Tito Trelles: memorias de un fotógrafo triste

Murió Tito Trelles. Se lo tragó el pantano. Como a Grandal, Jesse Ríos, Gay García, y a tantos otros. Miami es un huevo negro

Podría haber escrito un obituario en el periódico de turno: 

“Fallece Tito Trelles (Santi Spíritus, 1950 – Miami, 2019), fotógrafo cubano residente en Miami. Le sobreviven su hija Patricia Trelles y su nieto en Cuba, su hermana de crianza (Tito era hijo único) y sus primas Mariavy y Ana Maria Trelles en Miami. Estudió periodismo en la Universidad de La Habana, pero pronto se dio cuenta que más vale el lente que la pluma. Fue miembro de la Fototeca de Cuba, y trabajó como fotógrafo para el Fondo de Bienes Culturales, el Taller de Gráfica de La Habana y El Caimán Barbudo entre otros. Nos deja una obra de valor testimonial inapreciable de La Habana finisecular, visiones neoyorquinas aguzadas y del Miami de adentro, ese que vive de cara a los Everglades y de espaldas al Skyline. Nos deja también su serie de Desnudos donde el cuerpo es, a un tiempo, canto a la belleza y receptáculo de mundos interiores encontrados. Será siempre recodado por amigos entrañables”. 

Podría, pero no. Estoy harta de las notas necrológicas de último minuto casi a punto de disculpas por no haber prestado el más mínimo caso a estos artistas en vida. 

Miento si digo que estuvo solo. Hubo amigos cercanos, siempre presentes, que estuvieron a su lado hasta el último minuto en el hospital, ya después de que le hubieran declarado carne de hospicio, que es lo mismo que un certificado de defunción anticipado. No pregunté de qué murió. No hacía falta. Lo mató la tristeza

Había llegado a Miami desde México, cruzando el río, “el charco”, como decía él mismo. Buscó abrirse paso en Nueva York donde colaboró con varias agencias de publicidad y encontró grandes amigos, pero el frío era intenso y decidió regresar al pantano.

Miami es un lugar extraño. Una ciudad de destino. Y no, no me refiero aquí a esa mirada foránea que abusa del traído y llevado estereotipo que convierte a esta ciudad en destinación temporal o definitiva. Maniqueos y no menos ciertos clichés sobre la ciudad que es a un tiempo enclave de veraneo o majestic shopping center para recargo de provisiones; última estación para la tercera edad que busca huir del frío ante la inminencia de la osteoporosis; resguardo de políticos corruptos y paraíso fiscal de dólares mal habidos; resquicio último de gente honrada que rehúye la pobreza, la muerte o la persecución, y cuantos otros in-between posibles en la enumeración que siempre quedará corta a falta de poder resumir todas las motivaciones personales que nos congregan en este extraño paraje.

Pero no me refiero a eso. Habiendo morado esta ciudad ya por algún tiempo, hablo desde la perspectiva del transeúnte habitual de estos designios donde el punto de partida y el punto de llegada anulan la posibilidad de todo punto intermedio. La distancia euclidiana es imposible en estas tierras arenosas de estratos rocosos donde pululan los canales que, a modo de barrera limítrofe, van reconfigurando la travesía en este enclave siempre amenazado por las aguas. 

En Miami, el hipertrofiado tráfico asoma como sufrible paliativo al crecimiento antojadizo de la ciudad a modo de “caserío” —me valgo aquí del efectivo mapa mental que me diera un pariente, recién llegada a Miami— donde de vez en vez, te encuentras un oasis para cargar más gasolina y seguir dando rueda. Siendo así, el encuentro fortuito no existe. Todo encuentro es planificado de antemano y predeterminado por el GPS —casi siempre infalible— que sortea el absurdo de los embotellamientos a toda hora, las remodelaciones viales interminables y las ondulantes autopistas que como tubos de absorción te chupan y te escupen sin saber nunca a ciencia cierta qué pasa bajo el asfalto serpentino que se eleva desafiando toda gravedad. 

A eso me refiero, a la gravedad de barrios oscuros que nos sabemos, la gravedad de los homeless debajo de las autopistas, la gravedad de los amigos que creemos saber y no sabemos

Useless: Machines for Dreaming, Thinking and Seeing

Inútiles: Máquinas para soñar, pensar y ver

Ernesto Menéndez-Conde

Notas sobre la exposición Useless: Machines for Dreaming, Thinking and Seeing, que se presenta en el Bronx Museum de New York hasta septiembre de 2019.


Así conocí a Tito, en el Bird Road Art District, gracias a ese azar concurrente que son los amigos. Él iba a encontrarse con Marta e Ismael. Yo llevaba a mi hija a tomar clases de pintura.

La primera vez que nos vimos compartimos un cigarrillo y un café mientras mirábamos desde el cristal a los discípulos de Ismael y él iba haciendo una radiografía divertidísima de cada estudiante: “…y esa, bueno, esa puede ser mi próxima modelo, pero se ve que es una revencúa”. “Esa es mi hija Tito”, le dije mientras separaba mi nariz de la pecera. “¿Ah, sí? Si te digo que donde pongo el ojo pongo la bala. Confirmado: es una revencúa”. 

Tito bajaba desde el North East donde vivía en un efficiency y yo subía desde el South West. Entre los dos juntos debíamos compendiar en cada cita matinal las millas a La Habana. Me encantaba su look un tanto punk que sospecho venía desde los años setenta en La Habana. Invariablemente vestido de negro, con su chaleco inundado de bolsillos —carné no declarado de fotógrafo— y su gorra, también negra, que se hundía en la cabeza hasta la altura de las cejas para acentuar debajo de la visera la mirada pícara. 

A Tito nunca le envejecieron los ojos. Centelleaban todo el tiempo. Intuyo que por eso su fotografía es siempre una bocanada de aire fresco.

En su ensayo Hacia una filosofía de la fotografía, Víslem Flusser advierte: “Las imágenes son mediaciones entre el mundo y los seres humanos. Los seres humanos existen, el mundo no es inmediatamente accesible a ellos y por ende las imágenes son necesarias para hacerlo comprensible”. Creo que eso trataba la fotografía de Tito Trelles. 

Las fotografías finiseculares de La Habana de Tito son un registro poético agridulce donde el contraste del blanco y negro acentúa la dignidad del retratado en medio del descalabro colectivo. Como otros fotógrafos de su época, a Tito no le interesa el retrato de grupo, esa masa amorfa que como retrato anónimo inundó la iconografía visual cubana de los sesenta y parte de los setenta. Desde mediados de los setenta y hasta su salida definitiva de Cuba en 1992, a Tito le obsesiona lo cotidiano, esa vida muda que fluye en la intimidad del hogar, esos tiempos muertos de La Habana que de tan muertos borran toda expresión del rostro y te tira a los portales para escapar el sopor de la tarde. 

Siendo así, asistimos a una fotografía íntima. Son mayoritariamente retratos individuales donde el entorno secunda la condición de personaje en un diálogo a sotto voce que duele. 

Cada vez que miro las fotografías de Tito Trelles de esa época no puedo evitar pensar en Dorothea Lange. Como ella, Tito retrata de manera infalible el estado emocional de una época, marcado por la soledad, el abandono, la desesperanza, el amor. Entre los personajes preferidos de Tito Trelles asoman niños, monjas, personas de la tercera edad. Todos ellos retratados en su entorno parecen, curiosamente, personajes desencajados del tiempo. 

La lluvia cae dura como pedradas sobre el asfalto en medio de un patio interior habanero donde las ventanas, en incómoda composición desordenada, se llenan de asfixiantes barrotes (Paquita Watching The Rain, 1983). Allí está Paquita. Desde el vano de la puerta ve la lluvia caer. La mira sin prisa, sin deseo. O siquiera la mira. La lluvia es un pretexto o, tal vez, el único indicio de que el tiempo existe. La cadencia de la lluvia es como el tic-tac de un reloj, y entre sus gotas se escurre sin remedio la vida de Paquita. 

En otra foto padre e hijo posan ante la cámara (David y Miguelito, Luyanó, 1983). La mirada del padre nos interpela. La expresión de contención de su rostro subyuga. Miguelito debe tener apenas cinco años. La ropa le va quedando corta, pero las chancletas podrían servirle, acaso, para andar toda la vida. Miguelito apoya sus antebrazos en el regazo del padre. Mira también a cámara, pero su mirada, absorta, es como una abyección. 

Disidir de uno mismo

Disidir de uno mismo

Jorge Peré

Luis Manuel Otero le debemos, cuando menos, dos cosas: la restitución de un diálogo crítico con el poder, y haberle dado nitidez al peor rostro del censor totalitario.


En la fotografía dominan los negros y grises (el interior es oscuro, iluminado por el baño de luz que entra desde la puerta del hogar, allí donde mismo se instala la cámara). Solo el atuendo de Miguelito es blanco. A primera vista parecería una suerte de retrato de Madona con niño, pero no hay remedio. Pronto comprendemos: asistimos a una Pietà

Es la Mater Dolorosa. El ofrecimiento del hijo. La mirada del padre, de postración y temor contenido, es la aceptación anticipada del sacrificio injusto del hijo. Las chancletas, como oscuro presagio, resumen toda herencia y destino. Suerte de ritournelle fatídico que habrá de inexorablemente repetir, sin escapatoria, los mismos pasos en nombre de un salvador apócrifo. En mi impotencia ante la imagen que me obsesiona busco redención en el título e imagino que Miguelito un día, cincel en mano, desbarate el David, que lo haga trisas, liberando al padre y a sí mismo de la absurda penitencia. 

Song To Wake Up Daddy, 1984, actúa como interesante contrapunto. De espaldas a la cámara, desnudo, despreocupado, un niño canturrea con su guitarra sentado en su orinal. El emplazamiento de la cámara en esta fotografía es inverso al de David y Miguelito. Aquí, somos nosotros los que estamos atrapados en el interior oscuro. Dos bloques ominosos, sombríos, flanquean la luz diáfana que sabemos inunda al niño sentado en su trono, dueño de sí.

De la pared corroída por la humedad y el tiempo en la que crecen máculas como carcinomas, cuelgan aguzadas tijeras hincadas con clavos al yeso mohoso. La sucesión de picos cortantes evoca a la madre del artista (My mother’s Tool Box, 1983). El sujeto elidido es reemplazado por la analogía que lo contiene y define. La procesión rítmica, lineal, inexorable, de los instrumentos pérfido-cortantes que como presas de caza inertes cuelgan sobre la textura dibujada por el relente sostenido de los años sugiere un Bodegón. 

No asistimos, sin embargo, a la tradición flamenca del bodegón protestante donde la mesa es pródiga y se reverencian los placeres del buen vivir. Nos asiste aquí la naturaleza muerta con todo el peso de la tradición católica, en su vertiente de vanitas. Es la aceptación estoica de la futilidad de los placeres, la belleza como algo efímero y la muerte como única certeza. El momento es grave. Estamos en presencia de un memento mori

De la estancia de Tito Trelles en Nueva York hay una serie desenfadada y bellísima (I love NY) donde dominan la algarabía de la ciudad, los contrastes de sentido, los planos inclinados, el contrapicado. No se parecen estas fotos a su visión de Miami

Data también de esta época su serie icónica Roof Tops. En esta serie el artista leva el horizonte del plano de la calle, de esa existencia terre à terre, al tope de la ciudad. Allí, alejados del bullicio, semidioses casi tocando el cielo, sus personajes vuelan. Vassanta Smoking y Cinderella Was Here, ambas del 2014. 

De esta época en Nueva York data también su serie Untitled donde antojadizos personajes femeninos siempre dueños de sí existen plenos en su propio universo. La atmósfera de esta serie es de naturaleza impresionista. El entorno, invariablemente una habitación desnuda, de paredes de bloque duro y textura áspera del que solo sabemos una ventana, es el contexto propicio al vuelo. La ventana, protagónica también, con los barrotes desde el interior parece proteger al retratado de la contaminación del mundo exterior (la serie, curiosamente, tiene como set una azotea neoyorkina que Tito magistralmente trastoca en interior). 

De Untitled se imponen The Babysitter y Gretchen paseando la cafetera (ambas del 2014). Esta última merece especial atención. En medio de la atmósfera impresionista y surrealista, Gretchen, desnuda, ataviada de un parche en su ojo izquierdo, pasea de puntillas la cafetera que dócil se somete al arreo. La luz es imponente, como el baño dorado de Zeus. 

Una vez en Miami, a Tito no le interesa la algarabía del South Beach con su lluvia de sombrillitas alegres y turistas trasnochados, ni los colores pasteles y la vida nocturna y disipada del Ocean Drive; tampoco le animan los recurrentes atardeceres llenos de lucecitas de colores fatuos del Skyline. A Tito no le interesa retratar el socorrido mito “The magic city”. Tito se mete en el pantano. Se refugia en los Everglades. Lo dignifica. En esta serie de fotografías dominan los vastos parajes, muchas veces desprovistos de sujeto. Ahora veo en ellos un reclamo inminente. Un grito desapercibido, ahogado en la inmensidad del paisaje retratado. 

El fracaso de Ai Weiwei: una muestra para selfie

El fracaso de Ai Weiwei: una muestra para selfie

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Sobre Restablecer memorias, la más reciente muestra de Ai Weiwei.


Sunrise in the Everglades (s/f) es una fotografía impresionista donde Tito conjuga en poesía textural los diferentes planos del paisaje que se suceden en franjas horizontales. Lady of the Swamp (2009) tiene el aura del daguerrotipo. La figura inmóvil en el centro de la imagen es acentuada por un halo de luz circular que destaca la soledad de este ser un tanto mítico que emerge en la vastedad del paisaje agreste. 

Long Way Home, 2018, es un doble retrato. Sobre la arena donde se vislumbran huellas de pisadas en direcciones aleatorias, un par de botas abandonadas en primer plano nos desafía. El sentido de espacio liminal donde el yo y el otro son intercambiables, anulándose toda diferencia de estatus, domina en esta imagen donde punto de partida y llegada devienen intercambiables. Es también un homenaje al amigo ido, a Grandal. 

Hacia 2016 Tito comenzó a trabajar en una serie fotográfica donde el mar actuaba como telón de fondo y álter ego. Sobre la arena eran retratados, siempre aislados de todo contexto, objetos disímiles de harto poder evocador: jaula, reloj, fonógrafo. Self Portrait, 2018, viene a reafirmar mi sospecha de que el paisaje en Miami, para Tito, devino autorretrato: una suerte de testamento no declarado que compartía con nosotros en confesión íntima, atenuada entre chistes ligeros del día a día. 

Hay otras series insoslayables que meritan en sí mismas atención depurada. Por tan solo citar algunas, The Magical Life of Berenice Fulmer, The Kite Enchanter, The Newly Weds o Untitled (homage to Diana Arbus).

Hace unos días nos reunimos de nuevo en el Bird Road Art District. Otra vez subí desde el South West por la tramoya de autopistas que se crece de espaldas a la ciudad y su gente. Esta vez Tito no hizo el recorrido habitual desde el North East. Nos congregamos en el estudio de Reynier Llanes para no sé si despedir a Tito o para convencernos de que estaba definitivamente con nosotros. 

La velada fue íntima. Familiares y amigos como Ismael, Marta, Aimée, Rafael, Reynier, Larraz, rememoramos ese ser humano, incondicional amigo, desapegado a todo lo material, con humor irremplazable y ojo agudo. Marta leyó un poema de Rank dedicado a Tito. El padre que ofreció el servicio de obituario hablo de luz. 

Cuando Tito murió estaba trabajando en su libro Antología. Cuentos de un fotógrafo triste. Y sí, creo que la soledad fue uno de sus más certeros compañeros y aprendió a abrirle los brazos

Hay pasajes de la vida de Tito que resultan fascinantes. Como quería irse de Cuba y durmió por muchos años con un bote debajo de la cama. Imagino que una suerte de sortilegio alternativo a la extendida vuelta a la manzana que dábamos en fin de año con las maletas listas para el viaje a ver si al fin, rompiendo el hechizo o por arte de birlibirloque, salíamos del país. 

Cuando no tenía cómo, revelaba las fotos dentro de un escaparate en el cuarto mientras su hija, entonces niña, le cantaba tonadillas a su pedido frente a la puerta del armatoste. En una carta a su hermana escrita desde México le advertía:

“Ensénale a tus hijos a disfrutar las cosas gratis de la vida. Como respirar el aire del mar, escuchar su rumor, disfrutar el canto de los pájaros, como crecen las plantas, un atardecer, un amanecer, todo lo que huela a naturaleza”.

Creo, sin dudas, que es este el legado de Tito Trelles. 


Galería:




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