El revival surrealista de Ramses Llufrio

DN me llamó aquella tarde en la que, llena de entusiasmo, releía un texto que le habían dedicado y que sería publicado en España. Aún en el sobresalto de la lectura, me dijo —como quien impulsa una idea— que tenía que conocer la obra de Ramses Llufrio, un pintor que, llegado el caso de tener que definirlo, sería uno de esos que se sobrecogen en la modestia de una obra extraordinaria.

El mundo onírico de Ramses Llufrio es el mundo en sueño de Calderón, donde la ficción es una narración “hiperrealista”. Realidad y ficción se yuxtaponen en la aparente simulación de un paisaje. 

¿Paisaje? 

La obra de Llufrio es cualquier cosa menos paisajista, al menos en el sentido bucólico y naíf que ha tenido en la pintura cubana, tan abrumadora en didactismos. En todo caso, es una indagación en torno al universo interior, solo previsible en el presentimiento del delirio. 

La obra pictórica de Ramses Llufrio articula a priori un orden moral que se expresa en la voluntad. Cuánta razón tenía Nietzsche. Al mundo mecanicista, Llufrio antepone la simulación, lo metafórico, lo caótico, lo dionisiaco. Un universo pictórico donde la caosmosis de la que hablaba Joyce en Ulises, es el mundo del devenir, de las fuerzas infinitas de lo inconmensurable.

Ramses Llufrio defiende el mundo alucinante, también narrado por Reinaldo Arenas: un contrasentido a la lógica formal que es, en última instancia, una prisión que abriga demonios. Esa intuición primordial donde el lenguaje no había aún definido las cosas, donde las cosas no necesitaban del lenguaje para ser nombradas. De ahí la complementariedad de los elementos que conforman su pintura, dialogando de una manera “críptica”, una vez que la mirada racionalista todo lo descompone. 

Definir es reducir a cenizas, decía —con razón— José Lezama Lima.

La destreza y la preponderancia de los azules en la obra de Ramses Llufrio me recuerdan la agilidad cinematográfica de Krzysztof Kieslowski en su inolvidable trilogía. Una profundidad solo comparable en la densidad del feeling blue, un acto siempre plagado de melancolía. 

Su obra es una suerte de revival surrealista, a medio camino entre la argumentación y la fantasía. 

Todo es posible, todo confluye en una aparente contradictoriedad, en una dramática teatralidad. Lo sagrado y lo profano, el sentido y el sinsentido, dan cuenta de sí como si de una suspensión metafísica se tratase, como esos molinos y libélulas que gravitan entre las nubes y que evocan la alucinante premonición del fin.

El mundo fantasmagórico e impresionante que Ramses Llufrio encapsula en sus lienzos es una extensión de El jardín de las delicias, es la “grotesca” conjetura de un instante profundo, y no por profundo, aprehensible. 

Con una mano prodigiosa para la pintura, pródiga en detalles que capturan y eternizan el movimiento, Llufrio rompe la unidad cromática del lienzo al introducir un elemento, un contrasentido que es el componente aglutinador. Por un instante se tiene la percepción de que su pintura es dócil y relamida, hasta que súbitamente, lo “discordante”, se materializa en el campo visual y de forma conminatoria pone “en jaque” a un observador hasta entonces ataviado en terciopelos.

Cierta pintura cubana “contemporánea” y su fuerte vocación y propensión expresionista, ha hecho que —de cierta manera— todos se parezcan a todos; Llufrio sin embargo, no se parece a nadie: logra una autonomía visual que no solo lo individualiza dentro de una colectividad, sino que pondera una visualidad más clara y definitoria.

Con un marcado carácter narrativo, la pintura de Llufrio por momentos da la impresión de que quiere dar cuenta de una historia; este es un elemento de sumo interés, una vez que lo acerca más a una comprensión clásica de la pintura que a la tradición posestructuralista y de deconstrucción de la narratividad histórica que ha venido de la mano de la posmodernidad. Quizás en ello radique la gracia y la elocuencia de su obra.

No sé si a Ramses Llufrio le importan estos argumentos; la imagen que tengo de él es la de un hombre batallando frente a un lienzo en una suerte de soliloquio. Lo cierto es que su pintura, más allá de las exigencias que interpone, destila una frescura que, aunque nos pueda conducir a cierta melancolía, destierra todo vestigio de angustia y remordimiento tan consustancial al expresionismo y al expresionismo abstracto en los que ha estado sumido a cierta pintura cubana.

Y esta frescura no está solamente en los manejos cromáticos: está sobre todo en la agilidad en la composición de los elementos, suerte de extrañamiento y distensión. 

Ramses Llufrio, ya dije, es un pintor que se abriga en su sobrecogida modestia, cuando su obra da cuenta de una magnitud sobrecogedora. Paradójicamente, en el afán de ser contemporáneo, deja a un lado toda una circundante de-formación endógena y persiste en esa dinámica enunciativa llamada trabajo.


Galería


Ramses Llufrio – Galería.




Cuatro artistas cubanoamericanos en New Jersey - Antonio Correa Iglesias

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Antonio Correa Iglesias

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