“Apocalipsis” proviene (a través del latín) del griego antiguo ἀποκάλυψις. Literalmente, significa “revelación” o “desvelamiento”. En el contexto cristiano, el significado evolucionó hacia una revelación profética sobre la segunda venida, y en el uso moderno el término se ha convertido en sinónimo del fin de la vida en la Tierra, del día del juicio final o —para usar otro término bíblico griego— del Armagedón.1 Claro y categórico.
Las visiones apocalípticas del futuro —con los diversos infiernos ofrecidos por las principales religiones— han sido revitalizadas por los modernos promotores de la fatalidad, quienes han señalado el rápido crecimiento demográfico, la contaminación ambiental o, cada vez más, el calentamiento global como los pecados que nos conducirán al inframundo. En contraste, los tecno-optimistas incorregibles continúan la tradición de creer en milagros y en la llegada de la salvación eterna. No es raro leer afirmaciones sobre cómo la inteligencia artificial y los sistemas de aprendizaje profundo nos llevarán hasta la “Singularidad”. Esta palabra proviene del latín singularis, que significa “individual, único, sin igual”, pero en este capítulo hace referencia a la noción de singularidad del futurista Ray Kurzweil, es decir, al significado matemático del término como el punto en el tiempo en el que una función asume un valor infinito.2 Kurzweil predice que, hacia 2045, la inteligencia de las máquinas habrá superado a la inteligencia humana, que lo que él denomina inteligencia biológica y no biológica se fusionará, y que la inteligencia artificial se expandirá por el universo a una velocidad infinita.3 Este es el ascenso definitivo. Convertirá la colonización del universo en un esfuerzo inevitable y sin dificultad.
La modelización a largo plazo de sistemas complejos suele basarse en la producción de un abanico de posibles resultados delimitados por extremos plausibles. Apocalipsis y singularidad representan dos absolutos: nuestro futuro tendrá que situarse en algún punto dentro de ese amplio espectro. Lo que resulta tan notable en las predicciones modernas del porvenir es cómo han tendido—pese a todas las evidencias disponibles—hacia uno de estos dos extremos. En el pasado, esta dicotomía se describía a menudo como la confrontación entre catastrofistas y cornucopianos, pero estas etiquetas parecen demasiado tímidas para reflejar la reciente polarización extrema de los discursos.4 Y esta polarización ha venido acompañada de una mayor tendencia a hacer previsiones cuantitativas con fechas específicas.
Las vemos por todas partes: desde los coches (se dice que las ventas mundiales de vehículos eléctricos alcanzarán los 56 millones en 2040) y el carbono (según se afirma, la UE tendrá emisiones netas cero para 2050) hasta los viajes aéreos globales (se proyecta que habrá 8200 millones de pasajeros en 2037).5 O al menos eso nos dicen. En realidad, la mayoría de estas previsiones no son mejores que meras conjeturas: cualquier cifra sobre 2050 obtenida mediante un modelo informático basado en supuestos dudosos —o, peor aún, mediante una decisión políticamente conveniente— tiene una vida útil muy corta. Mi consejo: si desea una mejor comprensión de lo que podría deparar el futuro, evite por completo estas profecías con fecha de caducidad de la nueva era o, en su defecto, considérelas principalmente como evidencia de las expectativas y sesgos predominantes.
Durante generaciones, los negocios y los gobiernos fueron los principales practicantes y consumidores de predicciones; luego, a partir de la década de 1950, los académicos se sumaron en gran número a esta práctica y, hoy en día, cualquiera puede ser un pronosticador —aun sin poseer habilidades matemáticas— simplemente utilizando software de plantillas o (como se ha puesto de moda últimamente) formulando predicciones cualitativas infundadas. Como ocurre en tantos otros ámbitos de reciente expansión (flujos de información, educación masiva), la cantidad de previsiones modernas se ha vuelto inversamente proporcional a su calidad. Muchas proyecciones no son más que simples extrapolaciones de trayectorias pasadas; otras son el producto de modelos interactivos complejos que incorporan un gran número de variables y que se ejecutan cada vez con diferentes supuestos (lo que equivale, en esencia, a escenarios narrativos numéricos); y algunas casi no contienen ningún componente cuantitativo y son solo relatos fantasiosos y excesivamente políticamente correctos.
Las predicciones cuantitativas se dividen en tres grandes categorías. La más reducida abarca aquellas que tratan sobre procesos cuyo funcionamiento es bien conocido y cuyas dinámicas están intrínsecamente limitadas a un conjunto relativamente acotado de resultados. La segunda, mucho más amplia, incluye aquellas que apuntan en la dirección correcta, pero con incertidumbres sustanciales sobre el resultado específico. Y la tercera categoría (ya mencioné algunos de sus recientes ejemplos energéticos y ambientales en el artículo anterior) es la de las fábulas cuantitativas: estos ejercicios de predicción pueden estar repletos de cifras, pero tales cifras son el resultado de capas de supuestos (a menudo cuestionables), y los procesos modelizados en estos cuentos informatizados tendrán desenlaces muy distintos en el mundo real. Por supuesto, sus creadores pueden defender el valor heurístico de tales ejercicios, mientras que los usuarios inexpertos pueden aprovechar algunas de sus conclusiones para reforzar sus propios prejuicios o para descartar alternativas plausibles.
Solo las predicciones (proyecciones, modelos informáticos) de la primera categoría proporcionan ideas sólidas y una buena orientación, especialmente cuando se analizan plazos de una década o menos.
Las proyecciones demográficas en general, y las previsiones de fertilidad en particular, se encuentran entre los mejores ejemplos dentro de esta categoría limitada. Supongamos un país cuya tasa de fertilidad total —es decir, el número de hijos que tiene en promedio una mujer a lo largo de su vida— ha estado por debajo del nivel de reemplazo (se necesitan al menos 2,1 hijos por mujer para reemplazar a los padres) durante una generación y, además, ha descendido de 1,8 a 1,5 en la última década. Es poco probable que tales niveles de fertilidad extremadamente bajos se reviertan (ningún país lo ha logrado en los últimos treinta años) hasta el punto de generar un aumento poblacional significativo en los próximos diez años.6 Los escenarios más verosímiles son una leve recuperación de la fertilidad (de 1,5 a 1,7) o una caída adicional (hasta 1,3). Aunque resulta imposible determinar con precisión el valor exacto dentro de una década, una proyección puede ofrecer un margen relativamente estrecho de resultados altamente plausibles. Por ejemplo, la previsión demográfica de la ONU para 2019 estimaba que la población total de Polonia en 2030, partiendo de los 37,9 millones en 2020, descendería a 36,9 millones, con una variante baja y una alta que se desviaban apenas ±2% del valor medio, y (salvo una inmigración masiva poco probable en un país tan reacio a la inmigración) existe una probabilidad muy alta de que el recuento real en 2030 se sitúe dentro de ese margen.7
En contraste, incluso las proyecciones a corto plazo que involucran sistemas complejos —donde interactúan múltiples factores técnicos, económicos y ambientales, y que pueden verse fuertemente afectados por decisiones arbitrarias como subsidios gubernamentales inesperadamente generosos, nuevas regulaciones o cambios de política abruptos— siguen siendo altamente inciertas, y las perspectivas a corto plazo arrojan una amplia gama de posibles resultados. Un ejemplo reciente y representativo de esta categoría es la previsión sobre la adopción global de vehículos eléctricos de pasajeros.8
Las dificultades técnicas que han acompañado la introducción de la electromovilidad personal no han sido insuperables, pero el sector ha madurado mucho más lentamente de lo que sus promotores acríticos aseguraban hace años, mientras que los motores de combustión interna han seguido mejorando su eficiencia y seguirán ofreciendo, durante muchos años, ventajas como un menor costo inicial, una familiaridad arraigada durante generaciones y una red de servicio omnipresente.9
Y mientras algunos países han impulsado agresivamente la propiedad de automóviles eléctricos mediante subsidios generosos o la imposición de cuotas obligatorias para los nuevos vehículos en el futuro, otros han brindado un apoyo mínimo o nulo. Como resultado, las previsiones a corto plazo sobre la electrificación del transporte por carretera han sobrestimado casi sistemáticamente la cuota real: entre 2014 y 2016, se pronosticó que en 2020 la proporción de vehículos eléctricos alcanzaría entre el 8% y el 11%, cuando en realidad fue solo del 2,5%.10 Y para 2019, las proyecciones sobre la proporción de vehículos eléctricos en circulación para 2030 diferían en un orden de magnitud, mientras que las ventas de automóviles con motor de combustión interna podrían seguir superando a las de los eléctricos durante más de una década.11
La tercera categoría de previsiones cuantitativas merece una atención más detallada, ya que, en retrospectiva, muchas de ellas no solo han fallado en captar siquiera un orden de magnitud adecuado, sino que sus afirmaciones y conclusiones han resultado ser completamente opuestas a lo que realmente ocurrió. Sorprendentemente, esto no solo se aplica a las profecías históricas más conocidas, que van desde la Biblia hasta Nostradamus.12 Muchos profetas modernos no lo han hecho mucho mejor, pero con la proliferación de la computación ubicua, su número ha aumentado y, debido a la insaciable demanda mediática de nuevas malas noticias, sus predicciones y escenarios reciben una difusión sin precedentes y una atención (cada vez más global) sin igual.
Predicciones fallidas
Dada la abundancia de previsiones fallidas, su recuento sistemático, ya sea por tema, década o región, resultaría tedioso. Los lectores de cierta edad recordarán que, a estas alturas, deberíamos depender completamente (o al menos en gran medida) de la electricidad nuclear, que el Concorde iba a ser solo un preludio de vuelos intercontinentales supersónicos ubicuos, y que el error del Y2K debería haber colapsado todos los sistemas informáticos el 1 de enero del 2000. Sin embargo, una combinación de referencias rápidas a algunos casos bien conocidos y explicaciones breves sobre fracasos sorprendentemente poco reconocidos ofrece un útil ejercicio de realidad, y no hay razón para suponer que tales errores de predicción serán menos frecuentes en el futuro. Pasar de previsiones relativamente simples realizadas con lápiz y papel a escenarios complejos generados por computadora facilita la realización de los cálculos necesarios y la producción de distintos escenarios, pero no elimina los peligros inevitables de hacer suposiciones.
De hecho, sucede lo contrario: los modelos más complejos, que combinan las interacciones de factores económicos, sociales, técnicos y ambientales, requieren un mayor número de supuestos y abren la puerta a errores más significativos.
Un punto de partida obvio para repasar algunos de los fracasos más notorios de las previsiones es el antiguo duelo intelectual entre los cornucopianos y los catastrofistas. Las preocupaciones sobre el crecimiento descontrolado de la población, que superaría los recursos disponibles para su sustento, se expresaron durante la década de 1960 y pueden atribuirse a las tasas récord (y aún en aumento en ese momento) del crecimiento demográfico global.
Durante milenios, la tasa de crecimiento poblacional mundial fue solo una fracción de un porcentaje; superó el 0,5% solo en la década de 1770 y el 1% a mediados de la década de 1920, pero para finales de la década de 1950 se acercaba al 2% y seguía acelerándose. Inevitablemente, muchas personas se percataron de ello, tanto en publicaciones especializadas como en medios de divulgación.
En 1960, la revista Science, la principal publicación científica de Estados Unidos, sucumbió a la preocupación por el crecimiento demográfico descontrolado y publicó un cálculo absurdo que afirmaba que, si la tasa de crecimiento histórica se mantenía, la población global alcanzaría un crecimiento infinitamente rápido el 13 de noviembre de 2026.13
Este resultado —la humanidad creciendo a una velocidad infinita— requiere algo de imaginación, pero muchas predicciones menos extremas, aunque aún catastrofistas, ayudaron a crear y movilizar el movimiento ambiental moderno.14 Sin embargo, no había razón para temer un crecimiento demográfico descontrolado: los catastrofistas ignoraron un hecho simple, que ninguna forma de crecimiento muy rápido puede continuar indefinidamente en un planeta finito. El día del Juicio Final de 2026 era un sinsentido evidente. Antes de que terminara la década de 1960, el crecimiento poblacional global alcanzó su punto máximo en torno al 2,1% anual, seguido de un descenso relativamente rápido: para el año 2000, la tasa global era del 1,32%, y para 2019 había descendido al 1,08%.15
La reducción a la mitad de la tasa de crecimiento relativa en 50 años, y la posterior disminución del crecimiento absoluto (que alcanzó su punto máximo en aproximadamente 93 millones de personas al año en 1987 y bajó a unos 80 millones en 2020), cambió la perspectiva de manera tan fundamental que, en algún momento de la década de 2020, la población mundial cruzará un hito demográfico significativo: la mitad de la humanidad vivirá en países cuya tasa de fecundidad total estará por debajo del nivel de reemplazo.16
Esta nueva realidad invita de inmediato a realizar nuevos cálculos catastrofistas. Si esta tendencia de caída de la fertilidad continúa, ¿cuándo dejará de crecer la población global? Y, de manera inevitable, ¿cuándo morirá el último Homo sapiens? Un joven catastrofista podría especular nuevamente sobre cuántos millones de personas morirán de hambre (¿durante la década de 2080?), no debido a un crecimiento descontrolado, sino porque, a medida que las poblaciones envejezcan y se reduzcan en todo el mundo, no habrá suficientes personas en edad de trabajar (ni siquiera tras una robotización intensiva) para alimentar a la humanidad.
Las profecías apocalípticas sobre la escasez de recursos no se han limitado a los alimentos: el agotamiento de los recursos minerales ha sido otro de los temas favoritos de las visiones catastrofistas, y el futuro del crudo, la fuente de energía más importante de la civilización del siglo XX, ha sido un tema predilecto de las profecías distópicas. Las predicciones sobre un pico inminente en la extracción de petróleo se remontan a la década de 1920, pero alcanzaron nuevas cotas de alarmismo existencial durante la década de 1990 y la primera década del siglo XXI.17 Algunos miembros convencidos del culto al pico de producción de petróleo creían que el declive en la extracción de crudo no solo provocaría el colapso de las economías modernas, sino que devolvería a la humanidad a un nivel de vida muy por debajo de los niveles preindustriales, hasta el de los recolectores del Paleolítico —los hominins que vivieron en el África Oriental hace 2 millones de años.18
¿Y qué ha ocurrido en realidad?
Los catastrofistas siempre han tenido dificultades para imaginar que el ingenio humano pueda satisfacer las futuras necesidades de alimentos, energía y materiales, pero en las últimas tres generaciones lo hemos logrado, a pesar de que la población mundial se ha triplicado desde 1950.
En lugar de megamortalidades, la proporción de personas desnutridas en los países de bajos ingresos ha disminuido de manera constante, pasando de aproximadamente el 40% en la década de 1960 a solo un 11% en 2019, y el suministro diario promedio de alimentos per cápita en China, la nación más poblada del mundo, es ahora un 15% superior al de Japón.19 En lugar de una escasez desesperada de fertilizantes, la aplicación de fertilizantes nitrogenados ha aumentado más de 2,5 veces desde 1975, y la cosecha global de cereales básicos es ahora aproximadamente 2,2 veces mayor.20 En cuanto al crudo, su extracción total aumentó en dos tercios entre 1995 y 2019, y a finales de ese año, su precio antes de la COVID-19 (en términos constantes) era inferior al de 2009.21 Los catastrofistas se equivocan, una y otra vez.
Y los tecno-optimistas, que prometen soluciones milagrosas sin fin, deben enfrentarse a un historial igualmente deficiente. Uno de los fracasos más notorios (y vergonzosamente bien documentados) ha sido la fe en el poder absoluto de la fisión nuclear.
Muchas personas comprenden que el éxito parcial logrado por la generación nuclear (que en 2019 produjo alrededor del 10% de la electricidad mundial, con cuotas del 20% en EE.UU. y, excepcionalmente, del 72% en Francia) es solo una fracción de lo que se esperaba antes de 1980.22
En aquel entonces, científicos prominentes y grandes corporaciones no solo pensaban que la fisión nuclear eliminaría todas las demás formas de generación de electricidad, sino que también creían que los reactores originales serían reemplazados en gran medida por reactores rápidos capaces de producir (temporalmente) más energía de la que consumían.
La promesa nuclear iba mucho más allá de la generación eléctrica, y algunas ideas asombrosamente dudosas fueron probadas o investigadas con enormes costos.
¿Qué decisión fue más irracional y condenada al fracaso desde el principio: la búsqueda del vuelo propulsado por energía nuclear o la producción de gas natural asistida por explosiones nucleares? Diseñar un pequeño reactor nuclear capaz de alimentar submarinos era una cosa; hacerlo lo suficientemente ligero para ser transportado por el aire resultó ser un desafío insuperable, pero uno que solo fue abandonado en 1961, después de gastar miles de millones de dólares en esa empresa condenada.23
Ningún avión impulsado por fisión nuclear llegó a despegar, pero sí se detonaron varias bombas nucleares en un intento de aumentar la producción de gas natural. En diciembre de 1967 se detonó una bomba de 29 kilotones (más del doble de la potencia de la bomba de Hiroshima) a una profundidad de aproximadamente 1,2 kilómetros en Nuevo México (bajo el nombre en clave de Project Gasbuggy); en septiembre de 1969, se detonó una bomba de 40 kilotones en Colorado; en 1973, tres bombas de 33 kilotones, también en Colorado; y la Comisión de Energía Atómica de EE.UU. preveía futuras detonaciones de 40 a 50 bombas al año.24 También existían planes para actividades como el uso de explosivos nucleares para excavar nuevos puertos y el uso de reactores nucleares para propulsar vuelos espaciales.
Poco ha cambiado medio siglo después: las profecías aterradoras y las promesas absolutamente irreales abundan. La última oleada de catastrofismo intensificado se ha centrado en la degradación ambiental en general y en las preocupaciones sobre el cambio climático en particular. Periodistas y activistas escriben sobre un apocalipsis climático inminente, emitiendo advertencias finales.
Según estas predicciones, las áreas más adecuadas para la habitabilidad humana se reducirán, vastas regiones de la Tierra pronto se volverán inhabitables, las migraciones climáticas remodelarán América y el mundo, el ingreso promedio global disminuirá sustancialmente y algunas profecías afirman que solo nos queda aproximadamente una década para evitar una catástrofe global. En enero de 2020, Greta Thunberg llegó incluso a especificar que nos quedaban solo ocho años.25
Solo unos meses después, el presidente de la Asamblea General de la ONU nos dio 11 años para evitar un colapso social total, tras el cual el planeta ardería (sufriendo incendios inextinguibles durante todo el verano) y al mismo tiempo quedaría inundado (debido a una rápida subida del nivel del mar). Pero nihil novi sub sole: en 1989, otro alto funcionario de la ONU declaró que “los gobiernos tienen una ventana de oportunidad de 10 años para resolver el efecto invernadero antes de que escape al control humano”, lo que significa que, a estas alturas, debemos estar más allá de lo irremediable y que nuestra propia existencia podría ser solo un producto de la imaginación borgiana.26 Estoy convencido de que podríamos prescindir de este constante torrente de predicciones, que nunca son menos que alarmantes y con demasiada frecuencia resultan francamente aterradoras. ¿De qué sirve que nos digan cada día que el mundo llegará a su fin en 2050 o incluso en 2030?
Estas profecías, tan predeciblemente repetitivas (por muy bien intencionadas y apasionadas que sean), no ofrecen ningún consejo práctico sobre la aplicación de las mejores soluciones técnicas, sobre las formas más eficaces de cooperación global jurídicamente vinculante, o sobre cómo afrontar el difícil desafío de convencer a las poblaciones de la necesidad de realizar inversiones significativas cuyos beneficios no se verán hasta dentro de décadas. Y, por supuesto, resultan totalmente innecesarias para aquellos que argumentan que un “futuro sostenible está a nuestro alcance”, que los catastrofistas tienen un largo historial de falsas alarmas, que titulan sus escritos ¡Apocalipsis, no! y Apocalipsis nunca, y que, en el mayor contraste posible con el supuesto final inminente de la civilización, llegan incluso (como ya se ha mencionado) a predecir una Singularidad no demasiado lejana.27
¿Por qué deberíamos temer cualquier amenaza —ya sea ambiental, social o económica— cuando para 2045, o quizás incluso para 2030, nuestro conocimiento (o, mejor dicho, la inteligencia desatada por las máquinas que habremos creado) no tendrá límites y, por lo tanto, cualquier problema se volverá insignificante?
Comparada con esta promesa, cualquier otra afirmación reciente y desmesurada —desde la salvación a través de la nanotecnología hasta la creación de nuevas formas sintéticas de vida— parece trivial.
¿Qué ocurrirá entonces?
¿Una perdición infernal inminente o una omnipotencia divina a la velocidad de la luz?
Basándonos en los desvaríos revelados de profecías pasadas, ninguna de las dos. No vivimos en la civilización imaginada a principios de la década de 1970 —una de hambre planetaria en aumento o una impulsada por la fisión nuclear sin costo— y dentro de una generación no estaremos ni al final de nuestro camino evolutivo ni en una civilización transformada por la Singularidad. Seguiremos aquí en la década de 2030, aunque sin los beneficios inimaginables de una inteligencia a la velocidad de la luz. Y seguiremos intentando lo imposible: hacer previsiones a largo plazo. Eso inevitablemente traerá más vergüenzas y predicciones ridículas, así como más sorpresas causadas por eventos imprevistos.
Los extremos son relativamente fáciles de imaginar; anticipar las realidades que surgirán de la combinación de desarrollos inerciales y discontinuidades impredecibles sigue siendo una empresa esquiva. Ninguna cantidad de modelización podrá eliminar ese desafío, y nuestras predicciones a largo plazo seguirán equivocándose.28
Esto no es una contradicción, ni una profecía que descarte futuras previsiones, sino simplemente una conclusión altamente probable —si no inevitable— basada en la interacción imprevisible entre la inercia inherente de los sistemas complejos, con sus constantes incrustadas e imperativos a largo plazo, y las discontinuidades y sorpresas repentinas, ya sean técnicas (el auge de la electrónica de consumo, posibles avances en el almacenamiento de electricidad) o sociales (el colapso de la URSS, otra pandemia mucho más virulenta).
Lo que hace aún más difícil cualquier predicción es que ahora las transformaciones clave deben desarrollarse a escalas enormes.
Inercia, escala y masa
Nuevas iniciativas, nuevas soluciones y nuevos logros están siempre presentes: somos una especie extremadamente inquisitiva, con un historial notable de adaptación a largo plazo y con logros recientes aún más notables en la mejora de la salud, la riqueza, la seguridad y la longevidad de la mayor parte de la población mundial. Sin embargo, también persisten limitaciones fundamentales: hemos modificado algunas de ellas gracias a nuestra inventiva, pero tales ajustes tienen sus propios límites. Por ejemplo, no podemos eliminar la necesidad de tierra, agua y nutrientes para la producción de alimentos. Como hemos visto, los mayores rendimientos han reducido la demanda de tierras de cultivo, y serán posibles nuevas reducciones si logramos cerrar aún más las brechas de rendimiento (las diferencias entre el potencial de producción y las cosechas reales).
Estas brechas siguen siendo considerables. Incluso en países que practican una agricultura intensiva (con un alto uso de fertilizantes y riego), los rendimientos podrían aumentar entre un 20% y un 25% por encima del promedio reciente del maíz en EE. UU., y entre un 30% y un 40% en el caso del arroz en China. En África subsahariana, debido a su aún muy baja productividad media, los rendimientos podrían ser de dos a cuatro veces mayores.29 En el caso de las agriculturas de alto rendimiento y ya optimizadas, la reducción resultante de la superficie cultivada podría lograrse con aumentos relativamente pequeños en la demanda de fertilizantes y riego. En cambio, África requerirá incrementos sustanciales en la aplicación promedio de macronutrientes y en la extensión del riego. Como en tantas otras áreas, las ganancias relativas en el desempeño futuro (dentro de los límites biológicos) no deben confundirse con una desvinculación absoluta entre producción y variables de insumo, mientras la población mundial siga creciendo y mientras continúe demandando una mejor alimentación.
En este sentido, los reportajes sobre la agricultura urbana “sin suelo” —el cultivo hidropónico en rascacielos— carecen por completo de una comprensión real de la demanda global de alimentos. Estas operaciones de alto consumo de insumos pueden producir verduras de hoja (lechugas, albahaca) y algunas hortalizas (tomates, pimientos), cuyo valor nutricional se basa casi exclusivamente en su contenido de vitamina C y fibra.30 Sin duda alguna, el cultivo hidropónico bajo iluminación constante no podría utilizarse para producir más de 3000 millones de toneladas de cereales y legumbres, cuyos altos contenidos de carbohidratos y su relativamente elevada aportación de proteínas y lípidos son esenciales para alimentar a casi 8000 millones de personas (y pronto a 10.000 millones).31
La inercia de los sistemas grandes y complejos se debe a sus demandas básicas de energía y materiales, así como a la escala de sus operaciones. La demanda de energía y materiales está en constante transformación debido a la búsqueda de mayores eficiencias y de procesos de producción optimizados, pero las mejoras en eficiencia y la desmaterialización relativa tienen límites físicos, y las ventajas de nuevas alternativas conllevan costos compensatorios. Existen numerosos ejemplos de estas realidades. Volviendo a dos insumos fundamentales, el mínimo teórico de energía primaria necesario para producir acero (combinando los requerimientos del alto horno y del horno de oxígeno básico) es de aproximadamente 18 gigajulios por tonelada de metal caliente, y el amoníaco no puede sintetizarse a partir de sus elementos con menos de unos 21 gigajulios por tonelada.32
Una posible solución es reemplazar el acero con aluminio. Esto reduce la masa de un diseño específico, pero el aluminio primario requiere entre cinco y seis veces más energía para producirse que el acero primario y no puede utilizarse en muchas aplicaciones que exigen la mayor resistencia del acero. La manera más radical de reducir los costos energéticos y el impacto ambiental de los fertilizantes nitrogenados es disminuir su uso: esta opción está disponible en los países ricos, con su exceso de oferta y desperdicio de alimentos. Sin embargo, cientos de millones de niños con retraso en el crecimiento, principalmente en África, necesitan beber más leche y comer más carne, y esa proteína solo puede provenir de un aumento sustancial en la cantidad de nitrógeno utilizada en los cultivos. Para ilustrar esta realidad, la aplicación anual promedio de fertilizantes en la UE es de aproximadamente 160 kilogramos por hectárea de tierra agrícola, mientras que en Etiopía es inferior a 20 kilogramos, una diferencia de un orden de magnitud que refleja la enorme brecha en el desarrollo, a menudo ignorada en las evaluaciones de las necesidades globales.33
En una civilización donde la producción de bienes esenciales abastece a casi 8000 millones de personas, cualquier desviación de las prácticas establecidas enfrenta repetidamente las limitaciones de la escala: como hemos visto (en un artículo anterior), los requerimientos fundamentales de materiales se miden ahora en miles de millones y cientos de millones de toneladas por año. Esto hace imposible sustituir tales volúmenes por otros bienes completamente diferentes —¿qué podría reemplazar más de 4000 millones de toneladas de cemento o cerca de 2000 millones de toneladas de acero?— o realizar una transición rápida (en años, en lugar de décadas) hacia métodos completamente nuevos de producir estos insumos esenciales.
Esta inevitable inercia de las dependencias a gran escala puede superarse con el tiempo (recordemos que, antes de 1920, se destinaba una cuarta parte de las tierras agrícolas estadounidenses a cultivos para alimentar caballos y mulas), pero muchos ejemplos pasados de cambios rápidos no sirven como guía para calcular plazos plausibles en futuras transformaciones. Las transiciones anteriores pudieron ser relativamente rápidas porque los volúmenes implicados eran comparativamente pequeños. En 1900, el uso mundial de energía primaria se dividía aproximadamente entre biomasa tradicional y combustibles fósiles dominados por el carbón, y el suministro total de estos últimos equivalía a solo 1000 millones de toneladas de carbón.34 Para 2020, el suministro neto de combustibles fósiles en el mundo era un orden de magnitud superior al suministro total de energía primaria en 1900 y, aunque nuestros medios técnicos han mejorado considerablemente, el ritmo de la nueva transición (descarbonización) ha sido más lento que el proceso de sustitución de la biomasa tradicional por combustibles fósiles.
Aunque el suministro de nuevas fuentes de energía renovable (eólica, solar, nuevos biocombustibles) creció de manera impresionante —unas 50 veces— durante los primeros 20 años del siglo XXI, la dependencia mundial del carbono fósil disminuyó solo marginalmente, pasando del 87% al 85% del suministro total, y la mayor parte de esa pequeña reducción relativa se debió a la expansión de la generación hidroeléctrica, una forma antigua de energía renovable.35 Dado que la demanda total de energía en 1920 era un orden de magnitud menor que en 2020, fue mucho más fácil sustituir la madera por el carbón a principios del siglo XX que reemplazar los combustibles fósiles por nuevas energías renovables (es decir, descarbonizar) a principios del siglo XXI. Como resultado, incluso triplicando o cuadruplicando el ritmo reciente de descarbonización, los combustibles fósiles seguirían siendo dominantes en 2050.
Un error de categoría —atribuir erróneamente a algo una cualidad o acción que en realidad pertenece a otra categoría— es la causa de la frecuente, pero profundamente equivocada, conclusión de que en este nuevo mundo electrónico todo puede, y podrá, avanzar mucho más rápido.36 La información y las conexiones sí lo hacen, al igual que la adopción de nuevos dispositivos personales, pero los imperativos existenciales no pertenecen a la misma categoría que los microprocesadores y los teléfonos móviles. Garantizar el suministro suficiente de agua, cultivar y procesar cosechas, alimentar y sacrificar animales, producir y convertir enormes cantidades de energía primaria, y extraer y transformar materias primas para una multitud de usos son actividades cuya escala (necesaria para satisfacer la demanda de miles de millones de consumidores) y cuyas infraestructuras (que permiten la producción y distribución de estas necesidades insustituibles) pertenecen a categorías muy distintas a la de crear un nuevo perfil en redes sociales o comprar un teléfono inteligente más caro.
Además, muchas de las técnicas que permiten estos nuevos avances no son realmente nuevas. ¿Cuántas personas, fascinadas por la delgadez del último teléfono inteligente y su capacidad de procesamiento de información, son conscientes de que muchos de los procesos fundamentales que permiten su producción en masa tienen más de un siglo? El silicio ultrapuro es la base de todos los microprocesadores, incluidos aquellos que hacen funcionar los dispositivos electrónicos modernos —desde los superordenadores más potentes hasta el teléfono móvil más pequeño— y Jan Czochralski descubrió cómo cultivar cristales individuales de silicio en 1915. Los transistores, que se integran en grandes cantidades en el silicio, fueron patentados por Julius Edgar Lilienfeld en 1925.
Y, como ya se ha detallado, los circuitos integrados nacieron entre 1958 y 1959, y los microprocesadores en 1971.37
La mayor parte de la electricidad que alimenta todos los dispositivos electrónicos es generada por turbinas de vapor, máquinas inventadas por Charles A. Parsons en 1884, o por turbinas de gas, cuya primera aplicación comercial se produjo en 1938.38 Mientras que ha sido posible reemplazar mil millones de líneas telefónicas fijas por teléfonos móviles en el transcurso de una generación, no será posible sustituir teravatios de energía instalada en turbinas de vapor y gas por células fotovoltaicas o aerogeneradores en un período de tiempo similar. Por muy complejos que sean, los teléfonos móviles son solo pequeños dispositivos situados en la cúspide de una enorme pirámide industrial que genera, transforma y transmite electricidad, y que requiere infraestructura a gran escala para su construcción, mantenimiento y renovación.
Estas realidades ayudan a explicar por qué los fundamentos de nuestras vidas no cambiarán drásticamente en los próximos 20 o 30 años, a pesar del flujo casi constante de afirmaciones sobre innovaciones superiores que van desde las células solares hasta las baterías de iones de litio, desde la impresión 3D de cualquier objeto (desde microcomponentes hasta casas enteras) hasta bacterias capaces de sintetizar gasolina. El acero, el cemento, el amoníaco y los plásticos seguirán siendo los cuatro pilares materiales de la civilización; una gran parte del transporte mundial seguirá dependiendo de combustibles líquidos refinados (gasolina y diésel para automóviles, queroseno para la aviación y diésel y fuelóleo para el transporte marítimo); los campos de cereales continuarán siendo cultivados por tractores que arrastran arados, gradas, sembradoras y aplicadores de fertilizantes, y las cosechas se recogerán con cosechadoras que vierten el grano en camiones. Los apartamentos de gran altura no serán impresos in situ por gigantescas máquinas, y si pronto se produce otra pandemia, el papel de la tan aclamada inteligencia artificial será, con toda probabilidad, tan decepcionante como lo fue durante la pandemia de SARS-CoV-2 en 2020.39
Ignorancia, persistencia y humildad
La COVID-19 ha proporcionado un recordatorio perfecto —y costoso— a nivel mundial sobre nuestra limitada capacidad para prever el futuro, y eso tampoco cambiará (ni puede cambiar) de manera drástica en la próxima generación. La última pandemia llegó tras una década impregnada de alabanzas a avances científicos y técnicos supuestamente “disruptivos” y sin precedentes. Entre ellos, destacaban las expectativas de un despliegue inminente de los poderes milagrosos de la inteligencia artificial y las redes neuronales de aprendizaje profundo (una especie de Singularidad-lite, por así decirlo), así como la edición del genoma, que permitiría manipular las formas de vida a voluntad.40
Nada resume mejor la exageración de estas afirmaciones que el título de un bestseller de 2017: Homo Deus, de Yuval Noah Harari.41 Y si se necesita más evidencia, la COVID-19 expuso la vacuidad de cualquier noción sobre nuestra supuesta capacidad divina para controlar nuestro destino: ninguna de esas tan publicitadas capacidades fue de utilidad para prevenir la aparición o controlar la difusión de esas cadenas de ARN viral. Lo mejor que pudimos hacer fue lo mismo que hicieron los habitantes de las ciudades italianas en la Edad Media: alejarnos de los demás, permanecer dentro de casa durante 40 días, aislarnos durante quaranta giorni.42 Las vacunas llegaron relativamente pronto, pero no curan a los enfermos ni previenen la próxima pandemia. Así que debemos rezar para que el siguiente evento (porque siempre habrá otro) llegue solo después de décadas de epidemias estacionales relativamente inofensivas, en lugar de en apenas unos años y en una forma mucho más virulenta.
El impacto de la COVID-19 en los países ricos en general, y en Estados Unidos en particular, también ilustra cuán erradas han sido algunas de nuestras tan alabadas (y costosísimas) iniciativas para dar forma al futuro. Entre ellas, destacan los renovados esfuerzos por el vuelo espacial tripulado, y en particular la meta de ciencia ficción de misiones a Marte; el intento de avanzar hacia la medicina personalizada (diagnósticos y tratamientos adaptados a cada paciente según su riesgo o respuesta específica a una enfermedad), con The Economist publicando un informe especial sobre el tema el 12 de marzo de 2020, justo cuando la COVID-19 comenzaba a arrasar Europa y Norteamérica, saturando los hospitales urbanos de pacientes con insuficiencia respiratoria; y la obsesión con una conectividad cada vez más rápida, con la interminable publicidad sobre los beneficios de las redes 5G.43 ¿Cuán irrelevantes resultan todas estas iniciativas mientras (como dice el cliché) la única superpotencia restante no pudo proveer a sus médicos y enfermeras con equipos de protección personal básicos, incluyendo artículos de baja tecnología como guantes, mascarillas, gorros y batas?
En consecuencia, Estados Unidos tuvo que pagar precios exorbitantes a China—el país donde los brillantes arquitectos de la globalización concentraron casi toda la producción de estos insumos esenciales—para asegurar envíos aéreos de cantidades insuficientes de equipos de protección, con el único objetivo de evitar el colapso hospitalario en plena pandemia.44 Un país que gasta más de medio billón de dólares al año en su ejército (más que todos sus potenciales adversarios combinados) no estaba preparado para un evento cuya ocurrencia era absolutamente segura y no contaba con suficientes suministros médicos básicos: una inversión en producción doméstica de apenas unos cientos de millones de dólares habría reducido significativamente las pérdidas económicas de la COVID-19, que se midieron en billones.45
Tampoco Europa se distinguió. Los Estados miembros compitieron entre sí por los envíos aéreos masivos de plástico protector desde China; la tan alabada ausencia de fronteras se transformó rápidamente en una fortaleza amurallada; la unión cada vez más estrecha fracasó en proporcionar una respuesta coordinada a nivel continental; y, durante los primeros seis meses de la pandemia, cuatro de las cinco naciones más pobladas del continente (Reino Unido, Francia, Italia y España) y dos de sus países más ricos (Suiza y Luxemburgo), cuyos sistemas de salud habían sido durante décadas ensalzados como modelos de excelencia, registraron algunas de las tasas de mortalidad pandémica más altas del mundo.46 Las crisis exponen realidades y despojan de su disfraz a la confusión y la manipulación. La respuesta del mundo rico a la COVID-19 merece un único comentario irónico: Homo deus, sin duda.
Al mismo tiempo, la reacción del mundo desarrollado ante la COVID-19 ilustra nuestra actitud perennemente irrealista frente a las realidades fundamentales, provocada por el olvido incluso de experiencias traumáticas. Cuando la pandemia comenzó a desarrollarse, no esperaba que este desafío se situara dentro de una perspectiva histórica adecuada (¿qué otra cosa puede esperarse de una sociedad dominada por tweets?), y no me sorprendieron las referencias a la gripe de 1918-1919, que causó el mayor número de muertes pandémicas en la historia moderna, aunque con cifras globales muy inciertas.47 Pero, como ya mencioné en el capítulo sobre el riesgo, desde entonces hemos vivido tres episodios notables (y mucho mejor comprendidos), y ninguno de ellos dejó una huella profunda en nuestra memoria colectiva.
Ya he sugerido algunas explicaciones, pero otras también son plausibles. ¿Se percibió la cifra de más de un millón de muertes en 1957-1958 (en la mayoría de los países ocurridas de forma incremental a lo largo de 6 a 9 meses) a través del prisma de las pérdidas mucho mayores de la Segunda Guerra Mundial, que aún estaban frescas en la memoria de todos los adultos? ¿O ha cambiado nuestra percepción colectiva hasta el punto de que no podemos aceptar que una mortalidad temporalmente excesiva estará siempre fuera de nuestro control? ¿O es simplemente que el olvido es un complemento esencial de la memoria, tanto a nivel personal como colectivo, y que esto tampoco cambiará, de modo que volveremos una y otra vez a sorprendernos por lo que debería haber sido esperado?
La persistencia es tan importante como el olvido: a pesar de las promesas de nuevos comienzos y grandes cambios, los viejos patrones y enfoques pronto resurgen para preparar el escenario de otro ciclo de fracasos. Invito a cualquier lector que dude de esto a revisar los sentimientos durante y después de la gran crisis financiera de 2007-2008 y compararlos con la experiencia posterior a la crisis. ¿Quién fue considerado responsable del colapso sistémico del orden financiero? ¿Qué cambios fundamentales (además de inyecciones masivas de dinero) se implementaron para reformar prácticas cuestionables o reducir la desigualdad económica?48
Volviendo al ejemplo de la COVID-19, este patrón de persistencia significa que nadie será considerado responsable de los numerosos errores estratégicos que garantizaron la mala gestión de la pandemia incluso antes de que comenzara. Sin duda, habrá algunas audiencias dispersas y unos pocos informes de grupos de expertos que generarán una lista de recomendaciones, pero estas serán rápidamente ignoradas y no afectarán en nada a hábitos profundamente arraigados. ¿Tomó el mundo alguna medida decisiva tras las pandemias de 1918-1919, 1958-1959, 1968-1969 y 2009? Los gobiernos no garantizarán el abastecimiento adecuado de suministros esenciales para una futura pandemia, y su respuesta será tan inconsistente—si no tan incoherente—como siempre. No se cambiarán las ganancias derivadas de la fabricación a gran escala con una única fuente por una producción descentralizada, menos vulnerable pero más costosa. Y la gente reanudará su incesante interconexión global, volviendo a los vuelos intercontinentales y a los cruceros sin rumbo, aunque es difícil imaginar un mejor incubador de virus que un barco con 3.000 tripulantes y 5.000 pasajeros, a menudo en su mayoría ancianos con múltiples afecciones preexistentes.49
Esto también significa que tendremos que aprender, una y otra vez, a reconciliarnos con realidades que escapan a nuestro control. La COVID-19 nos ha dejado un recordatorio útil. La pandemia ha causado la mayor mortalidad excesiva entre las cohortes de mayor edad y, como ya se ha señalado, este resultado está obviamente vinculado a nuestros exitosos esfuerzos por prolongar la esperanza de vida.50 Yo, nacido en 1943, he sido uno de los muchos millones de beneficiarios de esta tendencia, pero no podemos tenerlo todo: una mayor esperanza de vida conllevará una mayor vulnerabilidad. No es sorprendente que las comorbilidades propias de la vejez—desde la hipertensión y la diabetes, bastante comunes, hasta formas menos frecuentes de cáncer y una inmunidad debilitada—hayan sido los mejores predictores de una mortalidad excesiva debido a virus.51
Y sin embargo, esto no nos impedirá, al igual que no lo hizo en 1968 o 2009, seguir avanzando en la prolongación de la esperanza de vida, para luego temer las consecuencias probables de esa búsqueda (ya perceptibles, aunque en menor medida, incluso en las epidemias estacionales de gripe). Solo que la próxima vez, el riesgo será significativamente mayor, porque la combinación del envejecimiento natural y la prolongación de la vida aumentará enormemente la proporción de personas mayores de 65 años. La ONU proyecta que esa proporción crecerá en aproximadamente un 70% para 2050, y en los países más acomodados, uno de cada cuatro habitantes será mayor de esa edad.52 ¿Cómo afrontaremos en 2050 una pandemia que pudiera ser más infecciosa que la COVID-19, cuando en algunos países un tercio de la población pertenezca al grupo de mayor vulnerabilidad?
Estas realidades desmienten cualquier idea general, automática, inherente e inevitable de progreso y mejora constante que muchos tecno-optimistas han promovido. Ni la evolución ni la historia de nuestra especie siguen una trayectoria ascendente constante. No hay trayectorias previsibles ni objetivos definitivos. La acumulación constante de conocimiento y la capacidad de controlar un número creciente de variables que afectan nuestras vidas (desde la producción de alimentos suficiente para alimentar a toda la población mundial hasta la vacunación altamente efectiva que previene enfermedades infecciosas previamente peligrosas) han reducido el riesgo general de vivir, pero no han hecho que muchos peligros existenciales sean más previsibles o manejables.
En algunos casos críticos, nuestros éxitos y nuestra capacidad para evitar los peores desenlaces han sido producto de la previsión, la vigilancia y la determinación para encontrar soluciones eficaces. Ejemplos notables van desde la erradicación de la polio (gracias al desarrollo de vacunas efectivas) hasta la reducción de los riesgos en la aviación comercial (mediante la construcción de aviones más fiables y la implementación de mejores medidas de control de vuelo), pasando por la disminución de los patógenos alimentarios (mediante una combinación de procesamiento adecuado, refrigeración e higiene personal) y la transformación de la leucemia infantil en una enfermedad en gran parte curable (gracias a la quimioterapia y los trasplantes de células madre).53
En otros casos, hemos sido indudablemente afortunados: durante décadas hemos evitado una confrontación nuclear provocada por un error o accidente (ambos han ocurrido en varias ocasiones desde los años 50), no solo debido a las salvaguardias implementadas, sino también gracias a decisiones que podrían haber tomado un rumbo distinto.54 De nuevo, no hay indicios claros de que nuestra capacidad para prevenir fracasos haya aumentado de manera uniforme.
Fukushima y el Boeing 737 MAX son, lamentablemente, dos ejemplos perfectos de estos fracasos, ambos con consecuencias de gran escala y largo plazo. ¿Por qué la Compañía de Energía de Tokio perdió tres reactores en su planta de Fukushima Daiichi cuando un terremoto y un tsunami azotaron la región el 11 de marzo de 2011? Después de todo, apenas a unos 15 kilómetros al sur, en la misma costa del Pacífico golpeada por el mismo tsunami, su gemela, Fukushima Daini, no sufrió el menor daño.
Las repercusiones del fallo en Fukushima Daiichi han sido profundas: Japón perdió el 30% de su capacidad de generación eléctrica, Alemania decidió cerrar todas sus centrales nucleares para 2021 y, sobre todo, la confianza pública en la fisión como fuente de energía se debilitó aún más.55
¿Y por qué Boeing, la empresa que arriesgó todo en el desarrollo del 747 en 1966 y que posteriormente introdujo con éxito nuevas familias de aviones comerciales (hasta el 787), insistió en ampliar constantemente el diseño del 737 (introducido en 1964), una estrategia dudosa que llevó a dos accidentes catastróficos?56 ¿Por qué el avión no fue retirado del servicio, ya sea por Boeing o por la Administración Federal de Aviación, inmediatamente después del primer accidente mortal?
De nuevo, las consecuencias de estos fracasos han sido profundas: primero, la inmovilización temporal de toda la flota del 737 MAX a partir de marzo de 2019; luego, el cese de su producción y la cancelación de nuevos pedidos. A largo plazo, esto afectará la capacidad de Boeing para introducir un diseño completamente nuevo que reemplace al envejecido 757, con todas estas consecuencias amplificadas por el colapso de la aviación internacional provocado por la COVID-19.
Dado el número de nuevos diseños, estructuras, procesos complejos y operaciones interactivas, los fracasos ilustrados por Fukushima y el Boeing 737 MAX no pueden prevenirse por completo, y las próximas décadas traerán otras manifestaciones (impredecibles) de esta realidad. El futuro es una repetición del pasado: una combinación de avances admirables y reveses (in)evitables. Sin embargo, hay algo nuevo en la perspectiva a futuro: una convicción cada vez más firme (aunque no unánime) de que, entre todos los riesgos que enfrentamos, el cambio climático global es el que debe abordarse con mayor urgencia y eficacia. Y hay dos razones fundamentales por las cuales esta combinación de rapidez y efectividad será mucho más difícil de lograr de lo que generalmente se supone.
Compromisos sin precedentes, recompensas diferidas
Abordar este desafío requerirá, por primera vez en la historia, un compromiso verdaderamente global, sustancial y prolongado. Concluir que podremos alcanzar la descarbonización en el corto plazo, de manera efectiva y a la escala requerida, va en contra de toda la evidencia histórica. La primera conferencia climática de la ONU tuvo lugar en 1992, y en las décadas transcurridas desde entonces hemos tenido una serie de reuniones globales, evaluaciones y estudios sin fin. Sin embargo, casi treinta años después, no existe un acuerdo internacional vinculante para moderar las emisiones anuales de gases de efecto invernadero, ni hay perspectivas de que se adopte uno en el corto plazo.
Para que un acuerdo sea efectivo, tendría que ser nada menos que un pacto global. Esto no significa que 200 naciones deban firmarlo: las emisiones combinadas de unas 50 naciones pequeñas suman menos que el margen de error en la cuantificación de las emisiones de los cinco mayores emisores de gases de efecto invernadero. No se podrá lograr un progreso real hasta que al menos estos cinco países, responsables del 80% de todas las emisiones, acuerden compromisos claros y vinculantes. Pero no estamos ni remotamente cerca de emprender una acción global concertada.57 Recordemos que el tan elogiado Acuerdo de París no estableció objetivos específicos de reducción de emisiones para los mayores emisores del mundo, y que sus promesas no vinculantes no lograrían mitigar nada: de hecho, llevarían a un aumento del 50% en las emisiones para 2050.
Además, cualquier compromiso efectivo será costoso, deberá mantenerse durante al menos dos generaciones para lograr el resultado deseado (una reducción drástica, si no la eliminación total, de las emisiones de gases de efecto invernadero), y aun reducciones extremas que vayan más allá de lo que pueda considerarse realista no mostrarán beneficios convincentes en décadas.58 Esto plantea el problema extraordinariamente difícil de la justicia intergeneracional, es decir, nuestra constante tendencia a descontar el futuro.59
Valoramos el presente más que el futuro y lo valoramos económicamente en consecuencia. Un montañista de 30 años está dispuesto a pagar unos 60.000 dólares en permisos, equipo, sherpas, oxígeno y otros gastos para escalar el Everest el próximo año. Pero exigiría un descuento considerable—reflejando las obvias incertidumbres intermedias como su estado de salud, la estabilidad futura del gobierno nepalí, la probabilidad de grandes terremotos en el Himalaya que impidan cualquier expedición y la posibilidad de que se cierre el acceso —para pagar ahora por una promesa de escalar la montaña en 2050.
Esta inclinación universal a descontar el futuro es crucial cuando se contemplan iniciativas tan complejas y costosas como la tarificación del carbono para mitigar el cambio climático global, pues la generación que emprendería esta costosa tarea no vería ningún beneficio económico discernible. Debido a que los gases de efecto invernadero permanecen en la atmósfera durante largos periodos tras su emisión (en el caso del CO₂, hasta 200 años), incluso los esfuerzos de mitigación más intensos no darían una señal clara de éxito —la primera disminución significativa de la temperatura media global en superficie— hasta dentro de varias décadas.60
Evidentemente, un aumento de temperatura que continuaría durante 25–35 años después del inicio de un esfuerzo global masivo de descarbonización supondría un desafío considerable para la implementación y el mantenimiento de tales medidas drásticas. Sin embargo, dado que actualmente no existen compromisos globales vinculantes que puedan conducir a la adopción generalizada de tales pasos en pocos años, tanto el punto de equilibrio como el inicio de disminuciones medibles de la temperatura se desplazan aún más hacia el futuro.
Un modelo climático-económico ampliamente utilizado indica que el año de equilibrio —cuando la política óptima comenzaría a generar un beneficio económico neto— para los esfuerzos de mitigación iniciados a principios de la década de 2020 sería alrededor del año 2080.61 Si la esperanza de vida media global (unos 72 años en 2020) se mantiene estable, entonces la generación nacida a mediados del siglo XXI sería la primera en experimentar un beneficio económico neto acumulado derivado de la política de mitigación del cambio climático.
¿Están los jóvenes de los países más ricos preparados para priorizar estos beneficios distantes por encima de sus ganancias más inmediatas? ¿Están dispuestos a sostener este rumbo durante más de medio siglo, incluso cuando los países de bajos ingresos con poblaciones en crecimiento continúan, como cuestión de supervivencia básica, ampliando su dependencia del carbono fósil? ¿Y están las personas que ahora tienen entre 40 y 50 años listas para unirse a ellos en un esfuerzo cuyos frutos jamás llegarán a ver?
La pandemia más reciente ha servido como otro recordatorio de que una de las mejores maneras de minimizar el impacto de desafíos cada vez más globales es contar con un conjunto de prioridades y medidas básicas para abordarlos. Sin embargo, la pandemia, con su abanico incoherente y dispar de respuestas tanto a nivel internacional como dentro de cada país, también ha demostrado lo difícil que sería codificar tales principios y seguir esas directrices.
Los fracasos expuestos durante las crisis proporcionan ilustraciones costosas y convincentes de nuestra recurrente incapacidad para manejar adecuadamente lo fundamental. A estas alturas, los lectores de este libro habrán comprendido que esta (breve) lista debe incluir la seguridad del suministro de alimentos básicos, energía y materiales, todo ello con el menor impacto ambiental posible y siempre con una evaluación realista de los pasos que podemos dar para minimizar el alcance del calentamiento global futuro.
Ese es un panorama desalentador, y nadie puede estar seguro de que lo lograremos —o de que fracasaremos.
Ser agnóstico sobre el futuro distante significa ser honesto: debemos admitir los límites de nuestro conocimiento, abordar todos los desafíos planetarios con humildad y reconocer que los avances, los reveses y los fracasos seguirán siendo parte de nuestra evolución. No hay garantía de un éxito final—sea como se defina—ni de la llegada a ninguna singularidad, pero, mientras utilicemos con determinación y perseverancia el conocimiento acumulado, tampoco habrá un final prematuro de los tiempos.
El futuro surgirá de nuestros logros y fracasos, y aunque quizá seamos lo suficientemente astutos (y afortunados) para prever algunas de sus formas y características, el conjunto sigue siendo inasible, incluso cuando miramos apenas una generación hacia adelante.
El primer borrador de este capítulo final fue escrito el 8 de mayo de 2020, en el 75º aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Imaginemos un escenario en el que, en aquel día primaveral de mediados del siglo XX, un pequeño grupo de personas que encarnaban todo el conocimiento existente en la época se sentara a discutir y predecir el estado del mundo en 2020. Conscientes de los últimos avances en ámbitos que iban desde la ingeniería (turbinas de gas, reactores nucleares, computadoras electrónicas, cohetes) hasta las ciencias de la vida (antibióticos, pesticidas, herbicidas, vacunas), podrían haber anticipado con acierto muchas trayectorias ascendentes: la masificación del automóvil, el vuelo intercontinental asequible, la computación electrónica, el aumento de los rendimientos agrícolas y las significativas mejoras en la esperanza de vida.
Sin embargo, no habrían podido describir los avances, complejidades y matices del mundo que hemos construido a través de nuestros logros y fracasos en los 75 años transcurridos. Para ilustrar esta imposibilidad, basta con pensar en términos nacionales. En 1945, las ciudades de madera de Japón estaban prácticamente arrasadas (salvo Kioto). Europa estaba en la confusión del posguerra, y pronto se vería dividida por la Guerra Fría. La URSS emergía victoriosa, pero a un costo enorme y bajo el despiadado gobierno de Stalin. Estados Unidos surgía como una superpotencia sin precedentes, generando alrededor de la mitad del producto económico mundial. China era un país desesperadamente pobre, al borde de otra guerra civil.
¿Quién podría haber trazado con precisión sus trayectorias de ascenso y declive (Japón), de nueva prosperidad, nuevos problemas, nueva unidad y nueva desunión (Europa), de confianza agresiva (“¡Los enterraremos!”) y colapso (URSS), de errores, derrotas, logros desperdiciados y posibilidades no realizadas (EE. UU.), y de sufrimiento, la peor hambruna del mundo, recuperación lenta y un ascenso vertiginoso hacia alturas cuestionables (China)?
Nadie en 1945 podría haber predicho un mundo con más de 5.000 millones de personas adicionales, que al mismo tiempo estuviera mejor alimentado que en cualquier otro momento de la historia, aun cuando sigue desperdiciando una proporción indefendiblemente alta de los alimentos que produce. Tampoco nadie habría previsto un mundo que relegaría muchas enfermedades infecciosas (en particular la polio en todas partes y la tuberculosis en los países ricos) a meras notas históricas, pero que al mismo tiempo no lograría evitar que la desigualdad económica se ampliara incluso en las naciones más prósperas.
Un mundo que, a la vez, es mucho más limpio y saludable, pero también está contaminado de nuevas formas (desde plásticos en los océanos hasta metales pesados en los suelos) y, debido a la degradación biosférica en curso, se ha vuelto más precario. Un mundo saturado de información instantánea y esencialmente gratuita, pero cuyo precio ha sido la diseminación masiva de desinformación, mentiras y afirmaciones reprobables.
Tres cuartos de siglo después, no hay razón para creer que estemos en mejor posición para prever la magnitud de las innovaciones técnicas venideras (a menos, por supuesto, que uno crea en la inminencia de la Singularidad), los acontecimientos que moldearán la fortuna de las naciones o las decisiones (o la lamentable falta de ellas) que determinarán el destino de nuestra civilización en los próximos 75 años.
A pesar de la reciente preocupación por los impactos del calentamiento global y la necesidad de una rápida descarbonización, pocas incertidumbres serán tan cruciales para determinar nuestro futuro como la trayectoria de la población mundial en lo que queda del siglo XXI.
Las previsiones extremas ofrecen futuros radicalmente distintos: ¿superará la población mundial los 15.000 millones en 2100 (casi el doble que en 2020) o se reducirá a 4.800 millones, perdiendo más de la mitad de su total actual, con China disminuyendo un 48%?62 Como era de esperar, las variantes medias de estas proyecciones no están tan alejadas (8.800 y 10.900 millones). Aun así, una diferencia de 2.000 millones de personas no es insignificante, y estas comparaciones muestran cómo incluso las previsiones demográficas más básicas empiezan a divergir tras solo una generación. Evidentemente, incluso cuando las proyecciones llegan solo hasta la esperanza de vida actual en los países ricos, las implicaciones de sus valores extremos trazan dos trayectorias económicas, sociales y ambientales muy diferentes.
Y dado que los primeros y segundos borradores de este libro fueron escritos durante la primera y segunda ola de la COVID-19, resulta realista preguntarse si las nuevas pandemias a las que nos enfrentaremos a lo largo del resto del siglo XXI (dada su frecuencia tras 1900-1918, 1957, 1968, 2009, 2020, podemos esperar al menos dos o tres eventos similares antes de 2100) serán equivalentes, mucho más leves o significativamente más virulentas que la de 2020.
Vivir con estas incertidumbres fundamentales sigue siendo la esencia de la condición humana y limita nuestra capacidad para actuar con previsión.
Como señalé en el capítulo inicial, no soy ni pesimista ni optimista: soy un científico. No hay agenda alguna en el esfuerzo por comprender cómo funciona realmente el mundo.
Tener una comprensión realista de nuestro pasado, presente y futuro incierto es la mejor base para abordar la inmensidad del tiempo desconocido que tenemos por delante. Aunque no podamos ser específicos, sabemos que el escenario más probable es una combinación de avances y retrocesos, de dificultades aparentemente insuperables y progresos casi milagrosos. El futuro, como siempre, no está predeterminado. Su desenlace depende de nuestras acciones.
Notas:
1. Los libros sobre apocalipticismo y profecías apocalípticas, así como sobre la imaginación e interpretaciones relacionadas, son bastante numerosos, pero no me atrevería a hacer recomendaciones sobre este tipo particular de escritura de ficción.
2. Imaginar que la inteligencia artificial superará la capacidad humana es fácil en comparación con imaginar una tasa instantánea de cambio físico como la que requeriría alcanzar la Singularidad.
3. R. Kurzweil, “The law of accelerating returns” (2001), https://www.kurzweilai.net/the-law-of-accelerating-returns. Véase también su The Singularity Is Near (New York: Penguin, 2005). La llegada de la Singularidad en 2045 se predice en https://www.kurzweilai.net/. Antes de llegar a ese punto, “para la década de 2020, la mayoría de las enfermedades desaparecerán a medida que los nanobots se vuelvan más inteligentes que la tecnología médica actual. La alimentación normal podrá ser sustituida por nanosistemas.” Véase P. Diamandis, “Ray Kurzweil’s mind-boggling predictions for the next 25 years,” Singularity Hub (enero de 2015), https://singularityhub.com/2015/01/26/ray-kurzweils-mind-boggling-predictions-for-the-next-25-years/. Obviamente, si tales predicciones se materializaran, en solo unos años nadie tendría que escribir libros sobre agricultura, alimentación, salud o medicina, ni sobre cómo funciona realmente el mundo: los nanobots se encargarían de todo.
4. Julian Simon, de la Universidad de Maryland, fue uno de los cornucopianos más influyentes de las dos últimas décadas del siglo XX. Sus obras más citadas son: The Ultimate Resource (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1981) y J. L. Simon y H. Kahn, The Resourceful Earth (Oxford: Basil Blackwell, 1984).
5. Vehículos eléctricos: Bloomberg NEF, Electric Vehicle Outlook 2019, https://about.bnef.com/electric-vehicle-outlook/#toc-download. Carbono en la UE: UE, “2050 long-term strategy,” https://ec.europa.eu/clima/policies/strategies/2050_en. Información global en 2025: D. Reinsel et al., The Digitization of the World From Edge to Core (noviembre de 2018), https://www.seagate.com/files/www-content/our-story/trends/files/idc-seagate-dataage-whitepaper.pdf. Tráfico aéreo global en 2037: “IATA Forecast Predicts 8.2 billion Air Travelers in 2037” (octubre de 2018), https://www.iata.org/en/pressroom/pr/2018-10-24-02/.
6. Véanse las trayectorias nacionales de fertilidad a largo plazo en el Data Bank del Banco Mundial: https://data.worldbank.org/indicator/SP.DYN.TFRT.IN.
7. Naciones Unidas, World Population Prospects 2019, https://population.un.org/wpp/Download/Standard/Population/.
8. Los vehículos eléctricos atrajeron una enorme atención, así como expectativas tremendamente exageradas, durante la segunda década del siglo XXI. En 2017 incluso se podía leer esto en Financial Post: “Todos los vehículos de combustibles fósiles desaparecerán en 8 años en una ‘doble espiral de muerte’ para las grandes petroleras y las grandes automotrices, según un estudio que está conmocionando a las industrias.” Lo que debería haber sido impactante era la absoluta falta de comprensión técnica que llevó a esa ridícula afirmación. Con aproximadamente 1.2 mil millones de automóviles de combustión interna en circulación a principios de 2020, ¡su desaparición en los siguientes cinco años habría sido todo un acto de magia!
9. Aún no está claro cuándo los vehículos eléctricos a batería y los convencionales alcanzarán la paridad en costos a lo largo de su vida útil, pero incluso cuando lo hagan, algunos compradores podrían seguir valorando más el costo inicial que cualquier ahorro futuro: MIT Energy Initiative, Insights into Future Mobility (Cambridge, MA: MIT Energy Initiative, 2019), http://energy.mit.edu/insightsintofuturemobility.
10. Para datos recientes de ventas y previsiones a largo plazo sobre la adopción de vehículos eléctricos, véase InsideEVs, https://insideevs.com/news/343998/monthly-plug-in-ev-sales-scorecard/; J.P. Morgan Asset Management, Energy Outlook 2018: Pascal’s Wager (New York: J.P. Morgan, 2018), pp. 10–15.
11. Bloomberg NEF, Electric Vehicle Outlook 2019.
12. Michel de Nostredame publicó sus profecías en 1555, y los verdaderos creyentes las han estado leyendo e interpretando desde entonces. En cuanto al formato, ahora tienen opciones que van desde facsímiles encuadernados y costosos hasta copias en Kindle.
13. H. Von Foerster et al., “Doomsday: Friday, 13 November, A.D. 2026,” Science 132 (1960), pp. 1291–1295.
14. P. Ehrlich, The Population Bomb (Nueva York: Ballantine Books, 1968), p. xi; R. L. Heilbroner, An Inquiry into the Human Prospect (Nueva York: W. W. Norton, 1975), p. 154.
15. Calculado a partir de datos de Naciones Unidas, World Population Prospects 2019.
16. Asumiendo la proyección mediana de Naciones Unidas, World Population Prospects 2019.
17. V. Smil, “Peak oil: A catastrophist cult and complex realities,” World Watch 19 (2006), pp. 22–24; V. Smil, “Peak oil: A retrospective,” IEES Spectrum (mayo de 2020), pp. 202–221.
18. R. C. Duncan, “The Olduvai theory: Sliding towards the post-industrial age” (1996), http://dieoff.org/page125.
19. Para datos sobre desnutrición, véanse los informes anuales de la FAO. La versión más reciente es: The State of Food Security and Nutrition, http://www.fao.org/3/ca5162en/ca5162en.pdf. Para suministros alimentarios, véase: http://www.fao.org/faostat/en/#data/FBS.
20. Calculado a partir de http://www.fao.org/faostat/en/#data/.
21. Datos de British Petroleum, Statistical Review of World Energy.
22. Datos de S. Krikorian, “Preliminary nuclear power facts and figures for 2019,” International Atomic Energy Agency (enero de 2020), https://www.iaea.org/newscenter/news/preliminary-nuclear-power-facts-and-figures-for-2019.
23. M. B. Schiffer, Spectacular Flops: Game-Changing Technologies That Failed (Clinton Corners, NY: Eliot Werner Publications, 2019), pp. 157–175.
24. S. Kaufman, Project Plowshare: The Peaceful Use of Nuclear Explosives in Cold War America (Ithaca, NY: Cornell University Press, 2013); A. C. Noble, “The Wagon Wheel Project,” WyoHistory (noviembre de 2014), http://www.wyohistory.org/essays/wagon-wheel-project.
25. Sobre la reducción del nicho climático: C. Xu et al., “Future of the human climate niche,” Proceedings of the National Academy of Sciences 117/21 (2010), pp. 11350–11355. Migraciones: A. Lustgarten, “How climate migration will reshape America,” The New York Times (20 de diciembre de 2020). Descenso de ingresos: M. Burke et al., “Global non-linear effect of temperature on economic production,” Nature 527 (2015), pp. 235–239. Profecía de Thunberg: A. Doyle, “Thunberg says only ‘eight years left’ to avert 1.5°C warming,” Climate Change News (enero de 2020), https://www.climatechangenews.com/2020/01/21/thunberg-says-eight-years-left-avert-1-5c-warming/.
26. Esta predilección por las profecías catastróficas quizá se explique mejor por el sesgo de negatividad humano: D. Kahneman, Thinking Fast and Slow (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2011); Naciones Unidas, “Only 11 years left to prevent irreversible damage from climate change, speakers warn during General Assembly high-level meeting” (marzo de 2019), https://www.un.org/press/en/2019/ga12131.doc.htm; P. J. Spielmann, “U.N. predicts disaster if global warming not checked,” AP News (junio de 1989), https://apnews.com/bd45c372caf118ec99964ea547880cd0.
27. FII Institute, A Sustainable Future is Within Our Grasp, https://fii-institute.org/en/downloads/FIII_Impact_Sustainability_2020.pdf; J. M. Greer, Apocalypse Not! (Hoboken, NJ: Viva Editions, 2011); M. Shellenberger, Apocalypse Never: Why Environmental Alarmism Hurts Us All (Nueva York: Harper, 2020).
28. V. Smil, “Perils of long-range energy forecasting: Reflections on looking far ahead,” Technological Forecasting and Social Change 65 (2000), pp. 251–264.
29. Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Yield Gap Analysis of Field Crops: Methods and Case Studies (Roma: FAO, 2015).
30. El agua constituye más del 95% de sus tejidos y no contienen, o contienen cantidades insignificantes, de los dos macronutrientes esenciales: proteínas dietéticas y lípidos.
31. Sus costos materiales (acero, plásticos, vidrio) y energéticos (calefacción, iluminación, aire acondicionado) serían verdaderamente astronómicos.
32. Para los costos energéticos de los materiales, véase Smil, Making the Modern World. Para los costos energéticos mínimos del acero, véase J. R. Fruehan et al., Theoretical Minimum Energies to Produce Steel for Selected Conditions (Columbia, MD: Energetics, 2000).
33. FAO, “Fertilizers by nutrient” (consultado en 2020), http://www.fao.org/faostat/en/#data/RFN.
34. Datos de Smil, Energy Transitions.
35. Cálculo basado en datos de British Petroleum, Statistical Review of World Energy.
36. Para una visión de las fascinantes discusiones sobre los errores de categoría, véase O. Magidor, Category Mistakes (Oxford: Oxford University Press, 2013); W. Kastainer, “Genealogy of a category mistake: A critical intellectual history of the cultural trauma metaphor,” Rethinking History 8 (2004), pp. 193–221.
37. Para los orígenes de estos inventos fundamentales, véase Smil, Transforming the Twentieth Century.
38. Smil, Prime Movers of Globalization.
39. A. Engler, “A guide to healthy skepticism of artificial intelligence and coronavirus” (Washington, DC: Brookings Institution, 2020).
40. “CRISPR: Your guide to the gene editing revolution,” New Scientist, https://www.newscientist.com/round-up/crispr-gene-editing/.
41. Y. N. Harari, Homo Deus (New York: Harper, 2018); D. Berlinski, “Godzooks,” Inference 3/4 (febrero 2018).
42. E. Trognotti, “Lessons from the history of quarantine, from plague to influenza,” Emerging Infectious Diseases 19 (2013), pp. 254–259.
43. S. Crawford, “The Next Generation of Wireless—‘5G’—Is All Hype,” Wired (agosto 2016), https://www.wired.com/2016/08/the-next-generation-of-wireless-5g-is-all-hype/.
44. “Lack of medical supplies ‘a national shame,’” BBC News (marzo 2020); L. Lee y K. N. Das, “Virus fight at risk as world’s medical glove capital struggles with lockdown,” Reuters (marzo 2020); L. Peek, “Trump must cut our dependence on Chinese drugs—whatever it takes,” The Hill (marzo 2020).
45. El costo final de la pandemia de 2020 no se conocerá durante años, pero no hay duda de su magnitud: muchos billones de dólares. En 2019, el producto económico global rondaba los 90 billones de dólares, por lo que basta una disminución de apenas unos pocos puntos porcentuales para que el costo alcance cifras billonarias.
46. Sin embargo, no podemos hacer un juicio definitivo hasta contar con una evaluación retrospectiva mundial del impacto de la pandemia.
47. J. K. Taubenberger et al., “The 1918 influenza pandemic: 100 years of questions answered and unanswered,” Science Translational Medicine 11/502 (julio 2019), eaau5485; Morens et al., “Predominant role of bacterial pneumonia as a cause of death in pandemic influenza: Implications for pandemic influenza preparedness,” Journal of Infectious Disease 198 (2008), pp. 962–970.
48. “The 2008 financial crisis explained,” History Extra (2020), https://www.historyextra.com/period/modern/financial-crisis-crash-explained-facts-causes/.
49. Los cruceros más grandes del mundo ahora pueden albergar más de 6.000 pasajeros, con una tripulación que representa entre el 30 y el 35% adicional. Marine Insight, “Top 10 Largest Cruise Ships in 2020,” https://www.marineinsight.com/know-more/top-10-largest-cruise-ships-2017/.
50. R. L. Zijdeman y F. R. de Silva, “Life expectancy since 1820,” en J. L. van Zanden et al., eds., How Was Life? Global Well-Being since 1820 (París: OECD, 2014), pp. 101–116.
51. Estas tasas de mortalidad en exceso pueden consultarse en sitios web actualizados regularmente por el European Mortality Monitoring (https://www.euromomo.eu/) para los países de la UE, y por los Centers for Disease Control (https://www.cdc.gov/nchs/nvss/vsrr/covid19/excess_deaths.htm) para EE.UU.
52. Proyecciones demográficas detalladas por edades para todos los países y regiones del mundo están disponibles en: https://population.un.org/wpp/Download/Standard/Population/.
53. American Cancer Society, “Survival Rates for Childhood Leukemias,” https://www.cancer.org/cancer/leukemia-in-children/detection-diagnosis-staging/survival-rates.html.
54. US Department of Defense, Narrative Summaries of Accidents Involving U.S. Nuclear Weapons 1950–1980 (1980), https://nsarchive.files.wordpress.com/2010/04/635.pdf; S. Shuster, “Stanislav Petrov, the Russian officer who averted a nuclear war, feared history repeating itself,” Time (19 de septiembre de 2017).
55. El informe más detallado del desastre (incluyendo cinco volúmenes técnicos) es: International Atomic Energy Agency, The Fukushima Daiichi Accident (Viena: IAEA, 2015). El National Diet of Japan publicó su informe oficial: The Official Report of the Fukushima Nuclear Accident Independent Investigation Commission, https://www.nirs.org/wp-content/uploads/fukushima/naiic_report.pdf.
56. Para los anuncios oficiales de Boeing, véase 737 MAX updates en https://www.boeing.com/737-max-updates/en-ca/737MAX. Para evaluaciones críticas, entre muchas otras: D. Campbell, “Redline,” The Verge (mayo de 2019); D. Campbell, “The ancient computers on Boeing 737 MAX are holding up a fix,” The Verge (abril de 2020).
57. En 2018, las emisiones globales de CO₂ se distribuyeron de la siguiente manera: el mayor emisor (China) con cerca del 30 %; los dos primeros (China y EE.UU.) con un poco más del 43 %; los cinco primeros (China, EE.UU., India, Rusia y Japón) con el 51 %; y los diez primeros (incluyendo Alemania, Irán, Corea del Sur, Arabia Saudita y Canadá) con casi exactamente dos tercios: Olivier y Peters, Global CO₂ emissions from fossil fuel use and cement production per country, 1970–2018.
58. Esta necesidad de un compromiso a muy largo plazo disminuye aún más la probabilidad de que actores tan dispares como China y EE.UU. o India y Arabia Saudita acuerden un enfoque aceptable y duradero para proceder.
59. La evaluación clásica de Ramsey es inequívoca: “Se asume que no descontamos los placeres futuros en comparación con los presentes, una práctica que es éticamente indefendible y que surge meramente de la debilidad de la imaginación.” F. P. Ramsey, “A mathematical theory of saving,” The Economic Journal 38 (1928), p. 543. Por supuesto, esta postura intransigente es bastante poco práctica.
60. C. Tebaldi y P. Friedlingstein, “Delayed detection of climate mitigation benefits due to climate inertia and variability,” Proceedings of the National Academy of Sciences 110 (2013), pp. 17229–17234; J. Marotzke, “Quantifying the irreducible uncertainty in near-term climate projections,” Wiley Interdisciplinary Review: Climate Change 10 (2018), pp. 1–12; B. H. Samset et al., “Delayed emergence of a global temperature response after emission mitigation,” Nature Communications 11 (2020), artículo 3261.
61. P. T. Brown et al., “Break-even year: a concept for understanding intergenerational trade-offs in climate change mitigation policy,” Environmental Research Communications 2 (2020), 095002. Utilizando el mismo modelo, Ken Caldeira calculó la tasa interna de retorno de la inversión en mitigación, aumentando (según lo establecido por muchos objetivos nacionales recientes) hasta alcanzar cero emisiones de carbono en 2050, y la fecha de inicio del retorno positivo (cuando los daños climáticos evitados superan los costos de mitigación): la tasa es de aproximadamente un 2,7 % y el retorno positivo no se produciría hasta principios del próximo siglo.
62. Proyección alta: United Nations, World Population Prospects 2019. Proyección baja: S. E. Vollset et al., “Fertility, mortality, migration, and population scenarios for 195 countries and territories from 2017 to 2100: a forecasting analysis for the Global Burden of Disease Study,” The Lancet (14 de julio de 2020).
Sobre el autor:
Vaclav Smil es Profesor Distinguido Emérito en la Universidad de Manitoba. Es autor de más de cuarenta libros sobre temas como la energía, el cambio ambiental y demográfico, la producción de alimentos y la nutrición, la innovación técnica, la evaluación de riesgos y las políticas públicas. Su obra más reciente para Penguin, Numbers Don’t Lie, se publicó en más de veinte idiomas. Ningún otro científico vivo ha tenido más libros (sobre una amplia variedad de temas) reseñados en la prestigiosa revista científica Nature. Miembro de la Real Sociedad de Canadá, en 2010 fue reconocido por Foreign Policy como uno de los 100 pensadores globales más influyentes.
* Artículo original: “Understanding the Future: Between Apocalypse and Singularity”. Capítulo del libro ‘How The World Really Works. A Scientist’s Guide to Our Past, Present and Future’. Traducción: ‘Hypermedia Magazine’.
Los cuatro pilares de la civilización moderna
Por Vaclav Smil
“Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.