Andrés Montalván, herrero del espacio

Así, con la obra del hierro estetizado, frente a un cosmos metálico, no solo hay que contemplar, hay que participar en el devenir ardiente de una violencia creadora. El espacio de la obra no está solamente geometrizado. Aquí está dinamizado. Se ha martilleado un gran sueño rabioso.
Gaston Bachelard

Artista singular, que combina una capacidad de innovación y de renuevo considerables, así como un dominio excepcional de los materiales, Andrés Montalván es, en el campo de la escultura y del dibujo, el representante cubano más importante de una generación —la de los años 90— dominada por los pintores, fotógrafos, videastas, instalacionistas, performers

Sin embargo, si el reconocimiento de muchos de estos últimos ha sido ampliamente corroborado, este no es el caso de Montalván, ausente, salvo contadas excepciones, de las colecciones públicas cubanas e internacionales. Su obra ha sido poco expuesta fuera de su país de origen y queda mucho por descubrir de ella.

La figura de Montalván aparece como la de un ermitaño que, lejos del ruido del mundo del arte y de la comedia social, construye un universo a su medida, independientemente del juicio ajeno y de las leyes mecánicas del mercado del arte. Montalván no le pertenece a nadie, a ningún grupo, y resiste al modelo utilitarista predominante. No cree en ningún concepto, porque sabe que el arte no tiene opinión, contrariamente a lo que piensa y quiere la sociedad; el arte no progresa, no es de ningún modo una ciencia, un absoluto poseedor de todos los significados posibles; dando la impresión de evolucionar, no hace sino cambiar, proporcionando nuevas indicaciones y reflexiones sobre el mundo que lo rodea. 

Montalván solo tiene fe en la convicción del artista, en su probidad, en su genio, esto es, en su instinto. No concibe ningún compromiso posible, ninguna deuda que satisfacer, ningún juramento de fidelidad, sino a su arte. Mantiene un diálogo sutil con los artistas que admira: Matisse, Rodin, Brancusi, Cárdenas, Chillida, André, Serra, Edwards…, pero sin ser nunca su imitador pasivo.

Si resulta difícil resumir su búsqueda artística mediante categorías generales, es porque su desarrollo se caracteriza singularmente por su aspecto no lineal. Siempre en devenir, pronta a renovarse, a poner en tela de juicio las experiencias formales más consolidadas, a extender el potencial de la instancia escultural a través de inéditas combinaciones de formas o de urgentes experimentaciones de materiales, sin renegar jamás de su pertenencia a la tradición modernista de una escultura construida, física ante todo, pero haciendo hincapié en los atributos ópticos de esta, su obra jamás se deja encerrar. 

La palabra que viene a la mente ante las piezas de Montalván es “creación”; palabra a veces trillada, pero en su sentido más fuerte, evocadora de innumerables armónicos que no dejan de hacer vibrar. 

Su obra, que permanece en el registro de la figuración o de la metáfora antropomórfica, remite a las categorías cardinales tiempo y espacio, a las gigantescas fuerzas originales, a la dimensión espiritual de la actividad humana creadora, dimensión que le da su plena terminación. Participa en dar una forma plástica a una inquietud de lo fundamental, en volver a encontrar las raíces de un arte que no se separa de la primitiva sustancia nutricia, en la revelación de un estado interior, y constituye así una práctica espiritual, una noción que habría que diferenciar de lo religioso y de la tradición antropológica cubana. 

Montalván cree que si el arte tiene un sentido, este es espiritual, o incluso sagrado, no solo porque lo sagrado es —según Eliade— la expresión de la conciencia frente al mundo, sino también porque es —según Goethe— “lo que une a las almas”. 

La función del arte, como la del mito, es favorecer la interrogación del hombre sobre el universo que lo circunda. La obra de Montalván sondea el enigma del sujeto y de su “impulso vital”. En esta perspectiva, reanuda un conocimiento intuitivo del misterio del mundo y del hombre, intuición que nace tanto de la emoción ante el símbolo mítico, como del estado místico, en el sentido de Bergson. 

Carlos Rodríguez Cárdenas y el arte redentor

Carlos Rodríguez Cárdenas y el arte redentor

François Vallée

El cuestionamiento de la práctica pictórica, la crítica de la sociedad y del régimen, particularmente a través de sus monumentales murales callejeros, fueron los ingredientes fundamentales que hicieron de Carlos Rodríguez Cárdenas uno de los artistas líderes de la generación de los 80.

Las obras de Montalván invitan a una meditación mística, porque lo que diferencia al místico del filósofo, es el amor por la humanidad. El místico actúa no para sí mismo, sino para la comunidad de los hombres, interrumpiendo la evolución hacia el ego individual. Su arte es, pues, mística, no solo porque tiende a crear una fusión con lo numinoso, sino porque lo hace en nombre de la comunidad de lo vivo. 

Reconciliando de alguna manera el arte contemporáneo con el arte sacro —en el que colores, formas y materias son utilizados en las ceremonias con el designio de hacer revivir un episodio fundador del mundo, o un pasaje iniciático de la existencia humana—, el arte de Montalván nos remite a un arte absoluto, que requiere todas las fuerzas del ser, y que solo han podido entrever los artistas mayores. 

En efecto, Montalván siempre ha sido consciente de que su trabajo no se limita a proposiciones estéticas, sino que toca, metafóricamente, la cuestión más esencial de la vida y de sus ciclos, del tiempo, del individuo. Siempre ha evocado el deseo de volver a una cultura primitiva, una protocultura en la que el hombre se enfrenta a sus miedos instintivos y se concibe como perteneciente a un mundo total, donde lo humano y lo animal, lo terrestre y lo cósmico forman un todo. Lo que nos ofrece este artista es un gran sueño de primitividad humana.

El proceso de realización de las obras de Montalván está totalmente impregnado de afinidad con los materiales y su “inquietante extrañeza”. Para él, la experimentación a partir de un material dado no es ni una demostración de virtuosismo, ni una declinación de efectos retóricos: está, literalmente, en el corazón de la búsqueda de la forma y del sentido. De ahí su predilección por la escultura. 

La placa de acero corten, el bloque de acero forjado, el cemento, la arcilla, el bronce, la resina, la madera, son los materiales predilectos de Montalván. En su obra los materiales son rudos, brutos. Tratados sin complacencia ni monería, condicionan su escultura. Y Montalván, no sin tomar riesgos con la tradición estética, con la delicadeza y la armonía de la obra de arte tradicional, redefine su obra gracias a sus propiedades. 

La escultura de Montalván hace alarde de una soberana indiferencia con respecto a todo criterio del gusto y de las altivas jerarquías del saber y del poder artísticos; ella es material, masa, relación con el espacio, con el tiempo, con el hombre. Ha conservado minuciosamente raíces en la artesanía de su tierra natal y ha sabido mezclar la savia popular de su arte con una dimensión metafísica. La escultura se hace con cosas ordinarias, el lenguaje del artista procede de la memoria de lo que ha visto, es el producto de sus sueños, de cosas conocidas y desconocidas, pero de muy pocas cosas que pueden ser nombradas. Ha hecho suya la lección de Cézanne: “Lo que intento traducir para ustedes es lo más misterioso, se enreda con las raíces mismas del ser, en la fuente de la impalpable sensación”.

Andrés Montalván es uno de los más grandes escultores cubanos, pero sería errado interpretar su obra solo desde la escultura. Podemos decir sin vacilar que el dibujo es la mejor introducción a su obra, porque lo ejerce con una fuerza y una soltura que lo hacen inseparable de ella, a la misma altura. 

El dibujo, para Montalván, forma parte de un ámbito reflexivo, es una fuerza vital, una actividad completa que remite siempre a su preocupación esencial: el hombre, su identidad, su lugar. El dibujo es una de las formas de liberación del hombre más directas que existen, la más cercana a su verdadera identidad, también la más natural. El dibujo y la escultura (los dos polos del arte) mantienen en él un diálogo riguroso e indisociable, el uno revela a la otra, el propio objeto escultural es como dominado por el pensamiento gráfico, y el dibujo es para él una manera de esculpir con otros medios, de tal manera que la energía que gasta con el hierro o el acero, afinada por la diferencia de técnica, se ve regenerada. 

En la obra de Andrés Montalván, el dibujo, lejos de constituir un simple complemento de su escultura, se confunde literalmente con ella, es la corporificación de la inteligencia sensible.


Galería:


Ernesto Leal, o la disidencia creadora

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François Vallée

El arte de Ernesto Leal actúa como un poder dentro del poder. Para alcanzar la capacidad de actuar o denunciar no conviene incurrir en un expresionismo patético o en un arte político ilustrativo, sino tomar el riesgo de infiltrar los dispositivos de la representación para desenmascararlos y ponerlos a prueba.

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