Terminarte en la cara: De Michel Foucault a Alejandro Cañer

Dicen que masturbarse luego de tomar agua de coco o guarapo suscita que el semen brote dulce y abundante; aunque soy de la teoría de que, sin una buena imagen de provocación y lujuria, la paja es simplemente un desperdicio, por mucho jugo de caña que abone sustancia al escroto. 

Pero de esto es complejo hablar en la mayoría de los circuitos sociales de la Cuba que corre; la estructura conservadora y sentenciosa que nos inunda lo impide. Este sesgo, patológico en algunos estratos, problematiza el simple transitar discursivo en torno a la tarea del decir, que en su sentido más aglutinador se trastoca en arte.

Por eso me inquieta el pensar que, si el arte es una provocación en su forma más estricta, y la plasticidad sexual es una necesidad deleitosa para el cuerpo, así como sus ideas, ¿cómo puede haber reservas al comentarlas, confrontarlas y extenderlas como bien público? ¿Puede ser escandaloso, en una sociedad tan caliente, sexual y sexualizada, la idea de compartir fetichesintrigas de cama o cuestiones húmedas y genitales? 

Esto, por supuesto, sin caer en la machanguería redundante y vomitiva ni en los trucos de farándula. Hablo del intercambio sexual —de fluidos, experiencias o puntos de vista— como prestaciones culturales, como savia compartida. 

La supresión de una inmediata libertad, en este caso una libertad de expresión sexual, va determinada principalmente por cómo se manejan las esferas de poder en la sociedad y de qué forma una acción liberadora y placentera —como lo es el sexo— descoloca una serie de determinismos dogmáticos que impone el orden social. Este último instaurado desde una élite específica que en la mayoría de los casos deshumaniza en pos de satisfacer necesidades productivas y mercantiles, como bien aclaraba Michel Foucault. 

Señalaría también Foucault que:

si a partir de la edad clásica la represión ha sido, por cierto, el modo fundamental de relación entre poder, saber y sexualidad, no es posible liberarse sino a un precio considerable: haría falta nada menos que una trasgresión de las leyes, una anulación de las prohibiciones, una irrupción de la palabra, una restitución del placer a lo real y toda una nueva economía en los mecanismos del poder; pues el menor fragmento de verdad está sujeto a condición política.[1]

Entonces, aquí entendemos el sexo como un saber estrictamente político, vinculado, inequívocamente, a una estructura de poder que regula condiciones de vida, divisas culturales, y que a la vez sugestiona, a la hora de asimilar su entorno, al individuo. 


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De esta manera se alumbra el cómo existe una realidad sexual supeditada a una estructura que rige y dictamina qué es moralmente “adecuado” y qué puede llamarse “inmoral”. Así, la sexualidad es comprendida como algo bajo y fútil, que solo debe ser tratada en la intimidad; y en el caso de ciertas masculinidades, como una cuestión de reivindicación constante. Esto va de la mano, al mismo tiempo, con cuestiones de solidificación de una estructura heteropatriarcal y blancocéntrica, que dictamina qué material sí es digno de sexualizar y qué debe pasar simplemente por una “cochinada”.

Particularmente en Cuba, la cuestión sexual es tratada con tanta superficialidad que pareciera un país donde esta no ocurre. Si tomamos como apoyatura la comunicación oficial —dígase programas de TV, noticieros, revistas, novelas—, se pudiera pensar que en Cuba casi no se singa, o en un mejor escenario, se hace solo con fines reproductivos en situaciones conyugales. 

Terrible. Es un tema tratado con tanta superficialidad, desentendimiento y cautela, que pareciera se habla de una enfermedad grave, crímenes o qué sé yo. Y esto último cabe también para el ecosistema artístico y creativo. Es como si auscultar con pudor y sutileza las estructuras del sexo le diera una dimensión distinta, más “encumbrada”, más “civilizada”, más “culta”.

Vale aclarar que el sexo es un acto poético per se y que no se goza de mayor naturalidad expresiva, desde la ruptura con la sinfonía de lo estático, más cuando un buen orgasmo te sacude y te obliga a escupir linfa y placeres. No existe poesía mayor que aquel pasaje de Ensayo sobre la ceguera donde un total Saramago describe los últimos veintidós minutos en que su chica de las gafas oscuras tuvo visión. 

Fue el deleite y lo carnal, el amor, el orgasmo y lo líquido, y luego, la ceguera blanca, que la atrapó, desnuda e inerme, con la vagina dilatada luego de ser penetrada por su amante, que se escurría y huía aún con fluidos en su cuerpo. Es inadmisible desconocer lo sublime y exquisito en una narrativa de horror y sexo.

A través de este escenario nacional, se abre camino una polémica, una febril transición del dicho al hecho, la consumación del “cuando te coja” al “gime bajito que están durmiendo los vecinos”, una pretensión tan descarada y arrogante como hermosa. Hablo de la estética y edulcoración sexual de Alejandro Cañer y sus diseños. Nótese que tanto Foucault como Cañer son solo eslabones de la cadena que pretendo construir y en la que sostendré el peso de mi atrevimiento. 


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Alejandro Cañer pareciera no conocer la vaselina y al pelo nos introduce sus pretensiones creativas, vuelta de un tempo garrasposo, donde mientras más sangre y gemidos haya, mejor. Elabora ilusiones, trastabillazos simbólicos, pero, sobre todo, escenas concluyentes de la poética epitélica donde halla a la ilustración desde la performatividad y las insinuaciones del cuerpo. 

Él comenzó en el diseño como cada persona en su vida sexual, de manera autodidacta, aprendiendo, en tanto se exploraba y disfrutaba; y mientras más hurgaba en lo placentero, crecía —como un rabo presto y dispuesto a correrse— siempre que encontraba narrativas nuevas que le penetraran y le erizaran el cuerpo. 

Su estética cuir, marcada y claustrofóbica, no puede estar encerrada porque desespera y suda frío; por eso brota, corre y se hace viral en Instagram, WhatsApp o la entrada del Trianón. En él se sacude un producto enmarcado en los patrones sexuales de la contemporaneidad pospúber cubana, que guapea por la transgresión de ardores de antaño sujetos en la restricción y lo monótono. Así Cañer engloba el recurso epitélico como conclusión de la teatralidad y el deseo, donde sentencia su ethos dramático el saber estético de sus obras, cuando hasta los orgasmos y los gemidos transitan acorde al guion. 

En una entrevista realizada por Edgar Ariel y publicada en Rialta Magazine, Cañer comentaba los porqués de su distancia con el grafismo contemporáneo cubano, que van desde el fatalismo geográfico hasta su no incursión en la academia. Ahora, me gustaría enfatizar que esa distancia provoca atropellos narrativos invaluables. Estos sodomizan el casticismo que se proponen muchos preceptos escolásticos que atiborran de panfletos en forma de imagen algunas galerías del circuito. 

He visto a Cañer diseñar carteles promocionales, portadas de libros, propagandas de militancia, atributos porno; de todo. Su versatilidad impresiona, tanto o más que su destreza comunicativa, que sabe hacerla funcional y acorde a la dramaturgia de su público. Tanto así, que sus diseños pasean por todo un gremio en Cuba o por un Moscú colorido y eufórico; la escuela soviética le cedió sus herramientas y este las torna bambalinas de estridente morbosidad. No faltaría menos para provocar a Putin y al Santo Patriarca que un buen diseño con pie en un dildo firmado por Alejandro Cañer. 

De esta forma, la propuesta de exclusividad que alterna Cañer en su obra, putea dispar y arrítmica con el entramado de saberes sexuales en nuestra sociedad, en tanto descree de ellos. De este modo se enviste como discursor de las humedades sublimes del homoerotismo falocentrista y se aleja, con cierta petulancia morbosa, de un imaginario sexual que satura nuestras calles y callejuelas. 


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En él, la ruptura con las leyes formales que sentencia la heteronormatividad, blanca y hegemónica, se subvierten en un homoerotismo, blanco e invariable, plagado en determinantes que reproducen ciertos estándares de dominación y jerarquía. Se trastoca así un orden de imposición estética en otro, discursor de patrones de alcurnia, desentendido de su esencia e imbricado al trato que jura negar. 

Quizás este sea el fallo mayor que note en su obra, y para ser justo, en la mayoría del arte erótico y del arte cuir que se encuentran en las galerías habaneras. Y es algo puntual porque la lucha de una disidencia sexual se desajusta al momento de silenciar en su universo creativo a otra. Como la lucha por la integración no puede estar ajena a otros grupos subalternos y pisoteados. No hace falta destacar que el arte es un modo de discursar. Y discursar es la forma más clara de políticamente luchar. 

Sentenció de modo magistral Paul B. Preciado que “la libertad de género y sexual no puede ser una distribución más justa de la violencia, ni una aceptación más pop de la opresión. La libertad es una salida, un túnel. La libertad […] no te la da nadie, se fabrica”.[2]

Por eso, en la fábrica de libertades a la que aplica Cañer, creo pueden tener cabida distintas secuencias ideoestéticas; una amalgama llena de matices, sabores y latidos como la esencia humana misma. Él es un transgresor del espacio-tiempo de su país, un seductor que desde la imagen, erotiza, persuade y lucha; mientras más abarcadora y lúcida, más justa y hermosa será. Él lleva en sí el talento y la ruptura para darle vida y voz a la sexualidad desde todas las aristas posibles del ortoedro de la vida. 

En los circuitos creativos de la Cuba de los últimos años, existe una monotonía tremenda, la que solo se solapa con destellos y cadenetas. Lamentablemente, hay más cadenetas que destellos y estos, fugaces, aún muy endebles y puntuales, transversalizan una serie de discursos que le son disonantes al margen institucional. Cañer es de esos destellos, como lo es Un tipo como tú, corto de ficción y ópera prima de su amiga, la realizadora Ava. 


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En este corto, estrenado en pantalla grande en el Acapulco como parte del último Festival de Cine de La Habana, se exploran diversas variables de la sexualidad trans, como modo de reconocerse cuerpos sexuales y ávidos de placer, cuestión que se obvia en muchas ocasiones cuando se tratan sus relaciones humanas. El corto es un espacio de reivindicación identitaria y sexual de la realizadora, la que en dos escenas y pocas líneas de diálogo, denuncia y resuelve una serie de violencias a las que se ven sometidas estas personas. 

El material, además de ser una plaza de aprendizaje y reposo, rompe con el arquetipo en el que normalmente se encasilla la transexualidad y representa, a su vez, una riposta, húmeda y deliciosa, a una serie de corrientes de pensamiento, nocivas, arcaicas y viles. Estos postulados estético-discursivos rompen con el ostracismo en las líneas mediante las cuales se asume la sexualidad, tarea útil y necesaria, ya que el arte es la plaza más inmediata y efectiva para hacer política.

En otro orden de informaciones, las piezas de Cañer fluyen, tanto como el torrente sanguíneo que satura los conductos del pene hasta lograr la erección, para darse a frotar las ideas como caricias al glande que, al llegar al clímax, escupirá la esencia dramatúrgica de sus imágenes. Así empapa la realidad adyacente y escandaliza a los cautos. El pudor es para moralistas, diría en una serie de obras el amigo pintor, en tanto los moralismos son para desentendidos de la esencia pecadora del humano. Nada más delicioso que transitar por juegos que fracturan la idolatría y el estatismo insostenible. 

A su vez, Cañer es un sujeto político activo en las vertientes del disenso creativo cubano. Tiene un orden de ruptura respecto a la maquinaria instituida que le asigna modelos sexuales y de pensamiento. Pero él es hábil, satiriza y lame zoquete la puntica de esos esquemas. Los sacude, los estimula en sus áreas erógenas, los muerde y los irrita. Le encanta hacerlos arder, sangrar; es pasional cómo se disfruta verle los cojones hinchados a ese macho impositivo que se reconoce como poder político. Ahí es donde los desquicia y les gana. 


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¡Oye, policía, pinga!”, se grita en Cuba como medio de reacción y asco a los órganos represivos del Estado. “¡Oye, policía, pinga!”, colocó Cañer en uno de sus diseños como medio de reivindicación de un modelo sexual reprimido. Así mi lectura:

En la obra, un chico, casi desnudo, se sujeta a la pierna de un represor, quien alterado intenta zafarse. El chico humedece sus labios y luego los muerde, acaricia siniestro los muslos del represor, lo mira a los ojos y le ruega con un tono excitante y meloso: “oye, policía, pinga”. El represor se irrita mientras el chico más se calienta, le comienza a besar las piernas, le chupa la tonfa plástica ante la negativa del guardia de darle la de carne. Este lo golpea y se excita, tanto que la marca transversal de su pinga casi le llega al bolsillo. Comienza a soltarse el pantalón hasta que le pone el prepucio en la boca. El chico lo lleva hasta su garganta casi, hace maravillas con ese emblema represivo de virilidad. El guardia, llegado el punto, se contonea, se sacude, se estremece, mira al chico a los ojos, se viene, y le embarra de semen el nombre. El chico se limpia y se deja esposar, el represor lo golpea, con roña y arrepentimiento, nadie se la había mamado nunca así, pero estaba cumpliendo órdenes, y ese chico, por “maricón”, tenía que ir preso. Vamos a decir que corrían los años 60 en Cuba y las UMAP lo acogerían para “endurecerlo”. El guardia seguiría en su puesto, tan “macho” como siempre, rogándole a la vida una “mujer” que le mamara la pinga tan rico como ese “pájaro”.

Hablamos de una represión política factual y de otra sexual que se intenta solapar con eslóganes y falacias. En la Cuba que corre, los estereotipos y la reafirmación de patrones son una constante en el esquema de comunicación, tan nocivo y arcaico como excluyente. La contemporaneidad, aunque supuestamente deconstruida y descolonizada en materia sexual, penaliza un puñado de símbolos y gestos que, bajo la excusa de la inmoralidad, encierran los cuerpos en una burbuja esquemática e insípida, toda vez le suprimen la voracidad carnal que el orden moralista condena.

Asimismo, avivan la sustracción de la condición del humano como ser ávido de gozo, mientras se enjuicia y patologiza; esta es la más funcional formulación de un sistema mundo inmediato y deshumanizador que pretende usurpar la variable placer del orden de prioridades del individuo, al tiempo que la reconceptualiza dentro de su marco consumista y canónico. 

El sexo en sí trasciende lo descriptible, en tanto la represión y moralización a la que es sometido, transitan por la línea del análisis más básico de la estructura conservadora que promueve la élite económica, política y cultural desde su Olimpo mediático. Mas creo válido destacar que la política es, a su vez, un acto sexualizado y sexualizante; al fin y al cabo, la política impositiva y represiva no representa más que masturbaciones de poder de un grupo élite determinado.


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La concepción del sexo como causa política, así como el orden liberador que nos corresponde, fue señalado por Foucault en su hipótesis represiva: 

Pero tal vez hay otra razón que torna tan gratificante para nosotros el formular en términos de represión las relaciones del sexo y el poder […]. Si el sexo está reprimido, es decir, destinado a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el solo hecho de hablar de él, y de hablar de su represión, posee como un aire de trasgresión deliberada. Quien usa ese lenguaje hasta cierto punto se coloca fuera del poder; hace tambalearse la ley; anticipa, aunque sea poco, la libertad futura. De ahí esa solemnidad con la que hoy se habla del sexo […]. Después de decenas de años, nosotros no hablamos del sexo sin posar un poco: consciencia de desafiar el orden establecido, tono de voz que muestra que uno se sabe subversivo, ardor en conjurar el presente y en llamar a un futuro cuya hora uno piensa que contribuye a apresurar. Algo de la revuelta, de la libertad prometida y de la próxima época de otra ley se filtran fácilmente en ese discurso sobre la opresión del sexo. En el mismo se encuentran reactivadas viejas funciones tradicionales de la profecía. Para mañana, el buen sexo. Es porque se afirma esa represión por lo que aún se puede hacer coexistir, discretamente, lo que el miedo al ridículo o la amargura de la historia impiden relacionar a la mayoría de nosotros: la revolución y la felicidad; o la revolución y un cuerpo otro, más nuevo, más bello; o incluso la revolución y el placer.[3]

Aquí es donde nos percatamos de la importancia narrativa y estética del arte de Alejandro Cañer en la escena contemporánea cubana. Su eterna ruptura, su futura revolución y su presente penetración en diversos círculos del gremio, ratificarán la importancia de estas masturbaciones estéticas, porque donde esta linfa caiga después de un palo grosero y ardiente, brotará el disenso, ese que, en el arte, es la única fórmula de salvación.




Notas:
[1] Michael Foucault: Nosotros, los victorianos. Historia de la sexualidad, Siglo XXI Editores, S.A. de CV, 2007, vol. I, p. 11.
[2] Paul B. Preciado: Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas, Anagrama, S. A., 2020, p. 30.
[3] Michael Foucault: ob. cit., p. 13.




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Ray Veiro

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