Henry Eric Hernández (Camagüey, 1971) alcanzó visibilidad en la promoción de la cautela y no es un cauteloso. Absorbió el pensamiento suave de “La Generación Jineta” y no utilizó el maquillaje de la pasarela comercial. Partió hacia España en 2006 y tampoco derivó en un disidente portátil lanzando piedras desde lejos. Dichos trances lo forjaron como un productor visual de la hibridez estética y política en los años noventa, cuando el arte cubano se debatía entre la nostalgia ochentiana y el cabildeo institucional dispuesto a neutralizar brotes contestatarios.
Sobrevivir en los bordes del pliegue fue la opción de Henry Eric, al calor de aquella reivindicación del paradigma estético articulada por la profesora Lupe Álvarez en el Instituto Superior de Arte (ISA). Henry fusionó el legado antropológico de Joseph Beuys con un soporte menospreciado por conceptualistas de laboratorio como la cerámica; la magia de ensuciarse las manos tocando las piezas y el work in progress de transgredir el fetiche, liberado de connotaciones mágico-religiosas.
Urgía desmarcarse de mitopoéticas contaminantes, asentadas ya por Juan Francisco Elso, José Bedia o Ricardo Rodríguez Brey. Aquella falta de cinetismo notada por el artista estadounidense Bruce Nauman en el Kcho triunfador y salvable, insinuó en otros jóvenes lo antiretórico de sacudir la quietud instalativa de sus referentes, quienes inspiraron la noción-etiqueta tercermundista “artesanías de la periferia”.
Las cabezas trocadas del primer Henry Eric refieren tiempos remotos, se insertan en un contexto dispuesto a retomar el oficio del arte bajo la impronta de un barroco festivo. A contrapelo de un vicio epocal, los emblemas de la nación brillan por su ausencia en piezas que oscilan entre la escultura instalativa y el environment. La grafía abakuá es reemplazada por un verso de La isla en peso de Virgilio Piñera o una alfombra roja que exhibe tesoros de un naufragio simbólico.
¿Por qué deberían existir artistas con misión?, suele preguntarse Ezequiel Suárez. Si un productor visual cubano cumplió misión internacionalista en una nación remota, cuyas explosiones lo impactaron sin traumatizarlo por el resto de sus días, ello no exige mutar en predicador vanguardia del folletín ético.
¿Qué es lo peor? ¿Una dictadura mercantil o la tiranía de un Estado de Excepción patológicamente orgánico? La inquietud del anartista Ezequiel Suárez sugiere que, a mayor escasez de libertad, un fabulador que presuma de irreverente necesitaría buscarla y explotarla con ansiedad. Menuda tarea para “cojonudos”.
Procesión de corceles por un Happy End (1995), Top Model de un paseo extraordinario (1997) y A ganar el Grand Prix (1998) soslayaron el compromiso identitario para instrumentar una esquizofrenia productiva reticente al silencio de las pausas. Ni herrero, ni alquimista, ni buscador de herejías secretas, Henry Eric quiso obviar esos demonios colectivos prestos a resucitar el complejo de utopía.
Un punto de giro en su trayectoria tuvo lugar cuando la antropología estructural dio paso a una arqueología del saber underground. Entonces la reliquia muda procuró hacerse escuchar mediante un contrapunto entre discurso hegemónico y narrativas minúsculas, microlibertades y microresistencias, el cuerpo de la historia y el alma de sus antihéroes desconocidos.
Según la ruta de esta maniobra, desbordar el “objeto” en la mente del espectador sería un principio del Arte Povera convertido en testimonio oral de la realidad. Después de pasar muchas horas en una cúpula del Instituto Superior de Arte (ISA), Henry sintió deseos de escuchar voces fuera de la galería y, de cierta manera, bucear en docudramas borrados de esa Historia que registra los anales del souvenir turístico exportable.
El artista como explorador de zonas silenciadas fluyó producto de registros documentales como Bocarrosa (2000), Almacén (2001) y Sucedió en La Habana (2001-2005). Estos fueron realizados junto a Iván R. Basulto y el team multioficio de Producciones Doboch. Una pequeña tropa unida por el arte y la amistad.
Sin una perspectiva estratégica, ellos se afiliaron a la bukowskiana apropiación cubana del realismo sucio, estigmatizada como “pornopolítica soez” por funcionarios-escribanos de la nomenclatura literaria. ¿Podría ocultarse la existencia de una Cuba noventa y nueve por ciento marginal?
Desde Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD) hasta Pedro Juan Gutiérrez, el realismo sucio ha sido frecuente en la narrativa insular y rara avis en el ámbito de las artes visuales, esta última centrada en la chochera publicitaria, el mercadeo y los coqueteos institucionales. Tras los rastreos audiovisuales de Henry Eric salen a relucir confesiones de personajes relegados a los últimos planos de la gradación social.
Así, en estos materiales, oímos hablar de trenes cargados de gente rara viajando a Camagüey para atestar las barracas semiconstruidas que serían las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). El sistema de microbrigadas basado en la mentira y el tupe que sufrían los albergados producto de los ciclones y los derrumbes. La vida inútil de personas como Adolfo Roberto Pita, quien prefirió vivir en la calle al sentirse más seguro que en su vivienda. O el caso de alguien como Neli, renegándose a sobornar policías decididos a confinarla en el vivac de las prostitutas sediciosas, un desfiladero eufemísticamente nombrado “Villa Delicia”.
En su disertación Sobre el arte de la escucha (en la obra de Henry Eric Hernández), la historiadora Carmen Doncel Sánchez precisa que la Revolución Cubana cinceló el modelo guevariano del “hombre nuevo” para obviar la construcción de un “cuerpo nuevo”. Algo parecido al delirio de fundar una ideología corporal, desconocida en cuestiones de política sanitaria de “alto riesgo”.
Bastaría recordar una escena de Fresa y chocolate (1994), largometraje de ficción donde el rótulo de película gay se trocó en un canto a la tolerancia entre seres diferentes. Allí, el militante cándido y sensible (David) le preguntó al vanidoso compañero (Miguel) por qué su amigo Diego (“homosexual, patriota y lezamiano”) no podía ser revolucionario. A lo que respondió Miguel, desafiándolo con la mirada: “Porque la Revolución no entra por el culo, chico”.
La condición temeraria del imaginario popular, al margen del cliché victimario, se desplegó en Cuentos cortos (2006). Esta serie documental, recogida en soporte de CD, acompañó al volumen Otra isla para Miguel (Santa Mónica, Perseval Press, 2008). Son relatos que exploran la épica callejera, bélica y amorosa.
Entre catarsis silvestres, románticas y desgarradas, el arrepentimiento nunca desplaza a la imposibilidad de ser proxeneta glamuroso, Héroe Nacional de la República, transformista ansioso de recuperar al hombre perdido o un ex-recluso con aspiraciones de reivindicarse socialmente.
Kimbo, uno de los personajes que refieren sus desventuras en Cuentos cortos, perdió a su madre a los seis años y lo arrestaron a los doce. Ninguno de sus hermanos fue a verlo durante diez años en prisión. Kimbo reconoce que está menos presionado en la cárcel que en la calle. “Allá no tengo preocupaciones de quedarme sin dinero o sin luz brillante para cocinar”, aclara, y “me pongo fuertón sin hacer ná”. Al Kimbo, una de las mujeres a sus órdenes en Monte y Cienfuegos le pegó el SIDA; ella cayó presa y él se negaba a acudir a un hospital para tratarse.
Por su parte, Oscar y Tony evocan al “guardia más hijoeputa de Cuba” que conocieron en el Combinado del Este. Risquelme era un negrón de unos seis pies de estatura. Temido hasta por los más duros, le quitaba la jaba a los reclusos después que se iban sus familiares, los desnudaba y los subía en la mesa del comedor; luego les exigía abrirse las nalgas para caerles a golpes con una estaca gorda. Risquelme vacilaba el show de machos encueros temblando de pánico.
Cuando inspeccionaban la prisión, describe Tony, repartían uniformes limpios, cambiaban las sábanas y daban tremenda comida. Si por equivocación un recluso se atrevía a comentar algo negativo, le esperaba celda de veintiún días y una paliza. “Del Combinado del Este los internos salían calvos, sin pelo y sin dientes para volver a masticar carne”, amplifica Oscarito mordiéndose la lengua para calmar su ira. “Este gobierno practica eso, lo mejor es para el día de las visitas”.
En el trance de los Cuentos cortos, Lola Montes falleció en Madrid sin ver la ofensiva contra la homofobia que padecen individuos políticamente correctos en la Nueva Cuba. Ahora travestis en formol (al estilo de Samantha) median entre la rosa y el crimen. La Chichí sobrevive orgullosa de su piel limpia de tatuajes o cicatrices de heridas con armas cortantes. Sonia transita del lamento a la incomprensión, al rememorar la figura de su esposo inmolado en la guerra de Etiopía; avanza y retrocede sin percatarse de que ya no cree en nada ni en nadie.
Otra isla para Miguel persistió en la ficción de convertirse en un manual para la enseñanza primaria en el temporal del remiendo socialista; es un experimento fraguado allí donde el libro como excedente de materia prima se predestina a reproducir longevas escrituras, aptas para todas las edades de la ilusión lírica.
(¡Cuánta satisfacción les reportaría aparecer en una enciclopedia escolar a las adolescentes que conforman la serie fotográfica Top Models (Pioneras), 2003-2014! A estas chicas no les hizo falta abrir la boca para manifestar con sus poses deseosas que la vida está en otra parte, lejos de maquetas inconclusas.)
¿Quién es el protagonista imaginario de Otra isla…? Un paisano de extracción humilde nombrado Miguel Hernández Márquez, quien transpira en un complejo hábitat testimonial. Un soñador dormido que estaría listo para reencarnar en las páginas del Gran Libro que vendrá. Un testigo oculto en el infierno de los restos de la Central Electronuclear de Cienfuegos; sombra de la duda tras una verja de hierro, rodeada por fantasmas que viven como hombres anclados en el ayer.
La galería de voces que se entrecruzan en la indagación de Henry Eric Hernández reduce la distancia entre sujetos típicos y ese arquetipo de informe colectivo disonante, visible en un libro de artista con alcance limitado entre los entendidos. Plataforma independiente concebida para fusionar documentos de la propaganda masiva y el collage ficcional que indaga en rumores, patrañas y bromas creíbles.
El artista como chismógrafo de una “sociedad perfecta” suplió la tentación de lavar los trapos sucios en casa. Semejante a un thriller donde la historia persigue a la Historia hasta atraparla, destapar sus cajas negras y soltar los escamoteos.
Conchita Mas Mederos prestó servicios a la Revolución siendo una muchacha. Trepaba y bajaba la Sierra del Escambray para llevarles ropa y comida a los alzados del Ejército Rebelde; persuadió a muchos campesinos que desoían las promesas de los barbudos. Ella, que era una sirvienta doméstica y estudiaba en la Escuela de Comercio, lo entregó casi todo a la causa de sus ideales.
En 1963 la residencia del magnate Jorge Fernández Escarza en la ciudad de Cienfuegos, fue transformada en un círculo infantil que adoptó el nombre de aquella precoz miliciana. Once meses después, Conchita Mas Mederos se pegó un tiro. La insurrección comenzaba a teñirse con la sangre de sus criaturas. Dicen que Conchita murió virgen y trastornada a los diecinueve años.
Henry Eric trenzó lo público y lo privado de ambos hechos, para connotar performáticamente esa letra muerta que encadena un obituario tras otro. Reseña biográfica (2003) derivó en intervención in situ, documentada en el libro La revancha (Santa Mónica, Perseval Press, 2006), cronología aleatoria que da inicio en 1964, Año de la Organización. La acción consistió en realizar un cumpleaños colectivo en el círculo infantil que llevaba el nombre de la heroína local olvidada.
Rifas, dulces y payasos reanimaron un espacio vaciado de aura republicana. La celebración incluyó un álbum de fotos, costumbre barrida por el Periodo Especial en tiempo de paz que sacudió a Cuba; detalle tan arcaico como el recuerdo de Conchita Mas Mederos reclutando a jóvenes osadas para estudiar corte y costura en La Habana. Los infantes proletarios disfrutaron sus quince minutos de gloria pequeño-burguesa gracias a una terapia lúdica reservada a quienes la necesitan.
El vía crucis promiscuo recreado por Henry Eric Hernández y sus cómplices genera una interrogante. ¿Para qué sirve la guapería barata, el desinterés económico o la inocencia política en el entramado psicosocial invadido por parásitos escaladores? Más allá de una conclusión leve o pesada, lo que resulta del proceso evolutivo es una controversia entre la fe y el dolor. El pasado del Hombre Nuevo y el presente de un país de viejos que nubla el futuro inmediato.