Eduardo del Llano y Jorge Molina: Dos viejos pánicos

Jorge Molina y Eduardo del Llano son dos ejemplares del homo novum cubanensis, que a estas alturas ha devenido homúnculo forjado y regurgitado por la alquimia revolucionaria (authentic since 1959)

Hijos del arrebato y la ansiedad que han terminado arrebatados por la Historia. Hablo de toda la generación, no solo de Molina y Del Llano. Esto es con todos y para la resign(ng)ación de todos. 

Molina y Del Llano, al menos, son de los que hacen gárgaras a conciencia con el vino de plátano. Homos novum cubanensis de una época en que todos iban a ser cosmonautas como Gagarin —aunque solo tuvimos un Tamayo ocasional— y comunistas como el Che.

Los círculos infantiles estaban repletos de los productos y subproductos del baby boom sesentero cubano, multitudes de Yuris y Ernestitos dándose cabezazos y salivazos. Jorgito y Eduardito andaban por ahí también. 

Molina y Del Llano son de los que han decidido quedarse anclados a su Pachamama caribeña para dar testimonio, para jugar a los escondidos y los agarrados con el mainstream y todas sus encarnaciones. Para mantener ad infinitum la relación de amor-odio con el statu quo

Un agreste romance lleno de “Te dejo, pero te estoy mirando”, “Tú sabes dónde dice peligro”, “Juega con la cadena, pero no con el mono”, “No creas que no te conozco”, “Prueba un pedacito y verás que te gusta”.  

Son dos bestias políticas cuyas obras audiovisuales divergen centímetro a centímetro, pero corren por sendas paralelas. 

Molina, con sus perennes templetas casi pornográficas, sus sangres, tripas ocasionales y su simpático egocentrismo autoral, se la ha pasado levantando las faldas del puritanismo asexuado y frígido cubano. 

Del Llano, sobre todo con su popular y ubicuo personaje (literario y fílmico) de Nicanor O’Donell, ha retomado el batón costumbrista de autores como Torrente, Abela y Nuez, con esta nueva reencarnación del ente que fuera Liborio, y después el Bobo, y después el Loquito. Y se ha lanzado directamente a la mordaz deconstrucción de la cotidianidad sociopolítica nacional

Voyeurista uno y cronista el otro. Militantes de la individualidad. Partidarios y partisanos de la singularidad creativa, del arte como sublimación del yo y, sobre todo, como refocilación autoerótica. 

¿Acaso no es el yo es lo más político que hay? Un buen arriete para quebrar la homogeneidad que constantemente se disfraza de unidad, y se vende como tal. 

Molina y Del Llano son algunos de los síntomas —cada vez más escandalosos— de la desnudez del monarca; descosidos en el capote, la suciedad bajo la alfombra. No son los únicos. De hecho, todo el país es un gran síntoma. Pero estos realizadores son dolores y dolientes a la vez. 

Ansiosos vástagos de la primera generación prometida, soñada. Sobre sus cunas pendían cartillas, machetes, patrias o muertes. Bajo los colchones se escondían los misiles, Marquitos, Padilla, Saturno amagante, las UMAP, Florito Volandero, leyes secas, ofensivas revolucionarias, uniones soviéticas y zafras decamillonarias… 

Inevitablemente, Molina y Del Llano, desde sus reluctancias y empalizadas egocéntricas, confluyen, ya en sus cincuentenarios (y algo más), en el recuento y la reflexión sobre la nación. Todos los caminos conducen a Cuba, aunque no quieran (o sí quieran). Su ombligo los (nos) reclama a gritos.

Por todo esto (y quizás por absolutamente nada de esto), Molina’s Margarita (Molina, 2018) y Dos veteranos (Del Llano, 2019), las dos más recientes películas de ambos, han terminado resultando dos afluentes de una misma corriente, dos senderos intersecados en una misma encrucijada. Son dos momentos de instrospección, autorrevisión y repaso íntimo, que otean el pasado como maldición del presente, y al futuro como reverberación de la contemporaneidad. 

Molina’s Margarita —segunda de una trilogía que inició la previa Molina’s Rebeca (2016), y que eventualmente cerrará Molina’s Alicia, aun en proyecto— es otro resultado de la fugaz Primavera de Obama, cuya banda sonora estuvo a cargo de The Rolling Stones, con su inolvidable concierto de 2016. Pero vadea el exceso de optimismo que reboza una cinta como Sergio y Serguéi (Ernesto Daranas, 2017) y su alegoría del diálogo y la concordia tripartitos, para articular una fábula amarga sobre la imposibilidad de la realización nacional y la personal, que ya parece consustancial a los cubanos

Una vez más, Molina protagoniza una cinta suya. Pero en este mediometraje se fusiona con su personaje nombrado Molina. Se expone y se autoparodia con mordaz nostalgia: la mejor forma en que puede autohomenajearse este fauno del cine nacional. En algo sí coincide con el largometraje de Daranas: un profesor de Marxismo-Leninismo es eje conflictual de la cinta. Igualmente apela al año 1994, los tiempos del Maleconazo de agosto. 

En esta película —que como revela su título, es una apropiación libre, pero consecuente, de la fáustica novela El maestro y Margarita (Mijaíl Bulgakov)—, Molina, profesor de Marxismo-Leninsmo y rockero, se alista a asistir al concierto de los Stones en 2016. Su casa es prácticamente un santuario del grupo, tapizada por numerosos posters, nutrida de sus vinilos. 

Justo entonces reaparece Margarita, una alumna con la que tuvo un romance de carnalidad no concretada, apenas o nada envejecida tras 22 años de ausencia. Contrasta bruscamente con el hirsuto y demacrado maestro. La juventud inmaculada de la mujer no es una chapuza de la dirección de arte, sino el intencionado remarque de su naturaleza de bruja. 

Los Stones, de alguna manera, son también unos brujos inmortales, lozanos en sus ancianidades atléticas, a pesar del ejército de batas blancas que los acompañó en este viaje. Con ellos el profesor Molina tuvo un romance frustrado desde su juventud, por lo que Margarita y la banda permanecen casi todo el relato como entes inalcanzables, en una torturante cercana lejanía.

Margarita y los Stones están hechos aquí de la misma sustancia, tal como Molina y Cuba. La analogía es bien nítida, aunque no deja de ser orgánica, como toca a una buena fábula sentimental. 

Al final (spoiler alert!), ambos amores —o el mismo amor bifurcado— permanecen inalcanzables para el maestro. No se consuma la comunión carnal con ninguno de los dos, no se cumple el sueño, no se sacia la esperanza. 

La cinta cuenta con una introducción y un epílogo, que son secuencias documentales, filmadas horas antes y minutos después del concierto de Mick Jagger y su gente. Se entrevista a rockeros envejecidos que a la vez son cubanos esperanzados. Harén de novios que al fin, tras décadas de espera, cumplen su sueño de sumergirse en una orgía multitudinaria con sus galanes musicales. Algunos hasta auguran tiempos mejores en lo adelante —los viejos que hacen rock le ganaron a los viejos que hacen política”, sentencia Yoss—, pero ya eso pertenece al pasado y no vale llorar sobre la leche derramada.

Lo sobrenatural trastorna la diégesis de la cinta. La alfrombra del Período Especial se levanta y deja ver sus hipocresías, sus demonios amorales, sus estratos de corrupción. A diferencia del más noble Señor de las Tinieblas prefigurado por Bulgakov, el Diablo de Molina no hace el bien tratando de hacer el mal, sino se concentra en su rol de tentador y amo de los dobleces. 

En vez de entrampar y castigar a los funcionarios obtusos —versiones tropicales, pero muy semejantes a los burócratas moscovitas de la novela de Bulgakov—, este ente maligno se emboza en sus rígidos exoesqueletos hechos a base de formalismos, hipocresías y oportunismos. La carnavalesca máscara rosa que el personaje usa en varias secuencias deviene encarnación del kitsch, que es moneda de cambio para saciar los deseos y vicios tras las bambalinas de la opereta nacional. 

A la larga, el Diablo se convierte en aliado de los burócratas, como emanación esencial de estos especímenes de corte parasitario. Se nutre a rudales de la crisis, la mendacidad y el miedo. 

Tras el período creativo más calmado, y hasta lirista, que sucedió a Molina’s Ferozz (2010), el único miembro de la productora La tiñosa autista recupera algo de su acritud pesadillesca, y coce con nuevos ingredientes —como la hibridación genérica— este relato de incordiante fantasía, donde por encima de todo prima el recuento nostálgico. Algo sí realmente nuevo en este autor. 

Molina se retrata a sí mismo y a su generación como fruto atrofiado de la esperanza y la Modernidad. Pues aunque muchos lograron sueños, se sintieron revindicados y encontraron sentidos a sus vidas durante el concierto de The Rolling Stones —el maestro Molina experimenta una doble y simultánea frustración—, esto solo fue un amago de prosperidad, normalización y sosiego para la sociedad cubana. Un espejismo más cruel de lo acostumbrado, por su ingente tangibilidad.

Con Dos veteranos, Eduardo del Llano prevé la cercana ancianidad que la vida depara a su generación —yo de manera prematura presiento la mía—, panda de “adolescentes eternos” dependientes de los padres históricos. Como el tiempo transcurre a despecho de cualquier pretención eternizadora del poder, Molina, Del Llano y sus contemporáneos resultan más bien infantes aquejados que juegan a soñar(se) la nación prometida.

Lo mismo sucede con el grupo de viejos sentados en los remanentes de un antiguo parque, ahora ocupado por un centro comercial (mall) perteneciente a una ficticia cadena de nombre Patria —con el lema “La cadena más barata”—, un negocio próspero de una Cuba futura de posible e inquietante cercanía. 

Aunque el tiempo vital de los personajes de Nicanor O’Donell (Luis Alberto García) y Rodríguez (Néstor Jiménez) se revela relativo durante los quince capítulos de la quinceañera serie, aquí parecen suscribirse a la generación nacida en los sesenta, que para el 2040 frisarán los 80 años que aparentan este Nicanor de turno y sus acompañantes.

Curiosamente, Dos veteranos funciona como una secuela o contraparte del previo Épica (2015), no solo en el tono cienciaficcionero —Épica trata de viajes en el tiempo; Dos veteranos transcurre en un tiempo futuro—, sino en la concepción ontológica de los respectivos relatos, que se alejan del tono anecdótico y costumbrista mantenido en el resto de los cortos de la serie. 

Mientras Monte Rouge, Photoshop, Intermezzo, Brainstorm y demás discuten dinámicas y fenoménicas puntuales de la contemporaneidad cubana, esta otra suerte de díptico inintencional discute Cuba en un sentido más amplio. Ambas obras repasan con amargura y tristeza un contexto. Terminan indagando el verdadero lugar que el homo novum cubanensis tiene o tendrá en la historia.

En Épica, el Nicanor viajero del tiempo solo se encuentra bien con su vida retornando al vórtice de la emoción que se tragó a Cuba entre 1959 y los primeros años sesenta. Solo puede reconocerse en la posibilidad de la utopía. Necesita la seguridad entusiasta de la promesa, la certeza de que ya llegó el futuro, la sensación de saltar al vacío y caer para arriba.

En Dos veteranos parece protagonizar casi el mismo Nicanor revolucionario y guevarista, ataviado con la misma boina, melena y barba rebeldes de Épica, pero más viejo, achacoso, desesperado. Ya no tiene máquina del tiempo, solo tiempo que pasa, alejándolo de un pasado luminoso. Nevermore.

A los dos veteranos los acompañan otros ancianos con ciertos aires estereotipados, que representan estratos sociales como los “frikis” rockeros —interpretado por un gutural Carlos Gonzalvo—, “luchadores” delincuentes —interpretado por Osvaldo Doimeadiós. Desde la divergencia más extrema, rocambolesca y de hiperbólica farsa, se mantienen en una trinchera de ideas, analizando su pasado para descubrir el sentido de su presente diegético. 

Por ocio o senilidad, no importa, invierten tiempo en pensar su nación, rodeados por una multitud indiferente, con las barrigas llenas y los corazones contentos, a los que Patria (en fin, el mall) provee adecuadamente. Las crisis económicas parecen ser un mal recuerdo.

Para Nicanor, partidario del Comunismo como óptimo destino para el país, y para Rodríguez, partidario del Esclavismo, la visión crítica de su contemporaneidad parece imprescindible. Nacieron en medio de una avalancha de compromisos y sacrificios. Más allá de sus desacuerdos y bizarras argumentaciones, necesitan y exigen ser combativos.

Necesitan exudar la adrenalina de las obras de choque, convocar a la polémica, pedir la palabra. Respirar política e ideología.

Dos veteranos termina siendo una película sobre la desesperación y la extinción del homo novum cubanensis

Tanto el profesor de marxismo de Molina, como el Nicanor envejecido de este último cortometraje de la popular serie, son náufragos de la esperanza. Quizás Molina y Del Llano han encontrado en sus creaciones el sentido que se les escabulle a otros muchos. 

Quizás revelar vacíos, cartografiar fracasos, articular confesiones disfrazadas de símbolos, es suficiente. 

¿Lo será también para mí?




¿Quién le tiene miedo al cine cubano?

¿Quién le tiene miedo al cine cubano?

Antonio Enrique González Rojas

Una cartografía personal de la Muestra Joven de Cine Cubano.