Cómo los señores de la tecnología y los populistas cambiaron las reglas del poder

La ventaja de la indignación es que deja la conciencia tranquila, sin necesidad de más análisis. Las palabras pronunciadas por Elon Musk en el mitin “Unite the Kingdom”, organizado este mes por el activista de extrema derecha Tommy Robinson, desataron una oleada de protestas entre los políticos. Downing Street condenó al empresario tecnológico por utilizar un lenguaje “peligroso e incendiario”, después de que dijera a la multitud que “la violencia se acerca” y que “o contraatacas o mueres”. El líder liberal demócrata Ed Davey pidió a las demás fuerzas políticas “dejar a un lado la lucha partidista” y unirse a él en la condena del llamamiento de Musk a disolver el Parlamento. Incluso Peter Kyle, el ministro de Empresa que se había distinguido por su sumisa complacencia hacia los magnates tecnológicos, adoptó el tono del cónyuge traicionado, juzgando que los comentarios de Musk eran “un poco incomprensibles” y “totalmente inadecuados”.

Sin embargo, la conducta del jefe de Tesla dista mucho de ser incomprensible, y cualquiera que pensara que sus palabras —y su apoyo inquebrantable a movimientos de extrema derecha en todo el mundo, desde el brasileño Jair Bolsonaro hasta la AfD en Alemania— respondían únicamente a las excentricidades de un multimillonario nacido en Sudáfrica, cometería un error grave. La verdad es que el enfoque de Musk revela algo más profundo, que va mucho más allá de las preferencias de un solo oligarca tecnológico, aunque sea extremadamente poderoso.

Hasta hace poco, las élites económicas, los financieros, los empresarios y los directivos de grandes compañías dependían de una clase política de tecnócratas —o aspirantes a tecnócratas— de derechas e izquierdas, moderados, razonables, casi indistinguibles entre sí, que gobernaban sus países sobre la base de principios de democracia liberal, de acuerdo con las reglas del mercado, a veces matizadas por consideraciones sociales. Ese era el consenso de Davos. Un lugar donde la política se reducía a una competición de presentaciones en PowerPoint, y lo más transgresor que se podía hacer era llevar un jersey negro de cuello alto en lugar de una camisa celeste durante la hora del cóctel.



El presidente Trump y la primera dama Melania en una cena en la Casa Blanca para ejecutivos tecnológicos este mes. Entre los invitados estaban Mark Zuckerberg, CEO de Meta, y Bill Gates, fundador de Microsoft…



Hoy, sin embargo, ese acuerdo se ha roto. Las nuevas élites tecnológicas —los Musk, Mark Zuckerberg y Sam Altman de este mundo— no tienen nada en común con los tecnócratas de Davos. Su filosofía de vida no se basa en la gestión competente del orden existente sino, por el contrario, en un deseo irreprimible de lanzarlo todo por los aires. El orden, la prudencia y el respeto por las reglas son un anatema para quienes se han hecho un nombre moviéndose rápido y rompiendo cosas, de acuerdo con el famoso primer lema de Facebook.

En este contexto, las palabras de Musk son solo la punta del iceberg y revelan algo mucho más profundo: una batalla entre élites de poder por el control del futuro.



… Sam Altman, CEO de OpenAI, y Tim Cook, CEO de Apple.



Por su propia naturaleza y origen, los señores tecnológicos se asemejan más a los líderes nacional-populistas —los Trump, Milei, Bolsonaro y dirigentes de los movimientos de ultraderecha europeos— que a las clases políticas moderadas que han gobernado las democracias occidentales durante décadas. Como esos líderes, casi siempre son personajes excéntricos que han tenido que romper las reglas para abrirse camino. Como ellos, desconfían de expertos y élites, de todos los que representan el viejo mundo y que podrían impedirles llevar adelante su visión. Como ellos, sienten gusto por la acción y están convencidos de que pueden moldear la realidad según sus deseos: la viralidad prevalece sobre la verdad, y la velocidad está al servicio del más fuerte. Como ellos, no sienten más que desprecio por políticos y burócratas: ven su debilidad y su hipocresía, y creen que su era está llegando a su fin.

La reelección de Donald Trump marcó un punto de inflexión, porque, desde entonces, los titanes tecnológicos se han sentido por fin lo bastante fuertes como para entrar en un conflicto abierto con las viejas élites. Hasta ese momento, la convergencia entre líderes extremistas y tecnólogos había quedado oscurecida por el hecho de que estos últimos no se sentían aún poderosos como para desafiar abiertamente la supremacía del bloque de Davos. Durante muchos años, los señores tecnológicos tuvieron que practicar la diplomacia, aunque ardían en deseos de imponer su superioridad sobre los dinosaurios de la política. Antes de Musk estuvo Eric Schmidt, el antiguo director ejecutivo de Google, cuya ayuda para dirigir mensajes a los votantes en Estados electorales clave desempeñó un papel, en la reelección de Barack Obama en 2012, no menos importante que el que el magnate sudafricano jugó en la reelección de Trump el año pasado. Solo que, a diferencia de Musk, Schmidt se mantuvo en gran medida entre bastidores.



Eric Schmidt, de Google, estrecha la mano de Barack Obama durante la campaña presidencial de este último en 2008.



Por su parte, los políticos moderados no supieron entender que, lejos de ser simplemente un proyecto empresarial, la irrupción de la tecnología digital estaba sentando las bases de una verdadera revolución política y, en última instancia, de un cambio de régimen. He perdido la cuenta de las veces que, en mis días como asesor político, fui testigo de estos rituales de degradación.

En cualquier capital del mundo, la escena es siempre la misma. El oligarca desciende de su jet privado, de mal humor por verse obligado a perder el tiempo con un jefe tribal, cuando podría emplearlo de forma más útil en alguna empresa poshumana. Tras recibirlo con los honores de una visita de Estado, el político pasa la mayor parte de la reunión rogándole que conceda un centro de investigación o un laboratorio de desarrollo de IA, y acaba conformándose con un selfie apresurado a la salida. Así, los nerds bonachones que a finales de la década de 1990 nos prometían un futuro de fraternidad universal han podido transformarse en aterradores molochs, embarcados en una guerra despiadada por la supremacía planetaria e intergaláctica, sin reglas ni contrapesos que limiten su desmesurado poder.

La pasividad escandalosa de la élite gobernante no bastará para garantizar su supervivencia. Tras fingir respeto por su autoridad, los oligarcas tecnológicos han ido imponiendo gradualmente su dominio hasta disputar los últimos atributos de la soberanía de los gobernantes: la moneda y el monopolio de la fuerza. Hoy no se trata de acusar a Schmidt de hipocresía cuando, en 2012, se presentó como un progresista demócrata de modales suaves. Todavía hay varios magnates tecnológicos que se consideran así.

Pero está claro que, más allá de simpatías individuales, la convergencia entre magnates digitales y líderes nacional-populistas es estructural. Ambos extraen su poder de la insurrección digital, y ninguno de los dos grupos está dispuesto a tolerar límites a su deseo de más: el viejo mundo y sus reglas son sus enemigos naturales, el blanco a destruir para que el nuevo mundo florezca.

Por supuesto, Trump y otros líderes populistas parecen haber surgido del pasado más que del futuro. Estas figuras son imposibles de comprender si nos atenemos a la ciencia política de las últimas décadas, mientras que basta abrir un clásico latino, Tácito o Suetonio —o incluso una de las sátiras, Juvenal o Petronio— para encontrar personajes muy similares a los que dominan la escena política actual. Son personajes acostumbrados a operar en un mundo sin límites, que extraen su fuerza de lo inesperado, lo inestable y lo belicoso.



Ejecutivos tecnológicos en la investidura de Donald Trump en Washington, en enero, entre ellos Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sundar Pichai y Elon Musk.



Hoy, sin embargo, el resurgimiento de esos personajes premodernos se apoya en el ecosistema desarrollado por los tech bros. Mientras la competencia política se daba en el mundo real, en plazas públicas y medios tradicionales, las costumbres y reglas de cada país determinaban sus límites; pero ahora que se ha trasladado a internet, el debate público se ha convertido en una jungla donde todo vale y las únicas reglas son las de las plataformas digitales. Como resultado, el destino de nuestras democracias se juega cada vez más en una especie de Somalia digital, un Estado fallido del tamaño del planeta, sometido a la ley de los señores de la guerra digitales y sus milicias.

Es una lógica que los historiadores militares conocen desde hace mucho tiempo. Hay fases de la historia en las que las técnicas defensivas avanzan más rápido que las ofensivas. Son periodos en los que las guerras se vuelven más raras, porque el coste de la agresión es más alto que el de la defensa. En otros momentos, sin embargo, son principalmente las tecnologías ofensivas las que se desarrollan. Se trata de épocas sangrientas en las que las guerras se multiplican porque atacar resulta mucho más barato que defenderse.

En internet, una campaña de agresión o desinformación no cuesta nada, mientras que defenderse de ella es casi imposible. Como resultado, nuestras repúblicas, nuestras democracias liberales grandes y pequeñas, corren el riesgo de ser arrasadas como las diminutas repúblicas italianas de principios del siglo XVI. Y toman el centro del escenario personajes que parecen salidos de El príncipe de Maquiavelo para seguir sus enseñanzas. En una situación de incertidumbre, cuando la legitimidad del poder es precaria y puede ser cuestionada en cualquier momento, quienes no actúan pueden estar seguros de que los cambios se producirán en su perjuicio.

Este enfoque resulta particularmente eficaz frente a una opinión pública cada vez más convencida de que el sistema está bloqueado y de que votar por un político u otro no marca ninguna diferencia. Si, en teología, un milagro corresponde a la intervención directa de Dios, que se salta las reglas normales de la existencia en la Tierra para producir un acontecimiento extraordinario, la lógica de Trump y de otros líderes nacional-populistas es similar. Romper las reglas —y muy a menudo las leyes— para incidir en los problemas que aquejan a sus votantes: esa es la promesa del milagro político.

De ahí la estrategia de Nayib Bukele en El Salvador de combatir a las pandillas criminales sustituyendo el código penal por un manual de tatuajes y encarcelando a 80.000 personas sin juicio. De ahí la motosierra de Javier Milei en Argentina para combatir el despilfarro, y las medidas ilegales adoptadas por Trump para frenar la inmigración irregular o imponer sus aranceles aduaneros.

Está claro que la acción decisiva por sí sola no basta para producir el milagro del poder. Debe ser también un acto temerario, porque ¿qué valor tendría una acción que simplemente respondiera de manera racional a una necesidad? Sería poco más que el acto de un tecnócrata, uno de esos funcionarios grises y crueles que actúan en nombre de obligaciones superiores, proclamándose los únicos capaces de dominarlas. La esencia del poder reside justamente en lo contrario. Goethe cuenta la historia del viejo duque de Sajonia, un hombre original y obstinado, cuyos consejeros le instaban a reflexionar y meditar antes de tomar una decisión importante. “No quiero ni reflexionar ni meditar”, responde, “pues si no, ¿para qué sería yo el duque de Sajonia?”.



Elon Musk levanta una motosierra que le entregó el presidente argentino Javier Milei, a la derecha, en la Conservative Political Action Conference en febrero.



La cúspide del poder no coincide tanto con la acción en sí como con la acción temeraria, la única capaz de producir el impacto en que se basa el poder del Príncipe. Un entorno caótico exige decisiones trascendentales que capten la atención del público y dejen atónitos a los adversarios. Lo que importa es el efecto. Como bien dijo Milei: “¿Cuál es la diferencia entre un loco y un genio? ¡El éxito!”. Este es el credo de los líderes populistas y de los tech bros, compartido hoy por la mayoría de los votantes que han dejado de considerar las reglas como una garantía de libertad y han empezado a verlas como una estafa gigantesca, por no decir una conspiración de las élites para oprimir al pueblo.



Lo primero que hacemos es matar a todos los abogados”, dice Shakespeare. O más bien, Dick the Butcher en Enrique VI, con el propósito de provocar una revuelta contra el gobierno del rey inglés. Según Dick, los abogados son los esbirros del poder, desprovistos de moral y dispuestos a apoyar cualquier cosa. No resuelven problemas, los crean; siempre tienen a mano una triquiñuela para complicar aún más los asuntos. Se interesan por la forma, no por el fondo; hablan un lenguaje incomprensible con el único objetivo de engañar a los pobres y sin instrucción; al final, solo se preocupan por sus propios negocios.

Los líderes populistas se centran en el fondo, no en la forma. Prometen resolver los problemas reales que la gente enfrenta en todas partes: la delincuencia, el miedo a la inmigración, el coste de la vida. ¿Y qué balbucean en respuesta sus adversarios, los liberales, progresistas y demócratas bienintencionados? Reglas, la democracia en riesgo, protección de las minorías…

El año pasado, Janan Ganesh señaló en su columna del FT que desde 1980, entre todos los candidatos demócratas a la presidencia y vicepresidencia de Estados Unidos, Tim Walz, compañero de fórmula de Kamala Harris, fue el primero en no tener un título de derecho. En ese mismo periodo, ninguno de los cuatro presidentes republicanos tenía formación jurídica: el primero, Ronald Reagan, era actor, y los otros tres, empresarios.

En Estados Unidos, los abogados solo tienen como rivales a los políticos como el grupo profesional más odiado. ¿Acaso sorprende, entonces, que el partido de los abogados fuera arrasado? Una plataforma concebida enteramente por abogados, centrada en la defensa de los procedimientos democráticos y en el respeto de los derechos de las minorías, cuyo principal argumento consistía en las demandas contra el candidato republicano, fue barrida por las recriminaciones de los partidarios de Trump: inflación, inmigración ilegal, desprecio de clase.

En Europa, los tecnócratas que gobiernan las instituciones europeas y la mayoría de los países miembros de la Unión comparten la misma incomprensión ante la ofensiva a la que se enfrentan. Prefieren fingir que el desafío de Trump se reduce a la negociación de unos cuantos acuerdos técnicos, antes que reconocer que el objetivo de Trump y de los tech bros es imponer un cambio de régimen también en este lado del Atlántico.

Los líderes populistas y los tech bros no comparten la misma visión del futuro —uno de los momentos más incómodos del discurso de Musk en el mitin de Tommy Robinson fue cuando invocó, con ojos brillantes, un porvenir de robots sacado de Star Trek. El impulso de cambio de régimen une a figuras premodernas que parecen haber salido de los anales del Imperio romano tardío con conquistadores tecnológicos que ya miran hacia horizontes poshumanos. La polémica en torno a las visas H-1B para trabajadores altamente cualificados en Estados Unidos es solo una de las incontables cuestiones que los dividen.

Lo que tienen en común, sin embargo, es tanto un enemigo como una estrategia: matar a todos los abogados. Juntos, depredadores políticos y conquistadores digitales han decidido borrar a las viejas élites y sus reglas. Si logran este objetivo, no solo serán arrasados los partidos de abogados y tecnócratas, sino también la democracia liberal tal como la hemos conocido hasta hoy.






* Sobre el autor
Giuliano da Empoli, ex alto consejero del primer ministro italiano Matteo Renzi, es autor de la novela El mago del Kremlin. Su nuevo libro, La hora del depredador: encuentros con los autócratas y multimillonarios tecnológicos que están tomando el control del mundo, será publicado el próximo mes por Pushkin Press.






* Artículo original: “How tech lords and populists changed the rules of power”. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.






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