‘Blues’ de Mary

Dicen las distintas bibliografías que Mary T. Smith fue la tercera de trece hijos de un parcelero del sur de Misisipi. Que nació en 1904 con problemas de audición y del habla, y que apenas estudió hasta al quinto de primaria. Dicen que se casó dos veces y que su único hijo fue de una posterior unión sin formalizar. Dicen, también, que trabajó de jardinera y empleada doméstica en casas de blancos, hasta que se jubilara en la década de 1970, y que fue al poco tiempo, con casi 70 años, que repentinamente empezara a pintar, a intervenir el espacio exterior de su vivienda de cerca de un acre.

Veo en las fotos de archivos a una mujer empoderada, valiente, negra, pobre de recursos, pero con una personalidad y una fuerza interior que no pagan millones. Veo en su sonrisa la satisfacción de quien se ha encontrado a sí misma. Y me remito a aquel día en que Mary decidiera ponerse a pintar, a convertir su jardín en un entorno artístico, a arrastrar planchas de metal corrugado y maderas del basurero cercano para elaborar sus piezas. A soltar fuera las emociones contenidas de toda una vida sin apenas escuchar sonidos, ni poderse pronunciar.

Sus piezas eran un estallido sonoro, una canción desgarradora que, en vez de revelar dolores, traían la calidez del agradecimiento, la humildad de la entrega incondicional, la narración de otra historia de racismo y marginalidad social, su historia.




De ahí que las obras de Mary deban primero ser escuchadas, desde la vibración que cada una delata por individual, sin dejar de comprender el torrente de notas que el conjunto a coro impone. Luego sentirlas, a partir del impacto visual de sus producciones de apariencia ingenua, que se sustentan en la síntesis de elementos puros, básicos, salidos de la sencillez de un pensamiento abstracto, de un lenguaje pictórico discordante, donde la improvisación marca el ritmo. No hay exigencias ni luchas de la artista, hay fluidez en un proceso de escape natural que responde al impulso por compartir su universo, de extrapolarlo más allá de sus limitaciones, mediante un ejercicio de comunicación visual.

En sus pinturas, el color se impone en una constante cromática que se mueve de dos a cuatro; y esta vez el compás lo marca la saturación, que se refuerza sobre las ásperas superficies en composiciones donde figura y fondo coexisten en un mismo plano. Las figuras, en el caso de representaciones de sujetos, por lo general aparecen en posiciones frontales: los rostros muestran similitudes morfológicas y son los retratos de vecinos, amigos, familiares, de Jesús (en quien creía), e incluso de la propia artista. En cambio, los animales los pintaba ladeados, con una singular gracia que delataba el carácter autodidacta de la artista, tras la torpeza de la imagen y su desproporción.

La ausencia del dominio del dibujo se hacía notar en los esbozos a golpe de gruesas pinceladas, así como en las texturas de los fondos a brochazos desordenados que mostraban la espontaneidad de la artista. El gesto pictórico se impone ante la propuesta fresca que, ajena a pretensiones, define una línea personal. En tanto, lo grotesco asoma entre rasgos primitivos que se complejizan con los juegos de diseños, hasta llegar a esa belleza otra, concisa, humana.




Llaman la atención los ensamblajes y esculturas que elaboraba con materiales de desecho, personalizados con representaciones que podían adoptar escalas naturales.  Además de la construcción de muebles rústicos para el jardín, e incluso de una especie de estudio abierto, fabricado con tablones de madera, que se integraba como otra pieza dentro de aquel entorno artístico, y donde exhibía y comentaba sus pinturas a los visitantes.

Mary se desahogaba en un acto de libre manifestación y se definía desde la independencia de la madre que llevaba con orgullo el peso de su techo. Cuánta osadía encerraba esa pulsión que la llevó a cubrir el cercado de madera con paneles de pinturas, visibles a lo lejos en la carretera, hasta diferenciar notablemente su casa del resto del vecindario de Hazlehurst. Si hasta entonces su voz no se había escuchado, este era el momento de entonarla, de hacerse escuchar.

Y la letra para cantarla poco importaba, sino el feeling: Mary escribía frases en los exteriores del patio o las incorporaba a las pinturas. Eran palabras sueltas, en ocasiones incomprensibles a los demás. Algunas se referían a sus creencias cristianas, a esa presencia que sentía dentro y en todas partes, con la que dialogaba a través de una grafía disconforme, infantil, desde un alfabeto íntimo. Los textos, también acompañados de fechas y números, reforzaban el carácter autobiográfico de sus producciones, que evidenciaban la actitud irreverente de la artista, en contrapartida a la estandarización impuesta por los modelos sociales, condicionados por la exclusión y las desigualdades de género, raciales y económicas.




Dicen las fuentes que en 1985 Mary sufrió un derrame cerebral que le imposibilitó continuar su ritmo habitual; el volumen de sus obras fue disminuyendo hasta que dejó de pintar. Dicen, también, que murió en 1995, a la edad de 91años, luego de entregarse a uno de los entornos artísticos más impactantes del área del Misisipi. Sin embargo, las autoridades locales no manifestaron interés alguno en su conservación al sostener que carecía de valor cultural, lo reducían a un espacio generado por una artista excéntrica y quedó condenado a desaparecer. Mientras, paradójicamente, sus obras comenzaban a integrar las colecciones de prestigiosos museos como el MET (NY), el MoMA (NY), Smithsonian American Art Museum (Washigton), American Folk Art Museum (Manhattan) y el Museum of Fine Art (Houston), entre otros tantos.[1]

De esta breve reseña, me quedo con la imagen de la mujer liberada de convencionalismos a través del arte; la Mary sonriendo en el patio, con aquellos vestidos que, dicen, dedicaba a sus músicos preferidos y que solía llevar a contraste con las pinturas; tarareando bajito, durante el preciso instante de reafirmación, en que por fin se escuchaba su blues.


© Imagen de portada: Foto Willem Volkersz. Cortesía SPACES–Saving and Preserving Arts and Cultural Environments.


Nota:
[1] Fuentes consultadas: catálogo de la muestra Mary T. Smith Mississippi Shouting, Galería Christian Berst (París, octubre – noviembre, 2021), con textos de William Arnett y Daniel Soutif; artículo de Jay Wehnert para spacesarchives.com; y el ensayo de Edward M. Gómez, The bold, blessed paintings of a sharecropper´s daughter (8 de junio, 2019), en hyperallergic.com.




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Pía, la musa de los atollos

Yaysis Ojeda Becerra

Tuve épocas sin dormir con mi esposo y separada de mis hijos, porque me daba miedo hacerles daño. ¿Y si los mataba con esa corriente? A cada rato sigo sintiendo los fuetazos, pero trato de controlarlos con la pintura, que me calma”.






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