venden casas para dejar el país, habría que hablar, largo y tendido, en otro artículo), ni tampoco méritos para trabajar en una Microbrigada en Alamar, quedaba sólo recurrir a soluciones nada ortodoxas.

Así se habilitaron los garajes como viviendas y se empezaron a construir pisos extra en las azoteas. También, sobre todo, surgieron, donde quiera que había un puntal alto o semialto y, por tanto, la posibilidad de ampliarse hacia arriba, las famosas barbacoas. 

Estas eran hechas a menudo con madera de abeto de las cajas en las que se importaban equipos pesados desde la URSS. Por tanto, eran pasto del implacable comején a los pocos años. Bajas y estrechas como ataúdes, y tan calurosas como la forma caribeña de cocinar en parrilla a la que deben su nombre, hasta dormir allí sería una utopía: sin ventanas, ventilador ni aire acondicionado.

Estos últimos equipos, sobre todo antes de la aparición de los cómodos splits, a menudo requerían abrir agujeros en gruesas paredes de sostén para ser instalados. Así que muchos ocupantes de barbacoas perforaron muros de medio o hasta un metro de grosor, con tal de poder usarlos o disponer de una ventana.

De ahí surge el concepto de “estática milagrosa”: un inmueble, sobre todo si es antiguo (o sea, construido con una amplia reserva ingenieril), resiste que agujereen sus paredes de sostén y hasta que debiliten toda su estructura, al eliminarle columnas que roban un espacio precioso a sus ocupantes, los que viven en un cuarto de la antes espaciosa casa señorial, pero ahora balcanizada entre muchas familias: es decir, convertida en una cuartería.

Resiste y resiste hasta que, un día, alguien clava un tornillo en la pared y todo se desploma. Encima de quien esté dentro. Que En Paz Descanse, qué lástima…

Los derrumbes así son cada vez más frecuentes en La Habana del siglo XXI. Porque, además de los inmuebles cuya estática milagrosa llega a su límite, están también los otros: esos declarados “inhabitables” hace años, pero que enseguida se llenan de inquilinos ilegales, en su mayoría emigrantes del interior de la Isla, y sin recursos.

Por no hablar de las zonas bajas del Vedado y Miramar, ya acostumbradas a que cualquier penetración del mar les llene la casa de agua, hasta rebasar un metro o más de altura. ¡Y ay de los que han convertido los antiguos garajes en sus moradas! Ellos sí que viven en carne propia la ucrónica novela de ciencia ficción de su coterráneo Erick Mota: Habana Underguater

Cada vez que anuncian ciclón o mal tiempo, los más prudentes y con recursos de esos precarios inquilinos, preparan sus cheles y equipajes, trémulos. Y apenas rompe a llover, se mudan temporalmente para la casa de algún pariente o amigo. O, si viven en planta baja o por debajo del nivel de la calle, suben los electrodomésticos al piso de arriba.

Mientras que, a los que no tienen ni donde caerse muertos, no les queda otro remedio que permanecer ahí, al pie del cañón. Sudando frío pese a que la lluvia refresca la canícula, al tiempo que vigilan sus escasas pertenencias, así como la intensidad de los chaparrones y hasta dónde sube el nivel de las aguas callejeras, que nuestra vetusta red de alcantarillado ya no puede encausar hacia el mar.

Por si acaso. Porque nunca se sabe.

Y tal zozobra no termina siquiera cuando escampa. Porque todo habanero ha ya aprendido que, si malo es el aguacero, peor es el día después. Cuando sale el sol y comienza a evaporarse toda esa agua que se infiltró en cada grieta del concreto, llegan entonces los peores derrumbes.

Por eso es que, con cada aviso de huracán y/o chaparrón, La Habana entera tiembla, anticipando el desastre. Y todo capitalino contiene el aliento y alza los ojos al cielo, esperando lo peor.

O, tal vez, ¿un milagro?





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