“Yo he sufrido mucho en mi vida cuando veo el estado lastimoso que esa casa nuestra ha llegado a tener en sus últimos tiempos; pero no pude hacer nada por salvarla y así, lo único que espero y deseo es que acabe de derrumbarse…”. Fue escuchando la queja profunda en la voz de Dulce María Loynaz, que decidí escribir sobre la obra del pintor cubanoamericano Juan Antonio Rodríguez (Santiago de Cuba, 1980).
Quizás uno de los conflictos de mayor relevancia de la posmodernidad sea el hecho de que, al no existir un modo “canónico” de abordar la producción de imágenes, lo referencial pierde sentido, poniendo fin en cierta medida a una tradición y a una “convicción” metafísica. De ahí el “desplazamiento” de la producción de arte a la documentación de la obra del arte. Entre este backs and forths sintomático se ha establecido una tradición y comprensión del arte contemporáneo en los últimos sesenta años.
Al identificar el arte con la vida (Duchamp o Joseph Beuys), las obras de arte no siempre corren la mejor suerte: “Cuando entramos en una exposición, habitualmente partimos de que lo que allí vemos ―sean pinturas, esculturas, dibujos, fotografías, videos, ready made o instalaciones― es arte. Sin embargo, las obras de arte pueden remitir de uno u otro modo a algo que ellas no son, por ejemplo, a objetos de la realidad o a determinados contenidos políticos, pero no remiten al arte, porque son arte”. (Boris Groys, Topologie der Kunst, Carl Hanser Verlag, Munich-Viena, 2003).
Dos preguntas subyacen en esta argumentación: ¿qué es ser contemporáneo en el campo del arte?, y ¿hasta cuando se es contemporáneo?
Todo lo anterior vale también para considerar que el llamado “giro pictórico” en el arte cubano contemporáneo se ha conducido por una “epistemología de la imagen” (véase Mario Casanueva y Bernardo Bolaños: El giro pictórico. Epistemología de la imagen, Anthropos, Barcelona, 2009), suerte de “inmunización” ante la sintomatología que contrapone el objeto arte a la documentación del arte desde la experiencia de sí.
El carácter de este giro ―como lo fue en el campo lingüístico― nos coloca, como propone Jonathan Kvanvig, ante el hecho ya no de determinar la naturaleza “falsa” o “verdadera” de la imagen, sino su papel en la construcción del conocimiento.
La pintura como entrenamiento visual es un espacio de referencias, una referencialidad que se construye de forma simultánea. Sin referencias, la pintura carece de sentido, de fundamento. Esta es solo una de las razones por las cuales la pintura de Juan Antonio Rodríguez es tan conmovedora. Es el énfasis de un limbo en el que gravitamos hacia una profunda soledad.
El desgarramiento en la obra de Juan Antonio Rodríguez no solo es el sentimiento por la disolución de una ciudad, de un mundo, es, sobre todas las cosas, un desgarramiento por dejar de ser, es la disolución de una entidad llamada Hombre condenada a desaparecer. Nietzsche decía que el mayor pecado del hombre es haber nacido.
La obra de Juan Antonio Rodríguez participa de una centralidad pictórica que deroga cualquier soliloquio, cualquier diálogo interior. Todo se exterioriza, todo es público, como la propia sensación de soledad.
Con tonos siempre ocres, y con una destreza en la síntesis simbólica, su iconografía resulta en una sobreabundancia que viene a reforzar la entidad que gravita en la centralidad del lienzo. Todo está suspendido, reforzando ese carácter efímero que pone cortapisas a la voluntad trascendentalista de lo humano en la cultura.
La recurrente centralidad en la obra de Juan Antonio Rodríguez coloca un punto de atención a partir del cual se organiza toda la visualidad. Todo gravita en torno a ello, como si de una maldición se tratase. El manejo cromático de esta centralidad aleja cualquier vestigio de esperanza; su paleta, orientada a los sepias profundos, establece una tesitura que enfatiza la descomposición; como en aquellas fotografías de Andrés Serrano en la morgue.
El esmerado cuidado de los detalles pictóricos es un elemento a considerar una vez que este viene a reforzar un barroquismo muchas veces solapado. Cubrir el espacio pictórico no es una obsesión, en todo caso; Juan Antonio Rodríguez satura su lienzo de detalles para enfatizar lo abigarrado y herrumbroso de una ciudad que, como sus actantes, se descompone.
La ciudad de Juan Antonio Rodríguez es una ciudad “hibridizada” como la cultura, pastiche en su propia reinvención; una reinvención no siempre acompasada con la tradición; impulsada más que todo por la supervivencia en un equilibrio inexplicable.
La ciudad de Juan Antonio Rodríguez, como la de Antonio José Ponte, la de Pedro Juan Gutiérrez o la ciudad de Dulce María Loynaz, es un espacio ruinado donde no solo se descompone la ciudad ―arquitectura de una nación―, sino también los sujetos que la habitan, el individuo que permanece.
Pero también, la ciudad de Juan Antonio Rodríguez es la ciudad panóptico que engendra la locura; la ciudad vigilada, vigilante, que castiga; la ciudad isla, laboratorio, rodeada de agua por todas partes.
Como pocos ―quizás Tomás Sánchez sea la excepción―, Juan Antonio Rodríguez refuerza el sentido de la insularidad en la pintura. Su obra hace un énfasis sutil en la condicionante del aislamiento en un sentido oblicuo. No solo la “maldita circunstancia del agua por todas partes”, sino también la oscura premonición, el “presentimiento colectivo del fin” de Jean Baudrillard.
La isla no solo esta rodeada de agua, un mar de consignas abruma la insularidad quebradiza y frustrada con la ilusión revolucionaria.
La ciudad-ínsula, tan presente en la pintura de Tony Rodríguez, ha tenido su paralelo en la literatura de Guillermo Cabrera Infante, quien, obsesionado con el estilo y el ritmo de la ciudad, señala una identidad singular plagada por el capricho y la voluntad. Estos elementos introducen un carácter narrativo de la pintura de Tony Rodríguez que vienen a reforzar una búsqueda, una suerte de arqueología de sí mismo: ¿Cómo es que hemos llegado a estas condiciones? ¿Cómo hemos llegado a este estado lastimoso del deterioro?
Esta teatralidad pictórica, en la obra de Tony Rodríguez es una bitácora, énfasis cromático de la desilusión, “ahora que se han muerto todas las ilusiones…”; aunque es al mismo tiempo un suspicaz manejo de las ambigüedades y los espejismos. Y es que la pintura de Juan Antonio Rodríguez esta plagada de una profunda desesperanza.
El carácter sombrío, el malestar profundo de su pintura, el desaliento, el hacinamiento, la brumosa existencia de un hombre contrapuntea con toda una producción mojigata que, llenándose de argumentos banales, tiene en la pintura y en su curaduría un discurso con trasfondo meramente decorativo.
Como la casa ―la Isla― del Jardín, la obra de Juan Antonio Rodríguez abriga una voluntad ecuménica, una suerte de aleccionadora previsión. En su sombría pesadumbre la obra de Tony Rodríguez destella luces que, como en Jardín, de Dulce María Loynaz, “una vez prendidas no se apagan más y que llegan ahora desplazadas de todos los ámbitos de la tierra para quebrar esta quietud, para sondear esta soledad”.
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