¿Qué es La valija? La valija, galería ambulante es un proyecto de vagabundeo artístico-brut-insólito que aspira a llegar donde solo ella me lleve.
Es una pieza de equipaje con una camiseta, un pantalón, dos pares de ropa interior y un cepillo de dientes. Es un pequeño taller con algunos poscas, una caja de crayola, bolígrafos Bic, papel y cachivaches recogidos aquí y allá.
Es una pequeña galería que despliega sus brazos en las calles que recorremos, en busca del encuentro y de un discreto capital de sobrevivencia.
Es horas de pulgares extendidos al costado de las carreteras de Europa y una serie de eventos imprevistos.
Es marcharse sin un euro en el bolsillo y volver cargado de historias y recuerdos.
La valija provoca una desafortunada tendencia al antropomorfismo. Escribe nuevos sueños al ritmo que los realiza. Ella es un poco musa, y a la vez maldita, al escaparse del campo visual de mi lente.
La valija hace que la gente viaje a través de la imaginación. Le gusta jugar al arte, a la vida. Sí, más o menos es eso, pero no solo…
Gaillac, jueves 10 de febrero de 2022
Ha pasado un mes desde que La valija y yo regresamos de nuestras diez semanas de andanzas ibéricas. Un mes para recuperar fuerzas tras afrontar el hambre, el frío y la soledad. Un mes para encontrar a mis seres queridos, contar nuestras aventuras y ver a muchos conocidos en las calles de la ciudad donde crecí: “Ah, ¿has vuelto? ¿Y qué tal el viaje?”. A lo que respondía: “¡Sin aliento! ¡Definitivamente interminable! ¡Pero siempre desde lo insólito y con nuevos descubrimientos, cada uno más fantástico que el otro!”.
Acabo de volver de una etapa de vagar por España y Portugal que sin dudas ha sido el viaje más agotador que he tenido por razones obvias: las dificultades de hacer autostop en España (aunque ya me lo habían advertido), en una estación del año poco favorable para encuentros inesperados (acostumbro a viajar en primavera y verano), además de mi poco dominio del lenguaje español (y no hablo portugués), en un contexto de salud que no favorecía la interacción, entre otros cuestionamientos que me aportó.
Luego, habían pasado más de siete años desde mi primer viaje con La valija; o sea, casi veinticinco meses en las carreteras de dieciocho países europeos. ¿Quizás el peso de la edad empezaba a fallarme? ¿Quizás el intrépido joven viajero de hoy se parece más a un viejo vagabundo perdido? ¿Quizás he perdido un poco el entusiasmo que hasta entonces me permitía sortear las dificultades? Pero mejor volvamos a la historia de La valija en sus inicios, necesito volver a ella y compartirla.
Llevar La valija a donde solo La valija me lleve
De abril a noviembre de 2014: Objetivo Laponia
Mi vida dio un giro divertido en la primavera de 2014, exactamente el 24 de mayo, víspera del Día de la Madre. ¡Hijo indigno! Una razón: la maleta vieja encontrada en el ático de mis padres.
Fue durante un contexto de cuestionamiento existencial, de una posible crisis de los treinta, cuando se configura el proyecto La valija, galería ambulante. El luto de mi gran amigo, una ruptura amorosa y la obtención del título de educador que me preocupó tanto como me complació, me llevaron hasta una premonitoria hospitalización en la unidad Benjamín Pailhas[1] del Bon Sauveur d´Alby.
¿Benjamín Pailhas? ¿Acaso se trataba de una primera señal? Durante estas semanas de hospitalización, la psicóloga de la unidad me dijo un día en tono acusatorio: “Su problema, señor Philibert, es que anda usted errante”. Pero este síntoma era muy bueno. ¡Deambular es hermoso! Tal vez no me daba cuenta en ese momento, de lo que estaba diciendo la señora B, ya que mi renacimiento vendrá de ahí, de vagar en el sentido más literal del término. Siempre pensé que era más favorable trabajar en el acercamiento a los síntomas y no en su supresión, por lo que me apliqué los humildes preceptos que había desarrollado durante mi formación como educador y mis experiencias en psiquiatría.
A menudo explico que la idea de La valija nació estando un poco al límite: con el culo clavado en el sofá, entre una pila de latas de 8.6 y un cenicero rebosante, vi aparecer al niño soñador que era. Me miraba con despecho, para lanzarme un comentario triste y desilusionado: “¿Crees que nos pareceremos?, ¿qué te pareces a nuestros sueños de la infancia?”. Este mocoso que era yo, volvió para patearme el trasero y obligarme a hacer algo diferente, algo que correspondía a lo que él esperaba mejor de su futuro, de sus sueños. Con ojos sudorosos, recuerdo el cambio que ocurrió desde entonces y puedo afirmar que cuando este niño regresa a verme hoy su mirada ha cambiado, siento ahora su complicidad, teñida de satisfacción y orgullo por lo que La valija hizo con su vida en los últimos siete años. Y este sentimiento es el más precioso que La valija podría darme.
Pude haber divertido a algunos, y preocupado a otros, cuando en enero de 2014, anuncié a mi familia que iba a intentar ir a Laponia haciendo autostop sin un euro en el bolsillo, solo con una maleta como galería y los pequeños cuadros que iría garabateando por el camino para ganar unos céntimos y conocer gente, cambiaría mi arte por comida o un sofá para pasar la noche. Nadie parecía creerlo, e incluso comenzaron a apostar: “Conociéndolo, ¡Llegará a Lyon y volverá el próximo fin de semana sin maleta y con una gran resaca!”.
Dijeran lo que dijeran, La valija y yo nos entendíamos bien, y el 24 de mayo me dejaron, maleta en mano, en la rotonda de Sainte-Cécile d’Avès para estirar el pulgar en dirección a Montauban. Rápidamente, un coche se detuvo:
—Buenos días señor. ¿Adónde va?
—Eh… ¡a Laponia!
Francia, y luego Bélgica, Alemania, Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia, los Estados Bálticos, Polonia. Incluso superé mis expectativas al pasar tres semanas irreales en un punto focal insospechado, descubierto durante nuestra travesía por las Islas Lofoten: Svalbard (latitud 79°), el reino de los osos blindados,[2] tierra de la reserva mundial de semillas, donde fui capaz de pasear por el escalofriante y gélido pueblo fantasma más septentrional del mundo, Pyramiden.
Volví de esos casi siete meses de arte-venturas, con una nueva percepción del tiempo y del espacio, de mi cuerpo, del consumo, de las relaciones humanas, y de la comida. Junto a La valija, una simple manzana resultaba mucho más sabrosa que la lasaña de mi madre (y Dios sabe lo sabrosa que es). Sí, Sr. Bouvier, como bien dijo usted, con La valija aprendí cómo “la privación de lo necesario estimula el apetito por lo esencial”.[3] La valija, esta miseria, me permitía un sentimiento de extrema libertad y me empujaba a afrontar las dificultades con determinación, llevado por la certeza de los felices encuentros que vendrían a alcanzarnos.
A menudo comento la sensación de cuando crucé Dinamarca, me sentí como Edward Bloom en Big Fish, yendo de las oscuras arboledas de Christiania a las espléndidas dunas de Skagen, pasando unos días de jardinería en una granja sublime con un techo extravagante en Odense, o por la controvertida comunidad de Tvind en Ulfborg donde los automovilistas me aconsejaron no ir: “¡No vayas allí, es una secta!”.
Aprendí a no decir “no”, a dejarme llevar por lo inesperado, a saborear el deambular y su carga de nuevas experiencias, a conocer más gente en un día que en un mes quedándome en casa. Desde estas primeras semanas escandinavas, La valijame reveló todo un mundo de diversidad, la riqueza que era capaz de aportar a mi vida. Me sorprendía la facilidad con la que se organizaban los encuentros. Era objeto de muchas comparaciones: en el mejor de los casos Jack Kerouac, en el peor Beijing Express (imagínense, no estaba en China y menos tenía prisa), y muchas veces, con más razón, me comparaban con las series: Me iré a dormir a tu casa [4] o Nus et Culottés.[5]
Suelo explicar que, a diferencia de estos tres fanáticos, no tengo el temperamento, la audacia de acercarme a la gente para ir a sus casas sin ser invitado. En cambio, tengo el arte y a mi preciada maleta, que una vez desplegada hace el trabajo por mí, atrayendo a los transeúntes sin que yo tenga que convencerlos. No elijo a los anfitriones ni a las personas con las que me encuentro, ellos nos eligen, eligen a La valija.
Recuerdo conocer a un niño de 9 años en el pueblo de Bodo en Noruega, cuando vendía mis cuadros para tomar un ferry a las Islas Lofoten, a quien le expliqué: “Desde que tengo tu edad, sueño con ir a Laponia. Realmente no tenía los medios, y preferí confiar la responsabilidad de realizar mis sueños al arte, en lugar de al dinero. El dinero ya tiene suficiente poder, para además confiarle el poder de realizar mis sueños”. Esos que se iban haciendo realidad.
La valija, unos meses antes, era una probable performance artística, el intento de vivir una experiencia humana, una posible búsqueda de identidad (admitámoslo), que se convirtió para mí en la posibilidad de vivir de otra manera, en una máquina de realizar sueños mientras ella escribía otros. Entre estos sueños, y junto a La valija, valiente creadora de lo inesperado, pude realizar el sueño de toda una vida, que mis últimos años de remordimientos y cavilaciones habían transformado en resignación. Si a mi regreso a Francia narré con pasión y emoción las historias de nuestras andanzas, también anuncié una noticia increíble: “¡Me iba a vivir a Riga, iba a ser papá!”. ¡Cuándo les digo que esta maleta me había cambiado la vida!
De marzo a diciembre de 2017: el insólito tour por Francia
Habían pasado dieciocho meses desde el final de nuestro primer viaje, y La valija decide dejar su largo descanso para emprender un nuevo viaje: un recorrido por la Francia de lo insólito.
Era una idea que había estado en mi cabeza desde mi visita al Musée des Arts Buissonnier en Saint-Sever-du-Moustier y el descubrimiento de sus Construcciones insólitas que ya tenían más de diez años. Y de donde regresé con un libro que seguí hojeando y mostrando a mis seres queridos con fascinación. Se trataba de Mundos fantásticos de John Maizels y Deidi von Schaewen. Siempre disfrutaba escaparme pasando las páginas, de una construcción insólita a otra, del Museo Robert Tatin al Rock Garden de Nek Chand. Vinculaba cada sitio francés presente en el libro, a la fuerza del pulgar y de La valija. Me parecía una manera de añadir una pizca de magia a la receta feliz que experimentaba con La valija.
La primera etapa de los preparativos consistió en localizar, mediante pegatinas multicolores y numeradas, pegadas en un mapa de Francia, los veinte lugares insólitos enumerados en el libro. Fue cuando vi el comienzo de un itinerario que tomó forma entre el Palacio Ideal del cartero Cheval, la Catedral de Jean Linard, La maison de celle-qui-peint de Danielle Jacqui y muchos otros horizontes igualmente encantadores. Completé el mapa investigando y cayendo para mi deleite en el blog Les Grigris de Sophie, mina del arte imprescindible que daba una nueva dimensión al viaje que se avecinaba, al permitir decorar mi mapa con más de cien pegatinas adicionales, que señalaban otras tantas construcciones insólitas menos famosas, jardines de esculturas, estudios de artistas y otros museos, como objetivos que guiarían y alimentarían nuestros andares y las nuevas historias que La valija aspiraba a escribir. La realización de este mapa era ya un primer viaje.
La valija, para mi deleite, me había llevado a Sophie y John Maizels, a quienes pude expresar mi gratitud. Gracias de nuevo a ellos. En cambio, el art brut, en vísperas de estos viajes, seguía siendo para mí un concepto vago o incluso desconocido. Lo que me llevó por encima de todo fue la naturaleza inusual, fantástica, a menudo espectacular de estos lugares. Fue mientras preparaba el itinerario, en gran parte gracias a Sophie, que me familiaricé con este término.
Desde la misma rotonda del primer viaje, cerca de Gaillac, La valija y yo partimos de nuevo con los pulgares arriba. Dejamos mi Tarn natal hacia el Aude, luego a la costa mediterránea, subimos hacia el Drome… hasta cruzar Francia a lo largo y ancho durante casi ocho meses. La ruta iba tomando forma día a día, con las pegatinas multicolores que conectaba al marcador negro, a medida que avanzábamos. La sorpresa siempre estaba ahí, deliciosamente sabrosa. Descubrimos tantos creadores como enfoques artísticos, y tantas razones para crear. A veces encontrábamos sitios abandonados y tuvimos el inmenso placer de alojarnos en residencias increíbles como la Villa Verveine de Caroline Dahyot, la Maison Couleur du Temps de Chop o Gorodka de Pierre Shasmoukine.
Nuevamente se alargó el plazo del viaje y lo di por terminado ocho meses después. La experiencia fue inolvidable: de vagabundo, aventurero del arte, me convertí en el héroe de un cuento de hadas, atravesando la Francia, con la fuerza de mi pulgar y La valija, para descubrir nuevos lugares, cada uno más deslumbrante que el anterior. Habiendo así multiplicado los encuentros más singulares, las situaciones más incongruentes. El final de un viaje que ofrecía tantas perspectivas de horizontes aún por explorar, y de historias por escribir. El nuevo sueño de La valija era viajar a través de los sueños de los demás.
Y fue que… La Valise + L’Art Brut = Indiana Jones + Alicia en el País de las Maravillas = ♥
La valija transformaba el viaje en aventura, mientras el art brut transformaba la aventura en un cuento de hadas.
Han pasado cuatro años desde el final de nuestra gira por Francia. Cuatro años durante los cuales hice malabares entre tres vidas: educador, papá feliz, y acaparador compulsivo de vinilos en Riga y vagabundo-garabateador-explorador de lo insólito.
Así, en busca del art brut y de lo inusual, hemos viajado y explorado los Estados Bálticos y Finlandia, Gran Bretaña e Islandia y, más recientemente, España y Portugal.
Lo insólito, este tema de exploración, se había convertido en el pulmón de La valija, que nos guiaba entre ciudades, o pueblos remotos donde seguramente nunca habría puesto un pie. Cada sitio se convertía en la recompensa de horas de espera con el pulgar hacia arriba al costado del camino, de noches incómodas por el frío y caminatas interminables cargando el peso de La valija con la fuerza de un brazo, y luego con el otro.
Cada sitio se convertía, sobre todo, en el medio para satisfacer una necesidad a la que La valija siempre había aspirado: el encuentro con lo diferente. Era precisamente esta expresión artística la que necesita La valija, un arte antinstitucional, no convencional, marginal, a través del cual se expresara a veces la excentricidad, la singularidad, y otras la humildad y la sencillez de los seres, esos que Clovis Prévost bautizó como los “constructores de la imaginación”, un auténtico arte, instintivo, que nacía de las entrañas, movido por una epidérmica necesidad de crear.
No podría haber imaginado un tema mejor para lograr lo que aspiraba, porque detrás de cada lugar insólito se escondía un personaje, una historia que era tantos encuentros como anécdotas con las que La valija se llenaba a lo largo de kilómetros. Esta maleta me llevó a conocer a aquellos que eran descritos por algunos como iluminados, brujos, realizadores de los sueños más salvajes. Admiro y debo una inmensa gratitud a todos estos supuestos inadaptados, que la gente a veces trataba de disuadirme de ir a conocer.
No soy un teórico del arte y no he tenido educación artística. No descubrí el art brut en los libros sino donde nace y brilla, en las casas, las galerías, los jardines, con sus creadores, sus actores, sus coleccionistas, encontrándonos con artistas y aficionados. No soy periodista, ni tampoco turista. Soy un artista con inclinaciones de vagabundo, que llegaba a los sitios la mayor parte del tiempo por sorpresa, a menudo sudoroso y exhausto. Despertando en muchos casos la curiosidad de aquellos hacia los que me dirigía con admiración y determinación.
Una de las riquezas de La valija radicaba en esa curiosidad recíproca hacia nuestros respectivos procedimientos. Los artistas a menudo sentían tanta curiosidad por saber más sobre La valija como yo sobre su creaciones e historias, lo que daba mayor profundidad a los intercambios.
Al tematizar nuestros andares de esta manera, a través del encuentro, comencé a cambiar mi visión de La valija. El artista lituano Vytenis Jakas me lo hizo notar cuando visité su galería urbana Kiemo Galerija en Kaunas y me dijo con gratitud: “¡Me encanta tu estilo de vida!». En ese momento estaba solo en mi tercer viaje, decidido a recorrer tantos kilómetros como La valija me permitiera y a continuar descubriendo, explorando, conociendo lo inusual y sus creadores. Fue entonces que me di cuenta que La valija se había convertido en un estilo de vida, mi estilo de vida; y el Thomas, de 12 años, reapareció brevemente detrás del hombro de Vytenis, con los pulgares hacia arriba y una sonrisa que parecía decirme: «Bueno, sí, hombre, esta es la vida con la que soñaba».
Ben Vautier pareció haberlo entendido primero que yo cuando nos conocimos, durante mi visita a su singular residencia Cunégonde y Malabar:
—¿Eres… Thomas?
—Sí, soy Thomas, un tipo raro que anda por casas raras con una maleta rara. Eh, pero de Francia, Ben, solo de Francia…
—¡Creo que por fuerza terminarás dando la vuelta al mundo!
¿Una actuación artística que se había convertido en forma de vida? Pues de eso se trataba exactamente. Con la multiplicación de viajes en busca de lo insólito por diferentes regiones de Europa, La valija me permitió vestir diferentes posturas de un día para otro, aunque los cambios no permitían una gran diversidad de atuendos: A menudo como vagabundo, inquietante automovilista cuando caminaba por las autopistas con mi vieja maleta; aventurero, cuando me ponía en marcha por las carreteras de los Fiordos del Oeste islandeses en busca del Jardín de Esculturas de Samúel Jónsson en Seráldalur o luchaba con el gran skúa en la isla de Foula; explorador de lo insólito cuando medía la cantidad de sitios excepcionales a los que habíamos llegado; o artista callejero cuando escribía nuestras andanzas en mi moleskine, sentado en un cartón junto a La valija desplegada en la esquina de una calle. Me podía pasar, según el encuentro, de encontrarme exponiendo en un lugar cultural de prestigio o improvisar como ponente sobre el art brut y mis aventuras, lo mismo en un bar que frente a una clase. Gracias a La Valija interpreté el papel de los ídolos de mi juventud: Knulp, el vagabundo de Herman Hesse; Hunter Thompson, el periodista gonzo; y Basquiat, cuando vendía mis obras a escondidas.
Una forma de vida que se había convertido en un tercio de los últimos siete años que había pasado por las carreteras de Europa. La valija fue una actuación, un juego aprendido y para el que había diseñado las reglas. Nos enfrentamos a las dificultades con mucha más facilidad cuando las percibimos a través del prisma del juego. Y estos viajes, estos trocitos de vida, eran como grandes juegos, con un comienzo, un final, objetivos que alcanzar, múltiples estrategias que desplegar para lograrlo, y una gran dosis de azar que les daba sabor.
Un día en apuros no era más que un mal truco, animándote a duplicar tu perseverancia para salir mejor en el siguiente. Ver las cosas como un juego nos obligaba a distanciarnos, nos permitía poner en perspectiva las dificultades y comprenderla mejor. En el juego tomas riesgos, haces apuestas, disfrutas del éxito y aceptas la derrota. Con La valija era un poco como The Dice Man[6] y me gustaba la idea de que me permitiera jugar a la vida.
Después de más de 24 meses de andanzas y exploraciones por cerca de quince países, La valija se ha llenado de innumerables encuentros y descubrimientos inolvidables, ya sea a través de nuestros insólitos objetivos como a través de encuentros impredecibles. Sería imposible enumerarlos todos aquí, o incluso poder precisar el alcance de su diversidad.
La gente a menudo me pregunta qué conexión podía establecer entre los creadores que había conocido en toda Europa. Ellos tocaban mi sensibilidad y permanecían grabados para siempre. Aunque pude notar la brecha que separaba a algunos; por ejemplo: a Sue Kreitzman, artista y curadora de arte de Londres, excéntrica, notoria y autoproclamada reina de los colores, de Jean-Marie Massou, difunto ermitaño de Lot que dedicó su vida a cavar cuevas, abismos en el bosque en el que vivía, esperando un apocalipsis inquietante y la llegada de un extraterrestre.
El margen y la excentricidad estaban a menudo en la misma cita. También conocí a creadores que desafiaban cualquier enfoque desde la humildad y la sencillez, como Hubert Bastouil, creador de una impresionante tienda de animales de cemento en el sur de Francia. Recuerdo cuando me explicaba: “Un día, para mantenerme ocupado, decidí hacer una oveja de cemento, luego otra, luego una vaca… y ahora tengo más de cincuenta animales entre ellos una jirafa, un elefante…”. Viví tantos sitios como emociones distintas: la diversión en L’Atelier Hors les Normes de Louis Chabaud, en el Headington Shark de Oxford, o en el Museo de lo insólito de Cabrerets. Sentí la dulce melancolía de la Villa Verveine de Caroline Dayhot, el miedo al llegar al anochecer frente a los cientos de espantapájaros de Silent People en Suomussalmi (Finlandia) y en la colina de las cruces en Lituania; o el estupor frente a obras donde la vida de un hombre no pareciera suficiente para construir ni una décima parte, como el palacio levantado por Jacinto García en Les Fonts de Terrassa(España), o el imperdible Palacio Ideal del cartero Cheval.
Si tuviera que aventurarme a detectar un punto en común entre cada uno de estos lugares, sería la postura de ese sujeto obsesivo que ignora el qué dirán, y que pone toda su energía, creatividad y determinación al servicio de construir obras fantásticas, mágicas, aisladas, provenientes de algún lugar del corazón, para contrarrestar un mundo demasiado aburrido y conformista. La misma obsesión y determinación que, al final, nos había empujado a La valija y a mí durante todos estos años a viajar por Europa como vagabundos, para maravillarnos con sus pequeños oasis de creatividad. Esos que ayudaron a transformar mi vida en un cuento de hadas.
Galerías
España y Portugal
Laponia
Francia
© Traducción: Yaysis Ojeda Becerra
© Imagen de portada: La Montaña Azul (detalle), de Diego López, ‘El Profeta’.
Notas:
[1] Psiquiatra francés, nacido en 1871, que ejerció en la institución psiquiátrica de Albi. Fue uno de los primeros médicos en interesarse por las creaciones artísticas de sus pacientes, y en coleccionarlas, cuarenta años antes de que Jean Dubuffet se interesara por “el arte de los locos” y otras expresiones del arte primitivo. Su colección ahora se exhibe en el museo que lleva su nombre, dentro de los límites de la Fondation Bon Sauveur d’Alby.
[2] Definición que recibe Svalbard en la trilogía de ciencia ficción En la encrucijada de los mundos, del novelista británico Philip Pullman.
[3] Cita extraída de L’Usage du Monde, de Nicolas Bouvier, ilustrada por Thierry Vernet Librairie DROZ, 1999.
[4] Serie documental animada y dirigida por Antoine de Maximy. Va allí para descubrir diferentes países y trata de ser acogido por los habitantes.
[5] Serie documental que sigue a Nans y Mouts, dos viajeros que se embarcan en la búsqueda de objetivos a menudo excéntricos y comienzan cada viaje literalmente desnudos.
[6] El hombre de los dados, novela de George Cockcroft (Luke Rhinehart).
Colección Treger Saint Silvestre: lecciones en rojo y gris
Nos encontramos ante una muestra donde se respiraba en la actitud artística la intención humilde de poner la otra mejilla. Desde una estética de la precariedad y en la disposición de crear como coraza ante circunstancias frustrantes.