Me pregunta por Messenger un paisano, algo perplejo, cómo es posible que apruebe el uso que Luis Manuel Otero Alcántara ha hecho de la bandera cubana. Me insiste, afligido:
“No entiendo cómo una cubana puede estar de acuerdo con el hecho de que a alguien se le ocurra publicar imágenes en las que utiliza nuestra bandera como un trapo. Por favor, de cubano a cubana, respóndeme a ver si logro entender su postura como intelectual y artista, despojándonos un momento de perfiles políticos puros”.
Nos separa, evidentemente, como punto de partida, el posicionamiento de base ante cualquier símbolo patrio. Un símbolo, por definición, no es sino eso: una representación de, y en tanto arquetipo se aviene perfectamente a relecturas y apropiaciones varias. Algo similar ocurre con la patria.
Ufffff… la patria.
Confieso que este caso es más complejo. Cuando oigo patria oigo Pater y Pater Patriae, y oigo patraña. Cuando oigo patria, oigo patricio y oigo vicio. Cuando oigo patria, oigo patriarcado y expatriado. Cuando oigo patria, oigo paria.
Y trato entonces de conciliar todas ellas en aquella tan traída y llevada alocución en el Liceo Cubano en Tampa, y zumba en mis oídos aquello de “Con todos, y para el bien de todos”, y me viene a la cabeza, tratándose de la bandera en tanto símbolo patrio, ese sentimiento auténtico que también expresara Martí en ese mismo discurso, cuando decía:
“Ni vería yo esa bandera con cariño, hecho como estoy a saber que lo más santo se toma como instrumento del interés por los triunfadores audaces de este mundo, si no creyera que en sus pliegues ha de venir la libertad entera, cuando el reconocimiento cordial del decoro de cada cubano, y de los modos equitativos de ajustar los conflictos de sus intereses, quite razón a aquellos consejeros de métodos confusos que sólo tienen de terribles lo que tiene de terca la pasión que se niega a reconocer cuánto hay en sus demandas de equitativo y justiciero. ¡Clávese la lengua del adulador popular, y cuelgue al viento como banderola de ignominia, donde sea castigo de los que adelantan sus ambiciones azuzando en vano la pena de los que padecen, u ocultándoles verdades esenciales de su problema, o levantándoles la ira: —y al lado de la lengua de los aduladores, clávese la de los que se niegan a la justicia! (…) ¡Valiera más que no se desplegara esa bandera de su mástil, si no hubiera de amparar por igual a todas las cabezas!”
Sucede, pues, que cuando el gobierno de un país no actúa a cabalidad ni a la altura de las expectativas de patria y nación, los símbolos patrios (siempre hábilmente manejados por el poder como sacros, para equiparar vilmente, en ignominioso hurto, el amor a la patria con el amor al gobierno de turno, muchas veces erigido tirano) devienen la expresión última de nuestra inconformidad, nuestras angustias y nuestras esperanzas. Devienen el único modo efectivo de hacer oír nuestro reclamo y con él exigir, de facto, nuestros derechos.
Tal es el caso, por ejemplo, del movimiento por los derechos civiles y la contracultura durante la década de los años sesenta en los Estados Unidos.
La lacerante versión de The Star-Spangled Banner de Jimi Hendrix en Woodstock es, tal vez, la más bella y atormentada interpretación del himno de los Estados Unidos. El arresto de Yippie Abbie Hoffman vistiendo una camisa con la bandera de los Estados Unidos como protesta ante la guerra, y su icónica frase: “Lamento no tener más que una camisa para ofrendar por mi país”, avanzó la legislación en torno al uso de la bandera y el derecho a la libertad de expresión en ese país.
El potente gesto de Tommie Smith y John Carlos, durante la ceremonia de premiación de las Olimpiadas de 1968, en México, clavando sus miradas contra el suelo y alzando el puño enlutado frente a la bandera y el himno nacional estadounidense, como reclamo a la pobreza y la desigualdad racial, es otro ejemplo elocuente que hoy llega hasta Colin Kaepernick, hincado de rodillas durante el himno nacional como protesta ante la injusticia racial y la brutalidad policial.
En 1966, Sidney Street sacó su bandera y la colocó debidamente doblada en plena acera y, sin dejarla tocar el suelo, en silente ceremonia, le prendió fuego. El veterano de la Segunda Guerra mundial protestaba así contra el asesinato de James Meredith, activista por los derechos civiles. Cuando comenzó a acercarse la muchedumbre y llegó la policía, Street dijo en tono pausado: “Si ellos dejan que eso le pase a Meredith, no necesitamos una bandera estadounidense”.
Una democracia no puede serlo si un sector de la población queda excluido. Una democracia no puede serlo si la libertad de expresión está coartada.
Una democracia no puede ser inamovible y debe repensarse y readecuarse a cada momento para avanzar hacia ese bien común que es el de todos y cada uno de los ciudadanos que la integran.
Una democracia no puede serlo si los símbolos de un país solo sirven para ensalzar al poder y amordazar a sus ciudadanos.
Una bandera debe ser, y es, el último gesto político y el más supremo acto de libertad, puesto que ella encarna el metarrelato de toda una nación.
La tradición del uso controvertido de los símbolos patrios en el arte contemporáneo es también más que extendida. Baste mencionar los casos de Mark Alexander, Jean-Michel Basquiat, Paul Stephen Benjamin, AA Bronson, Luis Cruz Azaceta, David Hammons, Keith Haring, Jasper Johns, Brian Kenny, Andrew Krasnow, Barbara Kruger, Patrick Martinez, Kate Millett, Nabil Mousa, Sarah Rose Sharp, Dread Scott, o Sean Scully, por tan solo circunscribirnos a los Estados Unidos.
El caso cubano no es excepción. Pedro Álvarez, Franklin Álvarez, Adriana Arronte, Tania Bruguera, Sandra Ceballos, Ángel Delgado, Rafael Domenech, Tomás Esson, Fernando García, Carlos Martiel, Cirenaica Morera, Pedro Pablo Oliva, Wilfredo Prieto, Ciro Quintana, Sandra Ramos, Fernando Rodríguez, Lázaro Saavedra, Rubén Torres Llorca y Osvaldo Yero, son tan solo algunos de los más genuinos ejemplos.
Una tarde de 1988, de regreso a casa, entré en Galería Habana. Estaba abierta la meridiana exposición El hombre incompleto, de Rubén Torres Llorca. Una de las piezas (Con mi enemigo bajo el mismo techo), colocada sobre el piso, obligaba al visitante a levantar la bandera que como velo se cernía sobre dos cabezas: una ostentaba un crucifijo, la otra un exvoto con una mano; las dos, mudas, sostenían la mirada mientras el manto de la estrella solitaria, a modo de exequias, las condenaba al ostracismo.
La visceral obra, con su tono íntimo, era un alegato sobre la doble moral en la que ha estado sumido el pueblo cubano durante décadas, amordazado bajo la ideología de un único partido que se alza detentor de una única verdad, secuestrando bajo la bandera el más inalienable de los derechos: el derecho a la libertad de opinión.
Por aquellos años, otras versiones de la bandera resultaban desgarradoras. Bandera cubana (Tomás Esson, 1988) mostraba una bandera hecha de tripas. De cada franja cercenada violentamente, asomaban ojos amenazantes, chorros de leche de muñones todavía vivos. La obra, que formó parte de A tarro partido II, expuesta en la Galería 23 y 12, fue censurada por el poder, que por entonces desató otra de sus olas de censuras.
Con el tiempo, la bandera cubana —como la sociedad misma— ha devenido anoréxica. Hemoglobina, de Adriana Arronte, es el mejor ejemplo.
Y mientras languidece un país secuestrado por la ausencia de libertades cívicas, en una sociedad donde se criminaliza la libre expresión, hay un hombre que se pasea con la bandera cubana sobre los hombros y nos recuerda que la patria es de todos. Amanece con ella. Duerme con ella. La sostiene, el brazo en alto, hasta el cansancio. Corre con ella hasta reavivarla en el viento. La ondea por toda la ciudad.
Decía Milan Kundera en su libro La broma (ese que, en entre otros tantos libros, nos pasábamos furtivos de mano en mano en La Habana, allá a principios de los años noventa): “Un hombre que va por la orilla del mar agitando enloquecidamente con el brazo extendido un farol, puede ser un loco. Pero si es de noche y entre las olas hay una barca perdida, ese mismo hombre es un salvador”.
Tal vez y haya respondido a tu pregunta.
#Lapatriaesdetodos
#Freeluisma