En el 2015 un periódico local en la ciudad de Miami me pidió una reseña sobre las ferias Art Basel Miami Beach y Art Miami, que han tenido como sede esta ciudad en las últimas dos décadas. En aquella oportunidad —como en esta— me apresté a mirar, con ojo transgresor, lo que se exhibía en los pabellones abarrotados de transeúntes.
Una vez que entregué el texto, pasaron varios días cuando finalmente el editor me comunicó que no se iba a publicar pues, en mi afán, no dejaba títere con cabeza.
Las ferias de arte no son un fenómeno nuevo, aunque siempre vengan acompañada de un deseo —más que de una posibilidad— de ser lo más contemporáneo en el campo de las artes visuales.
La historia de las ferias de arte se remonta a los finales del siglo XIX cuando fue concebida en 1893, por el municipio de Venecia, e inaugurada oficialmente el 22 de abril de 1894, la Bienal de Venecia (interrumpida en dos ocasiones: entre 1916 y 1918 por Primera Guerra Mundial y entre 1942 y 1946 por la Segunda Guerra Mundial).
Bienal de São Paulo (1951), Documenta (1955), Bienal de Sídney (1973), ARCO (1982), Bienal de La Habana (1984), Art Madrid (2006), dan un cierto carácter historiológico al desarrollo de este tipo de eventos, más allá de todo lo que transcurre en torno a ellos, que suele ser, en oportunidades, lo “más importante”.
Las ferias Art Basel Miami Beach (evento anual, cada diciembre desde 2002) y Art Miami han sido los dos acontecimientos que han colocado a la ciudad de Miami en la agenda del arte contemporáneo.
Pero, ¿realmente Art Basel Miami Beach y Art Miami tienen que ver con el arte? ¿O quizás tienen que ver, cada día más, con el deseo y la festividad?
La edición 18 de Art Basel Miami Beach recién acaba de concluir, y aunque abrigaba una sana esperanza, debo decir no me ha sorprendido, por varias razones.
Primero: muchas de la “cosas-obras” expuestas tienen que ver más con el diseño que con el arte ¿contemporáneo?
Segundo: si hacemos caso “omiso” al carácter retrospectivo de algunas de las obras que se presentan, Lam, Picasso, Antoni Tàpies, Bill Viola etc., queda poco, poquísimo margen para una producción emergente, en caso de que esta existiera —ironía aparte— y se quisiera promover.
Y tercero: los medios de comunicación, así como las redes sociales, tampoco cumplen muy bien que digamos con su papel —tampoco se les puede pedir mucho—; cautivados por el glamour y los terciopelos asociados a estos eventos sociales, pierden de vista lo fundamental. Al no ser especialistas en los dominios del arte, se van con la de trapo, o, para decirlo de un modo que no desalague: están —como diría Husserl— como la vaca frente a la orquesta, perdidos.
Art Basel Miami Beach y Art Miami, ciertamente, fueron ferias de arte importantes donde se promovió lo más contemporáneo; sin embargo, al menos en las últimas ediciones, no hay nada sorprendente y sí más de lo mismo.
Claro, siempre hay excepciones, pero me sobran dedos de las dos manos para dar cuenta de ellas.
Otro elemento a destacar es el carácter retrospectivo de mucho de lo que se muestra en ambas ferias. Lo retrospectivo desborda una ambigüedad profunda una vez que carece ya no solo de contemporaneidad, sino también del carácter contextual a partir del cual se organiza un evento como este.
Que ciertas galerías presenten las obras de Wifredo Lam, Roberto Fabelo, Juan Roberto Diago, Belkis Ayón, Manuel Mendive y Alfredo Sosabravo —por solo citar a algunos artistas cubanos, aunque este fenómeno no es cubano exclusivamente, ya lo había dicho— no resulta relevante, pues la obra de estos creadores debería estar más que concebida o entronizada en el museo como espacio de la memoria visual.
Hay decirlo por lo claro: de contemporáneo nada tienen, aunque pensemos todo lo contrario. Pero como se lleva lo que se tiene, y nadie quiere perderse el espectáculo del Rey desnudo, se trata de encandilar a un “espectador” que, incluso con esfuerzo, no llega a ser un observador.
Si algo debe ser salvado en esta edición de Art Basel & Art Miami y nunca salvaría al ambiguo carácter retrospectivo, es la obra de los artistas cubanos —chovinismo a-parta-te—; no los voy a enumerar porque enumerar es desgastante y prefiero que —en el “anonimato”— se cuele alguno que otro que debería estar excluido y que no mencionaré.
Sin embargo —más allá de las militancias estéticas— la obra de los creadores visuales cubanos es muchísimo más rotunda que buena parte de las “cosas-obras” que parecen haber sido extraídas de una sección de “arte” de una tienda por departamentos.
Ahora, uno de los fenómenos más recurrentes en el arte contemporáneo puesto en evidencia una vez más en esta edición de Art Basel & Art Miami es el carácter de la serialidad, que Walter Benjamin una vez llamó “reproductivilidad”.
En este caso, la voluntad serial no solo es agobiante, infinita, más y más y más de lo mismo y lo mismo y lo mismo. Como si una visualidad, por haber sido exitosa, fuese la única visualidad posible, no importa si esta fue concebida veinte años atrás —como dice ese bolero—, aunque ya sabemos que veinte años no es nada.
El artista mexicano Manuel Felguérez, a sus noventa y un años, destella lucidez sobre este tópico: “el arte es un oficio de inventores y no de artesanos que repiten la misma obra, porque el acto de la creación está ligado a la invención y cuando el artista se repite, se convierte en artesano de sí mismo y deja de ser artista […]. El artista tiene que llenar su tela en blanco con algo que no haya existido, no repitiendo algo que ya está visto, sino con algo inventado”.
Y es que —nos guste o no— el arte contemporáneo —si es que contemporáneo quiere decir algo, parafraseando a Iván de la Nuez— necesariamente tiene que estar sustentado en una fuerte indagación conceptual que desemboque en un lenguaje visual.
Si se carece de este elemento aglutinador, el resultado es, bueno, ustedes ya saben… Art Basel & Art Miami que, eso sí, juegan un papel trascendental al servir de background a cuanto social–influencer…
¿Qué coño es eso de Facebook o Instagram? Al pan pan y al vino vino: hashtag-artbasel, hashtag-artmiami, hashtag-yo-estuve-allí, hashtag-yo-me-comí-el-plátano.
El carácter perfomático de este tipo de evento cada día tiene que ver menos con el arte y sí mucho con la puesta en escena. Quizás estoy exigiendo a su equipo de curadores —¿hay un equipo de curadores?— más de lo que ellos mismo quieren darnos.
Esto es una F-E-R-I-A: lo mismo vende un plátano, se pone un tubo, se hace un blanqueamiento —escoja usted el lugar—, que se ofrece un servicio de depilación.
De veras que me gustaría ser imparcial, pero caminé y caminé y caminé con detenimiento los pabellones tratando de encontrar el sobresalto, eso que José Lezama Lima llamaba “lo telúrico” y que a Flaubert le gustaba llamar “el alma de las cosas”; no lo encontré.
No sé si mis expectativas eran muy altas, quizás estaba pidiendo peras al olmo, pero Art Basel y Art Miami son decepcionantes.
Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus Logico-Philosophicus, decía “Whereof one cannot speak, thereofe must be silent”. Esta lógica argumental podríamos “invertirla”.
Cuando en la feria de arte ARCO 2015 el artista cubano Wilfredo Prieto presentó su obra “Vaso medio lleno” (2006), el revuelo internacional no se hizo esperar. Pero del vaso de Wilfredo Prieto al plátano Maurizio Cattelan la diferencia no solo es abismal, también galáctica. En el fondo, la obra de Wilfredo Prieto tiene una fuerte vocación filosófica, una irónica picardía como aquella de reducir a cenizas para resguardar en una urna de cristal cuanto libro de filosofía este se leyó o no.
Sin embargo, el plátano de Cattelan no solo es grotesque, sino que carece de todo sentido; si se quiere un sacrificio inútil, que gracias a la ignorancia de muchos —críticos incluidos— es investido de una relevancia fatua.
Si Cattelan quería —cosa que dudo— llamar la atención sobre la precariedad del arte contemporáneo, sépase que este gesto esclerótico no ha hecho más que acentuar esa condición. Ya son bastantes los guiños superfluos con los que tenemos que cargar.
A lo que me refiero esencialmente, siguiendo la lógica de Wittgenstein: de lo que no sirve, no se habla.
Pero si todo lo anterior no ha sido suficiente, aquí les va una que no se esperaban.
Cuando todos, bueno, no todos, pero sí casi todos, estaban extasiados —baba incluida— contemplando el plátano de Maurizio Cattelan, tratando de entrever un argumento o una reflexión sobre el carácter falocéntrico en la cultura occidental, como bien había argumentado Derrida, Jordan Belfort mostraba sus “obras” en Meredith Gallery.
¿Quién es Jordan Belfort?
Nada más y nada menos que antiguo broker o corredor de bolsa de origen judío, conocido por haber sido acusado y declarado culpable por manipulación del mercado de valores, lavado de dinero y otros delitos relacionados con las altas finanzas. Un Belfort ahora reciclado o travestido como artista visual y conferencista demandado, “popularizado” por Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street (2013).
El arte como estafa, como impostura, el tuerto que es rey en un mundo de ciegos. Y resulta que todos estaban delirando con un plátano que ni era macho, ni Johnson.
Finalmente, Art Basel Miami Beach y Art Miami son, cuando más, enunciados; eso que en inglés se llama click bait, una carnada, como cuando deslizamos a la izquierda nuestra pantalla en el celular y aparecen los titulares de unas noticias que nunca leemos. Nos vamos siempre con la de trapo, nos quedamos en la obertura, siendo incapaces de llegar al recitativo; incluso así, soñamos que somos felices.
Pero poco importa ya si las ferias de arte en Miami son buenas o no, lo que importa es el revuelo que generan, el rating y, por supuesto, el dinero.
En arte —mas allá si es contemporáneo o no— están las obras que necesitan de una explicación y están aquellas que se explican por sí mismas; eso es lo que distingue a una obra de arte de otra que, llamándose a sí misma obra, no pasa de ser un artilugio, una puesta en escena, un guiño efímero al transeúnte que corre despavorido al espectáculo con el solo objetivo de absorber algo de la luz que destellan las lentejuelas.