A propósito de ‘Animas’ de Yasiel Elizagaray, exposición que es como una lucha entre rostros que son como imanes.
Un buen retrato es siempre un misterio. O, más bien, un doble misterio. El misterio final es el ser que ha sido retratado, al que solo podemos interrogar a través de un misterio intermedio: la interpretación pictórica de esa “alma”, realizada por el artista.
Ya el filósofo alemán Nicolás de Cusa, en los albores del Renacimiento, hubo de conceptualizar el tipo de mímesis o similitud que hace del retrato y el autorretrato, una práctica artística. De Cusa parte de la antinomia de dos categorías: vivo versus muerto.
Un pintor puede reproducir de manera mimética las características externas de una persona o las suyas propias. Sin embargo, aun así, el retrato puede sentirse como una imagen muerta, por estática, pasiva, sin la vibración de un ser interior.
En su concepción, lo importante no era el realismo en la representación de las apariencias externas, sino la similitud con rasgos únicos y dinámicos de la personalidad (mímesis esencial, diría Aristóteles). La imagen viva es la que logra expresar un movimiento espiritual, sintiéndose dinámica, activa.
Con esta genial antinomia de lo vivo y lo muerto, Nicolás de Cusa abrió las compuertas a todas las formas posibles e imaginables de retrato, en lo que a procedimientos pictóricos (y también fotográficos) se refiere; porque su definición del retrato como arte es fenomenológica, y por tanto permanece ajena a todas las ideologías estilísticas.
El retrato como obra de arte debe experimentarse como un misterio psicológico, una imagen con alma, como la huella de un ser vivo que el artista consigue captar y fijar para siempre, mediante artificios pictóricos. Y este es un principio verificable en todos los grandes retratos de todos los tiempos (ahí está el misterio de La Gioconda, más vivo que nunca como “la presencia de una lejanía”).
No es gratuito entonces que la primera exposición personal de Yasiel Elizagaray, en una importante galería del circuito habanero como Artis 718, lleve por título Animas, que significa “almas” en latín.
Ese título es un gran discernimiento conceptual de la curaduría, a cargo de Ariadna Cabrera Figueredo, porque Yasiel es hoy por hoy uno de los grandes retratistas del arte cubano contemporáneo. Lo digo con propiedad, porque vengo siguiendo su obra desde 2015, cuando le conocí personalmente en la ciudad de Camagüey en el Salón Provincial “Fidelio Ponce De León”, dónde él participaba como artista y yo como jurado.
Sus dos cuadros, o un díptico, no recuerdo bien, me llamaron poderosamente la atención e hice entonces lo posible por incluirle entre los premiados.
En ese momento, Yasiel hacía unos rostros de payasos, ya en un claro estilo expresionista, agresivos, medio siniestros; pero me percaté rápidamente que, detrás de los gruesos empastes, de lo sombrío o chillón de los colores, había rostros reales, personas que podían estar siendo retratadas.
Defendí su propuesta argumentando que la temática del clown no era en su caso un mero suvenir estereotipado, sino una máscara debajo de la cual el joven pintor venía desarrollando retratos psicológicos.
He vuelto a mirar ahora algunas de aquellas obras de 2015, y he corroborado con satisfacción que mi intuición estuvo correcta. Las muecas, gestos inquietantes, indescifrables, sonrisas socarronas, bocas abiertas o apretadas, y los ojos, sobre todos los ojos, la manera en que nos interpelan, hace que esos payasos parezcan personajes vivos, con vibraciones psicológicas que supongo extraídas por el artista de conocidos suyos, pero que para nosotros permanecen inaccesibles.
Desde entonces y hasta la fecha, Yasiel Elizagaray ha continuado pintando desde Trinidad, la ciudad más dinámica, creativa y artística de la provincia de Sancti Spíritus.
Como era de esperar, en el proceso de gestación de un estilo propio, logró liberarse de las mediaciones representacionales (como puede ser el motivo del clown) para pasar a interpretar directamente subjetividades humanas, tanto de adultos como de niños, a base de puro trabajo pictórico.
Sus series más recientes (Resguardados; Rizoma; Retratos paralelos) lo muestran como un expresionista consumado, centrado en la figura humana, sobre todo los rostros y sus insondables expresiones. Un expresionista que es bastante singular en el contexto cubano actual, primero porque Yasiel ha estado experimentando en solitario, un poco aislado por allá por la Villa de la Santísima, y segundo porque su pintura tiene la vibra del expresionismo genésico, ese de estirpe alemana que no coquetea con los modismos superficiales (con el embarro, los chorreados, la estridencia gratuita, etc.).
Por eso Animas, su primera gran exposición personal en La Habana, se me antoja igual de importante que aquella muestra de 1934 en el Lyceum, que convirtió de súbito en una revelación del modernismo nacional a Fidelio Ponce de León; un pintor camagüeyano autodidacta que había desarrollado por su cuenta un estilo propio, y del que nadie había tenido noticias hasta ese momento.
Esta analogía no es gratuita, no es un exaltado efecto publicitario de mi parte. Si se mira bien, en esta exposición hay algunas obras que tienen puntos de contacto muy interesantes con los retratos en grupo que hacía Ponce de niños, mujeres, monjas, tuberculosos, etc.
Hay tres cuadros en los que Yasiel representa conjuntos de rostros, dos, tres y cinco personajes, respectivamente. Los fondos son abstractos, densos, grises, amarillentos, negros. La paleta es sombría, como la de Ponce, amenizada con el blanco fantasmal de los empastes. La sucesión de cuerpos crea siluetas, aunque están de frente. Los torsos son prácticamente abstractos, por lo que todo el misterio se concentra en los rostros con algunos rasgos deformados, y en especial en los ojos, que son como puntos de fuga que nos succionan la mirada.
En una de esas obras vemos a una jovencita y a un niño. Las dos cabezas están inclinadas hacia la izquierda, creando cierto desbalance. Nos miran de frente. Los ojos de ella son profundos, el de la izquierda es como una sombra opaca, pero el de la derecha tiene una pequeña mancha blanca que lo torna más real, y ese solo detalle activa una sensación muy rara.
Es difícil codificar ese tipo de vibración, pero yo la siento como una mirada triste, una conexión lúgubre que se transmite solo con la presencia, el silencio, las bocas apretadas. El niño parece no tener ojos, el de la izquierda es un gran hueco negro, el otro está como tapado con capas de pintura. Aun así, siento que nos mira, se reafirma en su presencia, quiere que sepamos de su existencia; es como si ambos nos intentaran transmitir la tristeza y la resignación por un padecimiento terrible.
Cuando se entra a la galería, el espectador choca con el hermoso retrato de una chica que lleva un adorno de florecillas amarillas sobre el cabello corto y negro. Ella está de frente, pero no mira a quien se le acerca, sino hacia la derecha, como en las fotos antiguas, con mucha seriedad.
Este gesto del personaje, de ignorar al visitante, puede ser leído como un preludio de lo que le espera al público al colisionar con la energía del resto de la animas que vibran en el espacio. Después de intentar encontrarle alguna simpatía a ese rostro, la vista tiende a recrearse en el atractivo pictórico con que Yasiel da forma a su ropa; todo su torso está resuelto como a base de un repello con espátula, con empastes blancos, rosados, rojos, naranjas, violetas.
Entonces tropezamos con dos cosas perturbadoras. En el centro del pecho, pegada entre las capas de pintura, es visible una muñequita rubia de vestido azul. Pero si se mira bien, un poco más abajo y a la derecha hay otro muñeco, más pequeño y escondido, lo que le hace prácticamente imperceptible (casi que asusta encontrarlo).
Es decir, esta obra nos lanza a la sala ya un poco exaltados. Esa experiencia perceptiva, difícil, inquietante, que implica un esfuerzo enorme de nuestra parte para traducir en palabras lo que las obras nos hacen sentir a base de estímulos puramente visuales, es algo extensivo al resto de las obras de la exposición.
Si el visitante opta por continuar a la izquierda, entonces se encuentra con la pequeña sala que funciona en este caso como una capilla para un conjunto de rostros iluminados. Se trata de pequeñas pinturas dentro de cajas de luz, en las que el artista incrustó también objetos, muñecos y peluches que vuelven las imágenes más siniestras, como si se tratara de espectros de ultratumba.
Según me comentó Yasiel, él intenta obtener alguna pertenencia de las personas que retrata, sobre todo de los niños, a los que les pide un juguete, como parte del diálogo que establece con ellos. Entonces, cada retrato, que lleva dentro un residuo material del juguete del cual el niño se desprendió en el momento en que se dejó retratar, al ser metido dentro de una caja e iluminado, se transfigura en algo así como una holografía, la imagen de un espíritu que ha sido encapsulado en un espacio en el que puede ser contemplado, pero del cual no puede salir.
La iluminación por detrás de las telas genera efectos de transparencias, de manchas, y sobre todo de profundidad, que vuelve las imágenes acuosas, densas, líquidas y translúcidas a la vez, como si se tratara se recipientes de conservación. Y lo son, se trata de recipientes estéticos, experimentales, hechos para conservar visiones producidas por la imaginación del artista y para generar las más disímiles experiencias estéticas. Por eso pueden resultar tan turbadores.
En la larga pared del lateral derecho esperan, impacientes, cuatro obras que, literalmente, nos miran de reojo. Se trata del tipo de retrato que busca la mirada del espectador donde quiera que este se sitúe, de manera que cuando el público entra y recorre ese tramo, da la sensación de que cada personaje nos mira para que los miremos, como queriendo monopolizar la atención. Incluso, el niño de la primera obra hasta parece hacer un gesto con la cabeza, ladeada hacia la izquierda y con el rostro en diagonal hacia la derecha.
Estas metáforas subliminales nacen de las sutilezas de la museografía, que no se limita al mero despliegue de obras en el espacio, sino que sabe cómo asignarle roles específicos a cada personaje, para que estos proyecten su personalidad con suficiente autonomía, pero sin dejar de dialogar entre ellos, con el espacio y con el espectador, como debe suceder en un relato bien concebido.
Ahora bien, como esta exposición es una lucha entre rostros que son como imanes, difícilmente alguien se vaya por ese lateral antes de detenerse en el cuadro que cubre la sección de pared que está en el centro de la galería. Esta es sin duda una de las obras más inquietantes de la serie, y ya he dicho varias veces que todas los son. Pero este retrato de una niña parece sacado de un filme de suspense.
La parte de los hombros y el pecho aparenta no estar terminada. Inexplicablemente, con un color opaco, casi mortecino, el pintor crea volumen y, para colmo de rareza, marca la piel con líneas onduladas en sentido horizontal, que en la parte del hombro derecho son atravesadas por otras verticales, creando cuadrículas.
Pudiera pensarse que se trata de una ropa a cuadros, pero la sensación que me da a mí es como de incisiones en una piel gris agrietada. Esta ambigüedad pictórica es chocante, pero nada parecido con los ojos de la niña, que por contraste nos llevan a una dimensión totalmente diferente.
Como decía al comienzo refiriéndome a la filosofía de Nicolás de Cusa, en esos ojos hay un poderoso destello de vida. Son de un color verde claro, redondos y están bien abiertos. Y lo más singular es que miran ligeramente hacia arriba y a la izquierda. A nosotros no nos hacen caso. Sin embargo, no podemos dejar de mirarlos.
La expresión es como de asombro, clarividencia, expectación, de un pensamiento que se transporta hacía una lejanía, una ilusión, una emoción que se comienza a formar, una insondable sensación que comienza a fluir a través de la mirada. Y como el personaje no nos la transmite directamente a nosotros, no nos queda otra que interrogar ese rastro de energía.
Pero, si nos fijamos bien, aparece un tercer ojo, contiguo al de la izquierda y ligeramente más abajo. Ese sí que nos mira de frente, ese ojo nos interroga a nosotros, nos espía, es como el guardián de la subjetividad de los otros dos, que están como poseídos por una experiencia muy íntima y profunda. Qué obra maravillosa. Qué metáfora pictórica tan intuitiva del juego hermenéutico en que nos involucra un retrato vivo.
Pero hay muchas más joyas en Animas, hay que recorrer toda la sala, hay que hacer esto frente a cada obra. Detenerse, descubrir las rarezas, los misterios que encubren y develan a la vez, encontrar la lógica desde la cual nos plantean un diálogo.
A mí me gustaría quedarme conversando con la joven que tiene una llamarada abstracta a los pies. Da como la sensación de que la tela del vestido le cogió fuego, y ella ni se inmuta.
Está sentada, resignada en su tristeza, con la mirada perdida en el suelo. También, esa mirada en diagonal parece que mira al vacío blanco de la pared que le queda al lado. Es para quedarse a su lado, acompañándola.
Desde el punto de vista pictórico y museográfico hay una relación de efectos muy interesante. Lo que imaginamos que puede ser un vestido largo es pintura totalmente abstracta, de un rojo encendido, por eso digo que parece una llamarada.
En contraste, tenemos el espacio de pared en blanco junto al cuadro, al cual siento que mira el personaje. El fondo de la imagen es negro, profundo. Todo ello tiende a redundar en su estado emocional: melancolía, vacío, soledad, dolor, estados psíquicos difíciles bullendo al rojo vivo. Sin embargo, o por eso, la obra es estimulantemente bella.
Otra singularidad de Animas es que todas esas personas pintadas por Yasiel permanecen anónimas para nosotros, su relación con los modelos nos es desconocida. Podemos suponer que se trata de gente cercana, de su entorno familiar y social inmediato.
No sabemos si el pintor trabaja con fotografías, si hace posar a sus modelos o si recupera sus rostros de impresiones de la memoria. Por tanto, el referente real permanece para nosotros inaccesible y esto forma parte del juego artístico que se nos propone.
Galería
Situados frente a esos retratos tenemos entonces dos dimensiones hermenéuticas: la ambigüedad de los personajes, su identidad desconocida, y el gesto pictórico en sí, la manera en que los artificios representacionales nos hacen experimentar la imagen como viva, con ojos que nos miran y nos involucran en el misterio de una atmósfera espiritual.
Esa segunda dimensión es el acto de pintar como hermenéutica del develamiento de intrincadas impresiones psicológicas, de conflictos no exteriorizados que el artista intenta interrogar para darle forma estética. Y ahí es donde aparece una nueva oscilación hacia el ocultamiento, porque los gestos pictóricos expresionistas vuelven intrincadamente observables las señales del ser-ahí. El segundo movimiento de develamiento de esas señales nos corresponde a nosotros, en tanto soberanos espectadores.
Resumiendo, aunque ya dije que Yasiel Elizagaray es un expresionista bastante singular y solitario en el contexto cubano actual, es posible inscribirle en la tradición del retrato sugestivo con rasgos expresionistas que tuvo grandes exponentes en la vanguardia cubana, como Ponce de León, Carlos Enríquez y, por supuesto, Víctor Manuel, retratista por excelencia.
Ya en los sesenta tenemos el gusto por la deformación de Antonia Eiriz, pero sus cabezas no eran exactamente retratos, sino más bien arquetipos de fenómenos sociales. Ahora pienso que es claramente perceptible que el temperamento de Elizagaray y sus búsquedas formales están más orientadas o sintonizadas con el expresionismo europeo, en especial el de endemoniados retratistas como Max Beckmann, Jean Fautrier, Oskar Kokoschka, Otto Dix, Egon Schiele, Chaïm Soutine o Emil Nolde, cuyo célebre autorretrato es un buen ejemplo de lo que estamos hablando.
También habría que citar a pintores neoexpresionistas muy influyentes de las tendencias neofigurativas posmodernas como Francis Bacon, Georg Baselitz o Ken Currie.
Yasiel se define a sí mismo como un expresionista que utiliza el recurso de la deformación para darle corporeización estética a los fantasmas que nos habitan, es decir, las complejidades psíquicas de la mente humana. Representa los rostros de niños, mujeres y hombres con protuberancias a base de pigmentos que les hacen parecer atrofiados o mutilados.
Las expresiones son enigmáticas, no son emociones o estados de ánimo fácilmente reconocibles. Se trata de una pintura que intenta representar lo intangible, como puede ser un sentimiento, una emoción, un rasgo psicológico, la personalidad o subjetividad de una persona tal como lo ve, lo siente o lo interpreta el artista. Por tanto, Yasiel conserva ese tozudo gesto vanguardista de representar lo que es prácticamente irrepresentable por medio de la pintura.
La estética de lo abyecto de Umberto Peña
El imaginario visual de Umberto Peña recurre a vísceras, músculos, venas, cartílagos, estómagos, penes, gases, semen, eructos y fluidos corporales, como una estrategia discursiva que intenta reivindicar el lugar de la otredad, de esas subjetividades que la sociedad en determinados momentos considera anomalías.